viernes, 24 de abril de 2015

«Tartufo» de Molière.

Comedia magistral del genial comediógrafo, no le basta con legar el arquetipo del hipócrita, sino que en una trama dinámica y formalmente perfecta el lector asiste, su atención electrificada, a la cotidiana interrelación de los caracteres humanos con todas sus virtudes y defectos: idénticos hoy que hace trescientos años

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de breve reseña literaria.

El análisis no contiene spoilers, aunque se incluyen algunos fragmentos del libro a modo de complementar las explicaciones (tienen distinto margen, pueden saltarse si se prefiere). También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:

«Vuestro escrúpulo, en fin, es fácil de vencer: / estáis aquí segura de un secreto total. / El mal existe sólo en su divulgación. / El escándalo es el que crea el pecado, / pues pecar en silencio es como no pecar.»


Estamos ante una obra magnífica de uno de los mejores –si no el mejor– comediógrafos de la historia. Molière es un gran observador del espíritu humano, y aquí se demuestra con creces. Le costó Dios y ayuda sacar adelante a su Tartufo (como escribió en su prefacio: «Todos los personajes de que me he burlado: marqueses, preciosas, cornudos, médicos, han soportado mi burla. Los hipócritas, no»). Para los que alguna vez han pensado en la comedia como un arte de segunda cuyo fin esencial es el mero entretener –así era a grandes rasgos antes de la llegada de nuestro autor–, hallará en Molière una sorpresa mayúscula (aunque no debemos olvidarnos de autores anteriores, ahí está «El soldado fanfarrón» de Plauto o el «Eunuco» de Terencio).



Edición 2014 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).


Si Shakespeare nos hace un perfecto retrato del celoso en «Otelo» o de la pasión juvenil en «Romeo y Julieta», aquí Molière nos presenta al hipócrita con una desenvoltura y perfección tal que el personaje de Tartufo ha pasado a la historia como el arquetipo humano representante de tan bajos y sibilinos rasgos. Y, sea dicho, más allá de su hipocresía Tartufo destaca por contener toda la miseria del desalmado, que tan solo le preocupa ascender a costa de machacar vivos a los demás, y que no le importa a qué estética, organización o causa agarrarse si ella es la que le proporcionará sus ansiadas armas. En España y muchos otros países occidentales no resulta nada del otro mundo criticar a la Iglesia, incluso tiene un toque de rebeldía que atrae mucho a determinado sector; por ejemplo, son numerosos los grupos de rock o metal que han usado esto hasta la saciedad como atractivo comercial. En la época de Molière, en cambio, suponía una empresa enormemente arriesgada que podía costar toda una carrera, y quién sabe qué hubiera sido de él si no fuera el protegido del rey de Francia, Luis XIV. Hoy ocurre lo mismo pero a través de otras entidades. El tartufismo no solo hierve en el mundo empresarial, sino en organizaciones prácticamente sacrosantas y no precisamente por su devoción religiosa. ¿Quién se atreve a criticar a las feministas («¡Machista! ¡Opresor!»)? ¿Y a los homosexuales («¡Retrógrado! ¡Fascista!»)? Las primeras no se inmutan cuando un hombre recibe en un anuncio o una película un guantazo de una mujer («¡Se lo merece!»), pero si es al revés treparán el Everest, envueltas en llamas de ira e indignación. He aquí ejemplos de organizaciones que manifiestan en exceso una falta de equidad en el juicio y sin embargo son absolutamente intocables so pena de lapidación pública, pero luego están los individuos hipócritas en sí mismos (exactamente igual que como nos lo describe en determinado párrafo de «El pequeño héroe» Dostoievski). Un ejemplo que yo he observado personalmente: los voluntariados de gente joven. Un porcentaje nada desdeñable de ellos trataban como niños a los inmigrantes –se les veía muy contentos por el sentimiento de magnificencia que esto les producía–, muchos de los cuales más allá de no saber manejar un entorno informático tenían infinita más experiencia vital que los propios voluntarios. Voluntarios cuya eficiencia podía llegar a ser bastante discutible, al igual que su vocación. En grupos de reunión de jóvenes asistí pasmado a una serie de confesiones de caridad en las que el voluntario en cuestión se apresuraba a enumerar todas sus desinteresadas labores con una estúpida afectación, mientras pasaban olímpicamente de hablar de la gente a la que estaban ayudando. Cuando otro tenía mejor historial, el anterior acostumbraba a pronunciarse nuevamente para destacar el inefable progreso personal que su espontánea generosidad de carácter le concedían, haciendo caso omiso nuevamente de sí había logrado o no que progresaran a los que ayudaba y su respuesta al medio. No solo se buscaba descaradamente la mera autorrealización –NO la de los demás, a no ser que fuera solo una coincidencia que pendía de lo anterior–, sino que las tareas de voluntariado constituían un adorno estupendo que lucir ante conocidos y que podía provocar la suficiente admiración como para que se considerasen –eso sí, siempre muy modestamente– admirables. Así son también muchos periodistas que se unen a lo anterior –en el nombre del progreso, por supuesto– y que gracias a ello ganan en buena imagen (defendiendo acaloradamente, por ejemplo, el quitar las vallas de Melilla, pero sin tener ningún trato con los inmigrantes que lo están pasando mal en España). Podemos hablar también de determinadas corrientes urbanas –Molière las llamaría cábalas–, o individuos de buen ver por sus supuestas creencias –que defiende de palabra pero no mediante la práctica–, o de esos famosos multimillonarios que se hacen unas cuantas fotografías con niños africanos –en los Óscar actrices engalanadas con vestidos cuyo exobitado valor alimentaría a familias enteras; eso sí, en su visita a la India vestidas con trajes modestos para la ocasión, sin maquillaje, etcétera–, entre otros muchos ejemplos. Hay gente que está con lo que más vende. Tengo la firme convicción de que algunos de los que hoy desdeñan a la religión hace cuatrocientos años serían falsos devotos y adoctrinadores, y viceversa.


«TARTUFO [Al ver a Dorina habla en voz alta a Lorenzo, que está en el interior]. Apretad mi silicio con esas disciplinas, / y orad a Dios, Lorenzo, para que os ilumine. / Si viniesen a verme, he ido a repartir / entre los pobres presos las limosnas que tengo.
DORINA [Aparte]. ¡Cuánta baladronada y cuánta afectación!
TARTUFO. ¿Qué queréis?
DORINA. ¿Yo? Deciros...
TARTUFO [Sacando un pañuelo del bolsillo]. ¡Dios mío! Por favor. / Antes de hablarme, os ruego, coged este pañuelo.
DORINA. ¿Qué?
TARTUFO. Cubrid con él un pecho que yo no debo ver. / Por cosas semejantes las almas son turbadas, / en ellas despertando culpables pensamientos.
DORINA. Muy débil sois, señor, ante las tentaciones. / ¿Tanta impresión la carne hace en vuestros sentidos? / Cierto, no sé qué fuego a vuestro rostro asoma. / Pero yo a desear nunca estoy tan dispuesta, / y si de la cabeza a los pies desnudo os viera / no experimentaría la menor tentación.
TARTUFO. Poned en vuestras frases algo más de pudor / o ahora mismo me voy y os dejo el campo libre.
DORINA. No, soy yo quien dejaros tranquilo se propone, / pues sólo dos palabras tenía que deciros. / Va a venir la señora a esta sala de abajo / y os suplica la gracia de una breve entrevista.»



«Tartufo seduce a la esposa de Orgón» de Carl Heinrich Hoff.


La figura de Tartufo está a la orden del día, y en ella se acumulan muchas de las razones por las cuales los honestos caen en desgracia y los miserables ascienden como un cohete a reacción. En definitiva, por culpa de los tartufos decimos muchas veces que el mundo apesta. Pero no debemos olvidar que la figura es tan poderosa que sustenta un rasgo universal humano, y que todos estamos, en mayor o menor proporción y como diría Dorina en la obra, tartuficados. En efecto, la hipocresía se extiende hasta límites insospechados, y el más intachable ha cometido también alguna vez el error de emplearla, aunque sea inconscientemente. Y si hay algo que caracteriza a los grandes personajes de Moliére es que, aun creados hace más de trescientos años, son íntegramente aplicables al mundo actual. Es muy agradable para el lector sentir desde el primer momento la cercanía de unos personajes muy reales, nada distorsionados –rehuyendo así las facilidades de otros para hacer comedia–, a no ser pronunciados para hacer sus rasgos más evidentes al lector. Lo que se respira en la comedia del autor francés no es solo una dinámica mixtura de lucidez, ironía y arte, sino el hecho nada fácil de que represente la vida misma, con toda su espontaneidad e intriga, con todas sus maravillas y desgracias sin renunciar en ningún momento a la cotidianidad y sus problemáticas. Pues aunque sus comedias estén tejidas en torno al espíritu lírico, no por ello Molière abunda en lo incorpóreo o inefable, sino que se mantiene en los senderos terrestres que las personas pisamos día a día. Ello no quita que existan sentencias filosóficas o morales de la más respetable envergadura, o declaraciones puramente idealistas (aunque las proyecte con una intención, por ejemplo, de parodia, como la de Tartufo a Elmira o las confesiones entre Valerio y Mariana).

Molière hace un gran trabajo al plasmar la configuración psicológica de sus personajes, que desvelan no solo su genio sino una intensa labor previa de estudio. Orgón –personaje que interpretaba el propio Molière en su día– es el padre de la noble familia, que en el pasado fue leal servidor del rey y que, al ver en Tartufo un devoto excepcional, lo saca de la miseria y lo acoge en su casa como a un hermano. Orgón representa vivamente al hombre de buen fondo pero crédulo e irreflexivo, y lo demuestra por sus cambiazos y por su ánimo temperamental que sin embargo nunca llega a nada. Mientras que toda la casa detesta a un Tartufo que les corrige constantemente, que vive cual parásito y cuya falta de modestia delata su falsa devoción, Orgón, con esa ceguera del bonachón –nos recuerda un poco al Goriot de Balzac–, le mantiene en lo más alto.


«ORGÓN. Dorina... Por favor, cuñado, no os vayáis. / Esperad un momento a que me informe un poco / de lo que aquí ha pasado mientras he estado ausente. / ¿No ha habido novedad en casa estos dos días? / ¿Qué hace mi familia? ¿Están bien de salud?
DORINA. La señora, anteayer, tuvo bastante fiebre / y un dolor de cabeza poco frecuente en ella.
ORGÓN. ¿Y Tartufo?
DORINA. ¿Tartufo? Está estupendamente, / gordo como un cebón, fresco como una rosa.
ORGÓN. ¡Pobrecillo!
DORINA. A la noche la señora no pudo / ni bocado probar de la cena, a tal punto / su dolor de cabeza seguía atormentándola.
ORGÓN. ¿Y Tartufo?
DORINA. ¿Tartufo? Cenó solo ante ella, / y muy devotamente se zampó dos perdices, / la mitad de una pierna de cordero en gigote...
ORGÓN. ¡Pobrecillo!
DORINA. Madama pasó toda la noche / sin poder pegar ojo siquiera un momento / pues los escalofríos le impedían dormir / y hasta que amaneció tuve que estar con ella.
ORGÓN. ¿Y Tartufo?
DORINA. Acuciado por grata soñolencia / se marchó a su aposento al terminar la cena, / metiéndose en su cama calentita en seguida / y durmió como un tronco hasta el día siguiente.
ORGÓN. ¡Pobrecillo!
DORINA. Por fin, a fuerza de razones / logramos convencerla para que se sangrase / y al momento encontró gran alivio a su mal.
ORGÓN. ¿Y Tartufo?»

Con recursos como el anterior no solo el autor otorga dinamismo a la representación, atrapado la atención del publico entre ella y la comicidad que desprenden, sino que hace hincapié en el «¡Pobrecillo!» de Orgón de manera que se nos quede bien fijado en la mente, y así luego identifiquemos inmediatamente el «¡Pobrecillo!» de la irreverente Dorina en el acto V, duplicando de tal forma su acerada ironía (por no hablar, en la escena V del mismo acto, su: «Hacéis mal en quejaros; no debéis criticarle. / Lo que ha hecho confirma su piedad y su celo...»). Y con este ejemplo llegamos al siguiente punto: la estructura de la obra de Molière se caracteriza por su perfección formal y su equilibrio total. No hay momentos en los que el lector se disperse, y la intriga, aparentemente modesta en un inicio, va rápidamente cogiendo unas dimensiones que electrifican la atención del lector y que estallan en un final de infarto (para mí superior incluso al del «Edipo Rey» de Sófocles).

Que Molière sea uno de los grandes maestros de la sátira no implica que su obra sea ácida, cruel, pesimista hacia la condición humana o revanchista hacia sus ofensores (que no eran precisamente ni pocos ni de escaso poder). El autor demuestra optimismo hacia el ser humano y ridiculiza sus defectos no jactancioso sino con la intención de exponerlos argumentada y objetivamente y que gracias a ello la gente pueda aprender algo. No digo en ello que exista un objetivo educacional primordial, sino más bien una intención artística de retratar al ser humano, con sus defectos y virtudes sostenidos por el afable y positivo ánimo de la comedia. Moliére sabe que no existen los héroes sino los actos nobles; por ejemplo la elogiable lealtad de Valerio no le salva de sus mohines ridículos ante Mariana, ni la valentía de Damis le salva de su tosquedad, ni la bondad de Orgón le salva de ser un necio, ni la maña de Dorina la salva paradójicamente de cierta rusticidad, etcétera. Esta ecuánime noción de nuestra especie contribuye a que los personajes se ayuden entre sí –a veces con éxito y otras no–, y encajen como piezas de un rico mosaico. Así se aprecia en el siguiente fragmento, donde aparte de decirse verdades como templos, el lector observa que aunque sea Madama Pernelle (la madre de Orgón) la que está equivocada, no por ello es simplificada y sigue teniendo margen de razón («...sólo palabras vanas, cantos, frivolidades / de las que muchas veces el prójimo es el tema, / pues no hay bicho viviente al que no se critique.»):


«MADAMA PERNELLE. Cállate y reflexiona antes en lo que dices. / No sólo es él quien pone reparo a esas visitas. / Toda esa agitación que causan cuando vienen, / todas esas carrozas paradas en la puerta, / todos esos lacayos con sus ruidosas charlas / molestan con su escándalo a la vecindad toda. / Quiero creer que nada malo pasa en el fondo, / pero en fin, se murmura, y eso no está bien.
CLEANTO. ¡Cómo! ¿Queréis, señora, impedir que se hable? / Nuestra vida sería sin duda menos grata / si el temor de que puedan murmurar de nosotros / renunciar nos hiciese a nuestras amistades, / e, incluso si pudiéramos decidirnos a hacerlo, / ¿creéis que haríais así callar a todo el mundo? / No se le ponen diques a la murmuración. / No hay que hacer ningún caso de las habladurías. / Tratemos de vivir sin hacer daño a nadie / y que hablen los chismosos cuanto les venga en gana.
DORINA. ¿Dafne, nuestra vecina y su marido enano / serán los que hablan mal de nosotros acaso? / Aquéllos cuyos actos más se prestan a la risa / son siempre los primeros en criticar al prójimo. / Están siempre al acecho y captan al momento / la aparente señal del menor galanteo. / Corren a difundir la noticia gozosos / dándole la intención que quieren que se crea. / Con los actos del prójimo, de su maldad teñidos, / piensan justificar los suyos ante el mundo, / y esperan vanamente que cierto parecido / revista de inocencia sus más sucias intrigas, / o que caigan sobre otros algunos de los dardos / que sobre ellos dispara la pública opinión.
MADAMA PERNELLE. Todas estas razones no sirven para el caso. / Que una vida ejemplar lleva Orante, es sabido. / Sólo piensa en el Cielo, pero algunos han dicho / que reprueba la vida que se hace en esta casa.
DORINA. ¡Qué admirable el ejemplo! ¡Qué buena esa señora! / Es verdad que su vida es piadosa y austera, / pero ese ardiente celo se lo inspiran los años / y se sabe que es casta contra su voluntad. / Mientras pudo inspirar deseos y pasiones / gozó con profusión de todos sus encantos. / Pero al ver de sus ojos disminuir el brillo / al mundo que la deja pretende renunciar, / y de una gran cordura bajo el pomposo velo / de su usada belleza oculta los achaques. / Son las vicisitudes de las viejas coquetas: / ver que las abandonan los galanes les duele, / y en esas circunstancias su sombría inquietud / las vuelve virtuosas como último recurso, / y la severidad de estas hembras piadosas / censura cada cosa, sin perdonar ninguna. / Con altivez critican de los demás la vida, / pero no es por piedad, más bien es por envidia, / pues tolerar ni pueden que otras tengan los goces / de que la edad cruel las ha privado a ellas.
MADAMA PERNELLE. Eso son sólo cuentos para justificaros. / En vuestra casa, nuera, hay que cerrar el pico, / ya que sólo su dueña puede hablar todo el día. / Pero en fin, yo pretendo razonar a mi vez: / os digo que mi hijo no hizo nada más cuerdo / que acoger en su casa a ese hombre piadoso / que el Cielo le envió cuando más falta hacía / a fin de enderezar vuestras almas torcidas. / Sólo por vuestro bien le debéis escuchar / ya que sólo reprende lo que hay que reprender. / Todas esas visitas, bailes, conversaciones, / no son más que invenciones del espíritu malo. / Jamás allí se escucha una frase piadosa; / sólo palabras vanas, cantos, frivolidades / de las que muchas veces el prójimo es el tema, / pues no hay bicho viviente al que no se critique. / Y en fin vuestros vecinos creen volverse locos / con tantas diversiones y saraos como dais. / Toda clase de chismes en ellos se originan, / y como el otro día muy bien dijo un doctor, / vuestra casa parece la Torre de Babel / en donde todo el mundo habla sin ton ni son. / Mas, volviendo a la historia de que antes os hablaba... [Señalando a CLEANTO.] ¡Pero ved al señor que ya empieza a burlarse! / Volved con vuestros locos ya que tanto os divierten. [A ELMIRA.] Nuera, quedad con Dios, no quiero decir más. / Sabed que mi opinión de esta casa ha cambiado / y no pondré los pies en ella en mucho tiempo. [Le da una bofetada a FLIPOTA] ¡Espabila, atontada! ¡Deja de papar moscas! / ¡Idiota, te tendré que zurrar la badana! / ¡Ve adelante, marmota!...»



Jean-Baptiste Poquelin (Molière), 1622-1673.


Lecturas como la presente enriquecen particularmente el mundo interno y la propia percepción del lector, pues enseñan de forma muy nítida el semblante de nuestra especie. Yo, una persona que, como Holden en «El guardián entre el centeno», siempre he sentido grima ante los actos y las personas hipócritas (aunque hago hincapié en el hecho paradójico de que todos estamos en cierta medida "tartuficados"), agradezco en el alma el fenomenal trabajo que nos ha legado el autor, aun a expensas de sí mismo, pues siempre han tenido los hipócritas, por su astucia y su elaborado sentido de la estética conveniente, una posición social y un peligro incomparables. Éstos hipócritas, que en su día hirvieron como una olla a presión al reconocerse –y sobre todo al verse delatados, desenmascarados–, han tenido que aguantarse ante su propio reflejo (aunque éste no les resulte demasiado preocupante, sino, insisto, más bien el hecho de que el resto se dé cuenta de lo que son), que aquí halla su máxima expresión. Así durante los últimos siglos y ya, esperemos, para siempre. Ojalá les sirva a ellos para replantearse ciertas cuestiones, a pesar de que el nivel de falsedad y parasitismo de algunos esté tan desbordado y seguro de sí mismo que, al ser hipócritas incluso consigo mismos, escapan de toda posibilidad de autocrítica, y achacan gustosamente los defectos de un Tartufo a otros (por ejemplo, observan una mera crítica a la Iglesia, y no van más allá ni se dan por aludidos). Para ellos y para cualquier lector, se trata la presente de una lectura imprescindible.


Conclusiones:

«Tartufo», obra que generó gran revuelo en su tiempo y que costó mucho al autor estrenar íntegra y con todos los permisos, nos muestra los rifirrafes que se producen en una rica familia a causa de Tartufo, arquetipo universal del hipócrita: falso devoto, soberbio y arribista al que todos detestan menos Orgón, el padre de familia, honesto pero torpe y crédulo. La devoción de Orgón hacia Tartufo es tal que lo idolatra y lo mantiene en su casa bajo todos los honores para indignación de los demás. Pero será su decidida intención de casarle con su hija, la sumisa Mariana, en detrimento de su prometido Valerio, la que activará toda la maquinaria familiar produciendo una serie de intrigas que ascienden progresivamente el interés del lector hasta un final que es frenético e inolvidable.

Formalmente la obra alcanza la perfección, con unos cinco actos completamente equilibrados y un contenido estructurado en base al lirismo pero apostando siempre por la cotidianidad mucho antes que por lo idealista, sublime, inalcanzable. Y es precisamente el que identifiquemos plenamente a los personajes de Molière como seres reales, con virtudes y defectos que reconocemos constantemente en nuestro día a día, lo que hace especialmente práctica y deleitosa su lectura. Asimismo, es una de las causas que aportan a la comicidad de las escenas, pues la risa surge de dicha identificación conjugada con las malinterpretaciones mutuas, la ironía o el involuntario patetismo de los personajes, cuyos defectos son satirizados mediante el enfoque pero nunca distorsionados.

El genio de Molière se refuerza con un gran estudio de los personajes, que adquieren una configuración psicológica muy detallada y acertada, y que no pueden ser héroes en la medida en que todo humano posee imperfección, pero sí pueden brillar en sus decisiones. Así, Valerio es leal pero también desmañado, Orgón es bonachón pero también necio, Mariana es recta pero también cobarde, Damis es valiente pero también atolondrado, Dorina es generosa pero también tosca, Elmira es virtuosa pero también pasiva... Está claro que Molière nos hace mucho antes una artística exposición del alma humana que un tratado educacional, pero no por ello vamos a aprender precisamente poco de sus obras.

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