miércoles, 1 de abril de 2015

«1984» de Orwell.

Celebérrima distopía con amplio contenido político y filosófico que se proyecta valiosísimo sobre un régimen totalitario supuesto pero no carente de sombría presencia en la actualidad, que constituye el más crudo retrato de nuestra especie, uno que empuja implacablemente al lector a que se cuestione su propia humanidad

Antes de nada...



Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de breve reseña literaria (después de la imagen de Orwell).

El análisis se centra casi en su totalidad en todo lo que deja transcender la novela, su relación con el presente, su estilo, etcétera, y apenas se toca lo referido a la trama y sus hechos. Si el lector prefiriera a pesar de todo enfrentarse a la novela con la mente fresca y libre de opiniones ajenas, recomiendo que acuda a la conclusión antes señalada.

También tenéis la opción de acudir a las líneas remarcadas que comprenden o indican las zonas del texto que he considerado importantes.

Para leer mi valoración sobre las adaptaciones a la pantalla que se han realizado del libro, hacer clic aquí.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:


«Fingían, y tal vez incluso creyeran, haber tomado el poder contra su voluntad y por un tiempo limitado, y que a la vuelta de la esquina esperaba un paraíso en el que la gente sería libre e igual. Nosotros no somos así. Sabemos que nadie toma el poder con la intención de renunciar a él. El poder no es un medio, sino un fin. Nadie instaura una dictadura para salvaguardar una revolución, sino que la revolución se hace para instaurar una dictadura. El objetivo de las persecuciones son las persecuciones. El de la tortura, la tortura. Y el del poder, el poder. ¿Lo vas entendiendo?»

La presente novela forma junto a «Un mundo feliz» y «Fahrenheit 451» el aclamado tridente de las distopías de primera mitad del siglo XX, que resultaron de la combinación de genio visionario y perspicaz recopilación de los avances tecnológicos y los turbulentos experimentos políticos y las terribles guerras que desencadenaron. Inspiraría, además, a muchas otras obras posteriores, entre ellas cinematográficas, aunque también –según me parece– de la industria del videojuego: el caso más claro el magnífico –para no pocos el mejor– «Bioshock» (más bien una ucronía, pero la intención final es gemela). En el cuerpo a cuerpo, «1984» es una obra que se mantiene en la buena ficción en sus dos primeras partes para convertirse en una genialidad deductiva –y encarnizada en lo narrativo– en la tercera y última, como se irá viendo.




Edición 2014 de Lumen (diseño de cubierta: Wolfgang Warzilek).



En la obra el mundo está dividido en tres vastos territorios que se mantienen en constante guerra entre sí, en una predicción de Orwell de los intereses geopolíticos que llevarían a las naciones a grandes alianzas para afianzar su poder. Éstos son Oceanía (las Islas Británicas, Australia, América y parte del sur de África), Estasia (Japón, China, Corea y parte de Mongolia) y Eurasia (Rusia y Europa Occidental al completo salvo las citadas Islas Británicas). Las tres superpotencias se rigen cada una por un culto a la doctrina del régimen, que gobierna con mano de hierro. El protagonista de «1984» es Winston Smith, habitante de una Londres devastada y que sirve al Partido dirigido por el todopoderoso Hermano Mayor, amo de Oceanía. El Partido posee un poder absolutamente ubicuo, nada se escapa a su mirada: telepantallas (paneles que emiten noticias falseadas y música patriótica y que a la par graban y recogen sonido) por doquier, micrófonos ocultos, helicópteros de ventana en ventana, inspecciones sin previo aviso..., todas las herramientas imaginables para mantener controlada a la población de forma minuciosa y constante. Aunque la más peligrosa es la Policía del Pensamiento, que se dedica a escrutar, a infiltrarse, recabar pruebas y detener a los sospechosos, y de la que una vez se ha cometido un crimen ("crimental": todo mínimo desviamiento de la doctrina del Partido, denominada Socing), por nimio y disimulado que sea, no hay escapatoria posible. El Partido divide sus funciones en cuatro Ministerios: el Ministerio de la Paz (que en verdad se ocupa de la guerra), el Ministerio de la Abundancia (que en realidad mantiene a la población en una estudiada miseria), el Ministerio del Amor (que es donde encierra y tortura la Policía del Pensamiento a los criminales políticos) y el Ministerio de la Verdad (en el que se falsea el arte anterior al Partido y se reescribe la historia constantemente a su conveniencia). A su vez, la sociedad de Oceanía se divide en tres grandes clases: los miembros del Partido Interior (casta dirigente del régimen), los miembros del Partido Exterior (funcionarios del régimen en los distintos Ministerios, precisamente por ello férreamente vigilados), y los llamados "proles", que no pertenecen al partido y son tratados como animales (de hecho, el partido Interior apenas los vigila, porque ni siquiera se hace necesario). Winston es un miembro del Partido Exterior, y trabaja en el Ministerio de la Verdad, en un claustrofóbico puesto en el que se encarga diariamente –a veces con jornadas brutales– de reconstruir los hechos históricos (incluidos informes, periódicos... e incluso improvisar personas y eventos que jamás existieron). Aunque los miembros del Partido Exterior sufren una precariedad que no alcanza la miseria de los proles, viven en la asfixia constante de escrutinio sepulcral, paranoia y adoctrinamiento que merma decisivamente sus aptitudes intelectuales. Aquí es significativa la tendencia humana a la sumisión antes que a la rebelión; y dentro de esta misma cuestión es curioso el hecho de que Orwell insista varias veces en que las mujeres son, en su distopía, las más ortodoxas y delatoras (no me parece una propuesta desacertada). Los seres humanos son en «1984» meras manos del Partido, la libertad es algo que no pueden ni tan siquiera soñar, a no ser que abriguen con toda su alma la única que pueden permitirse: adorar al Hermano Mayor con completa devoción y mantenerse en la ceguera mental más allá de saber solventar eficazmente su tarea específica. En ése mundo atroz en el que los hijos denuncian a sus padres a la mínima, en el que se está desarrollando la llamada "Nuevalengua" que desplazará por completo el lenguaje tradicional y que transformará la comunicación humana en algo elemental para que ésta sea incapaz de expresar ni pensar nada propio ni complejo, en el que los presos desaparecen de la faz de la tierra y de los registros como si jamás hubieran existido, en el que los lazos sentimentales y el deseo sexual están tajantemente prohibidos, en el que es obligatorio pasar horas libres en actividades del Partido para no levantar sospechas, en el que hasta el más mínimo gesto puede traicionarte frente a la telepantalla vigilante o frente a tus "amigos", que no dudarán en delatarte, es ahí donde vive un Winston Smith que está convencido de que debe haber algo más, una posibilidad de escapar, por remota que sea. Mientras los demás se lo tragan todo –incluso las mentiras más descaradas del Partido–, o, en el mejor de los casos, fingen con todas sus ganas tragárselo, Winston pasa su triste soledad odiando al Partido y al Hermano Mayor, tratando de recordar fragmentos de su niñez, aún libre de la revolución que puso al Partido y su Socing en el poder, casi convenciéndose a sí mismo que no puede estar loco, que la locura no es mera estadística, que él ha de tener razón («Ser una minoría de uno no significa estar loco»). Compra un diario. Duda. Escribe la primera letra. Ya está. Lo sabe y lo asume como la parte que le ha sido asignada. Es un "crimental". Es un hombre muerto. Si las consignas del Partido son...:



LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA


...Winston prefiere apostar por el instinto humano que sufre en su interior, que muere en vida, que se diluye en un futuro monstruoso y prácticamente irreparable, y se atreve, finalmente, a formular:


«La libertad consiste en poder decir que dos y dos son cuatro. Admitido eso, se deduce todo lo demás.»




«Ramo de ojos» de Hannah Hoch.



«Vuelo» de Hannah Hoch.



Aclarada la ambientación –con una atmósfera muy bien lograda–, podemos pasar a analizar la transcendencia de la obra, que no es poca. Como le ocurre a Umerto Eco en el excelente prólogo a mi edición, yo no puedo considerar «1984» como una obra maestra de la literatura. Ni siquiera hay, en última instancia, un don visionario en el sentido más genuino de la palabra. Orwell hace dos cosas. En primer lugar, observa la memoria histórica y en base a ello aplica la deducción racional. De esta forma, el proceso de tortura y conversión nos recuerda nítidamente a la Inquisición; el adoctrinamiento masivo desde las plataformas tecnológicas ya había sido ideado y empleado por Goebbels a través de la radio (y no hay que subestimar los periódicos y los interminables carteles y pancartas engañosos, truculentos); los prototipos de televisores –que recuerdan a las telepantallas– ya habían sido puestos en en marcha; las doctrinas del odio, el aislamiento externo, la quema de libros, el control del arte y la rentabilización de los niños como ojos del partido –se calca en la novela su facilísima maleabilidad y su crueldad innata– eran recursos que ya habían sido ampliamente utilizados por el nazismo alemán; la tergiversación de la historia se podía encontrar en la URSS y en la Guerra Civil española en la que el propio Orwell participó y lo advirtió; la enajenación del individuo hacia una sociedad que le usa y cuyo mecanismo no comprende es una noción kafkiana («El proceso»); tampoco podemos olvidar en cuanto a la opresión tecnológica el citado «Un mundo feliz» de Huxley  cuya publicación es considerablemente anterior (1932). En segundo lugar, Orwell hace uso de una gran cantidad de corrientes filosóficas influyentes y las ensambla de forma sobresaliente para hacer gigantesca la figura del contradictorio O´Brien en la tercera parte del libro. La lucha de clases y el nocivo y eterno ciclo entre las clases medias y altas en detrimento del proletariado fue decisivamente desarrollado un siglo antes por Engels y Marx (aunque Orwell introduce la detención de ese péndulo mediante el refinamiento máximo de la clase alta, de forma que no pueda ser sustituida ni abolida); el famoso enunciado de Maquiavelo «El fin justifica los medios», que puede usarse como prontuario de su obra «El príncipe», adquiere gran presencia en el argumento de la novela; la imposición sobre los débiles y la supremacía del espíritu aristocrático recuerda mucho a la moral de esclavos y señores que se detalla en la «Genealogía de la moral» de Nietzsche; la idea de que el mundo externo solo es imaginación de la mente y que por tanto es moldeable según los patrones subjetivos de cada individuo viene directamente de Berkeley; el lenguaje disminuido como forma de limitar decisivamente a las masas existía ya como método de propaganda efectiva y doctrinaria de los totalitarismos, pero también nos recuerda diáfanamente a las magníficas conclusiones sobre el lenguaje de Wittgenstein (el filósofo más importante del pasado siglo junto a Heidegger), y aquello de «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» –apasionante– se traslada maliciosamente a la Nuevalengua de un Orwell muy inteligente; por lo demás, posiblemente existan más notorias influencias que mi ignorancia me ha impedido detectar.


Y es que lo más relevante de la lógica de la opresión orwelliana –al menos como yo lo veo– parece girar en torno a las tesis del citado Wittgenstein. Si los límites del lenguaje son los límites de mi mundo, se deduce que "el mundo es mi mundo", y que por lo tanto "yo soy mi mundo", por lo que el lenguaje se entiende como algo privado. También respecto a la tesis de los hechos atómicos definidos como combinación de identidades, de modo que una cosa cualquiera únicamente puede ser pensada a partir de los hechos atómicos en que pueden comprenderse. De esta forma puede asimilarse el funcionamiento del Partido Interior, que emplea la lógica con fines represivos; el Partido solo ansía el poder en estado bruto, nada más y nada menos, y está claro que el conocimiento es sinónimo de poder, pero al ser éste un ente envilecido y tiránico por esencia, ese conocimiento debe ser enfocado únicamente desde sus posibilidades para envilecer y ejercer la tiranía con eficacia. Nosotros podemos, según la filosofía de Wittgenstein, pensar en una taza –mientras escribo miro a una hortera que tengo al lado– como recipiente para contener un material, y que ese material será presumiblemente líquido y que podrá ingerirse. Además, dicha taza la podemos imaginar sobre una mesa o dentro de un mueble. Variaciones entre color y forma dentro de «ella» no hacen que identifiquemos la taza como otra cosa. No podemos pensar en una taza si no es en los hechos en que ella puede aparecer, ni fuera de su conexión con otros objetos. Lo que el Partido Interior pretende es reestructurar de principio a fin los esquemas dentro de los cuales la humanidad comprende los hechos atómicos, y de esta forma establecer las combinaciones entre ellos según las identidades que al régimen le convenga. Es terrible, pero el propio Wittgenstein enuncia –lo usaremos como contestación– que, como el pensamiento es la figura lógica de los hechos, en consecuencia lo que es pensable es también posible. Y, si tenemos un mínimo de confianza en la lógica, realmente sí, el universo de Orwell es posible. Otra cosa es que no se produzca por el hecho de que el ser humano no acostumbra a basarse únicamente en la lógica, y que ni siquiera los Stalin ni los Hitler parecieron llegar a tal fanatismo por el poder como para aferrarse decididamente a la rigidísima estructura que una lógica como la del Partido Interior implicaría. Además, el concepto esgrimido por el Partido requiere la sumisión total no de unos individuos, ni siquiera de una mayoría, sino de todos y cada uno de los seis millones de miembros del Partido Interior, de lo contrario podría fracasar, por mucho que sus teorías tengan presente la defunción por falta de confianza en la propia capacidad de dirección que les sucedía a los anteriores regímenes o clases sociales opresores. ¿Y qué hay de la ambición de riqueza y posesiones? En el régimen orwelliano esto está extirpado, y no parece algo fácilmente plausible. ¿Y arrancar de cuajo el deseo sexual? Probablemente aún más difícil. El ansia de poder humano posee un carácter eminentemente individual, mientras que al Partido no parece importarle nada que ese poder sea absolutamente colectivo, destrozando el concepto humano de individualidad para alcanzar un estado de "mente enjambre", en la que todos son el uno y el uno es el todo. Sin embargo, por muy inhumano que parezca semejante comportamiento, por muy alejados que pensemos estar de él, solo hay que mirar a determinada península asiática (por citar el ejemplo más evidente) para ver con espanto que el mundo orwelliano no solo es algo que pueda existir, sino que es algo que existe, si restamos los inevitables matices. Corea del Norte parece una distopía trasladada con minuciosidad a la realidad. Hace poco vi un reportaje allí. Era surrealista. Parece una broma gigantesca y de mal gusto, como una actuación perfectamente ensayada (y quién sabe cuánto hay, efectivamente, de actuación, cuántos Winston, Julia y O´Brien habrá allí encerrados). Es como si los dirigentes del país hubiesen leído con afán el «1984» de Orwell y, en vez de apreciarlo como una alerta del horror, lo hubieran visto como un óptimo sistema de opresión que convenía aplicar para satisfacer los intereses («Nadie instaura una dictadura para salvaguardar una revolución, sino que la revolución se hace para instaurar una dictadura»)


Pero también dejamos buenas perlas atrás (y no muy atrás...). La Stasi de la República Democrática Alemana, uno de los servicios de inteligencia más vastos y eficaces de la historia, fue fundado apenas un año –¡un año!– después de la publicación de «1984», y seguiría operando durante casi cuarenta años (hasta 1989). La Stasi poseía 91.000 trabajadores directos y la friolera de 180.000 informadores –aparte de sutilezas como micrófonos ocultos en las viviendas, etcétera–, entre los cuales figuraban familiares y amigos que se encargaban, sin que nadie pudiera ni imaginarlo, de proporcionar información sobre sus propios parientes y demás allegados. Los comportamientos que manifestaban heterodoxia sobre el régimen solían ser detectados con solvencia por semejante mastodonte del escrutinio: nadie estaba a salvo de la Stasi. Nos recuerda a algo, ¿verdad?

¿Y la Guerra Civil española? Si Franco fue un insurgente que arrancó al gobierno republicano por la fuerza, a mis padres les enseñaban en la escuela que «los rebeldes eran los subversivos republicanos» y que «gracias a la determinación del generalísimo España era libre y grande». En «1984» se nos dice: «Quien controla el pasado controla el futuro, quien controla el presente controla el pasado»¿Cierto que tiene que ver con lo que estamos hablando? Mi bisabuelo luchó por el bando republicano y participó en el asalto al Cuartel de la Montaña de Madrid que propició el fracaso del levantamiento franquista en la capital. Una vez la guerra concluyó y Franco llegó al poder, a mi bisabuelo trataron de hacerle el "paseíllo" (llevarle de paseo y pegarle un tiro en la nuca) dos veces. La primera vez se salvó porque no estaba en casa (estaba trabajando, y eso que no había muchos empleos para los vencidos). La segunda vez sí se lo llevaron, pero se salvó de milagro gracias a que la familia fue capaz de contactar con un conocido, mando de la Guardia Civil, que pudo sacarlo de allí. El trauma que le generaron los acontecimientos de aquellos años le durarían toda la vida, incurables. En cierta ocasión, cuando era ya mayor, le gastó un conocido una broma. Por el telefonillo le dijo: «¡Le habla el coronel!», y él se cuadró desde la entrada de su casa inmediatamente, a la par que contestaba asustado y de forma instintiva: «¡A la orden mi coronel!». El Golpe de Estado del 23 de febrero del 81 le tuvo como una quebradiza hoja agitándose por un viento frío y que parecía anunciar una tempestad, una réplica insoportable. Este estado de sin vivir, de perpetua congoja, también nos recuerda mucho a «1984». Yo conozco estos hechos gracias a que mis antepasados pudieron transmitirlos a través de sus descendientes, ¿pero qué hubiera pasado si, como en la novela, se hubiera exterminado a los hombres y mujeres que supieron lo que hubo antes del régimen y que no eran incondicionales?




«Los jugadores» de Otto Dix.



«Autorretrato como prisionero de guerra» de Otto Dix.



«1984» se aparece en primera instancia una dura crítica a la URSS. El Hermano Mayor es un trasunto de Stalin, y el disidente Goldstein es el de Trotski. Orwell puede parecer un comunista desilusionado que aprendió lo indecible en la Guerra Civil española (y a lo largo de la Segunda Guerra mundial). Pero va más allá. Lo que nos quiere decirnos «1984» no es que los comunistas sean muy malos. Lo que nos quiere decir el autor es que cualquier régimen totalitario es el mayor fracaso de la humanidad, y, no solo eso, sino que aparentes democracias poseen también determinados comportamientos opresores. Si pienso en lo que dice la "Teoría y práctica del colectivismo oligárquico" de Goldstein ("El libro"), no es difícil ver que, en la actual situación política de España, PP y PSOE son instituciones que ansían por encima de todo mantenerse en el poder pero que no han sabido adaptarse a los tiempos y decaen obstinadamente por arrogancia, mientras que Podemos es el sector de la clase media que finge e incluso cree en sus proclamas de libertad y prosperidad pero que lo único que quieren es acabar con los poderosos para convertirse en el poder, y, por supuesto, perpetuarse en él: la clase media se transforma en la alta por su perfil oportunista y resentido, mientras la clase baja –la clase que en su esperanza confiere el poder, acción que siempre va en su contra– sigue igual que estaba antes. Y eso por no hablar de los nacionalismos, que Orwell consideró ridículos («...la grave enfermedad moderna del nacionalismo», diría). El caso ahora mismo más notorio es el de Cataluña. La desastrosa gestión del gobierno de la Generalitat –y los enfados consiguientes de la población– les hace comprender que su puesto de poder peligra. Así pues, a CIU le da de repente por ser tan nacionalistas como ERC. Comienzan a señalar al Estado como el origen de todos los males de los catalanes («El nostre adversari és l´estat», o el genial «Espanya ens roba»), que aumentan decisivamente su fe en la independencia como especie de salvación abstracta y romántica. A su vez se crea y alimenta un enfrentamiento que es más mediático que real. Personas que no se han visto ni se van a ver en la vida, que son idénticas en prácticamente todo más allá de sus respectivas localizaciones, llegan a insultarse airados ante las ofensas que les llega desde la televisión (el problema ya no viene de los poderosos, sino que se procede de los demás sumisos, de los demás ciudadanos). Este mecanismo también está siendo empleado por el aludido Podemos (solo que el enemigo «Estado» se cambia por el enemigo «Casta»). ¿El resultado en ambos casos? Seguir manteniendo (o alcanzar) el poder a pesar de toda su manifiesta incompetencia. No sólo lo consiguen, sino que además se hacen pasar por salvadores.


Más allá de esta situación política (efectivamente cíclica), verdaderamente existen en nuestras sociedades mecanismos de opresión («¿Qué podría impedir que lo mismo sucediera en Gran Bretaña y Estados Unidos? ¿La superioridad moral? ¿Las buenas intenciones? ¿La vida higiénica?», dice Thomas Pynchon). Los abusos policiales, sobre todo en Estados Unidos, además de la constante violación de los derechos humanos (y hay muy diversas formas), están a la orden del día. Aquí entra en juego el "doblepiensa", que tan revelador es conocer en todo su esplendor en la novela, y uno de sus mayores méritos. Se nos machaca con el "doblepiensa". No es algo que esté sobre un montón de papeles encuadernados, es algo que sufrimos de forma constante, es una realidad. Esto se ha convertido en una disciplina de igual intencionalidad que en el libro pero abordada desde un punto de vista más superficial y relativamente despreocupado. El "doblepiensa" en la actualidad se usa también para manipular la información, sí, pero antes que eso como mera vanidad estética (el quedar bien; hoy por hoy no hay peor tacha que el siquiera parecer "incompetente", o "fracasado" en la etimología del sueño americano). El doblepiensa implica creer dos nociones adversas al mismo tiempo. Si en la novela nos asombramos de que el ministerio de la guerra sea denominado "Ministerio de la paz", debería dejarnos un tanto intranquilos que nuestros sistemas bélicos y armamentísticos sean dirigidos por un "Ministerio de defensa". No se llama a las cosas por su nombre. De los partidos elegidos como gobernantes se espera la máxima eficacia, lo que es naturalmente imposible. De esta forma, los políticos poseen una obsesión por llevar la razón –en caso contrario podrían ser designados como incompetentes y ser destituidos de su poder, con todo lo que les ha costado alcanzarlo– que les lleva a puntos dialécticos febriles y ridículos, en los cuales son capaces de decir absolutamente cualquier cosa que sirva para echar balones fuera con relativa dignidad. De esta forma, si no alcanzan en el presente los éxitos esperados, se remontan al pasado en búsqueda de errores de sus adversarios (a menudo exagerándolos, aunque ni siquiera acostumbran ya de partida a venir al caso), o bien anunciando –o prometiendo con fervor, metidos en el papel de profetas si se ven inspirados– previsiones brillantes en un futuro "a medio y largo plazo", las cuales fallan casi todas de alguna u otra manera como es natural. Cuando se recopila en un vídeo las contradicciones y las mentiras constantes –abrumadoras– de un ministro o presidente a lo largo de unos pocos años, realmente es como ver a una especie de esquizofrénico del poder. Además, enfrentarles a semejante miseria les impulsa no a la vergüenza, sino a asegurar, como no, que la oposición es aún peor, en pasado, en presente y, sobre todo, en futuro. 





«Siete pecados capitales» de Otto Dix.



«Calle de Praga» de Otto Dix.



Ni siquiera los periodistas (los "agentes de la verdad") son de fiar. Hay veces que es imposible no escandalizarse y pensar seriamente si para llegar a la televisión no hace falta por necesidad ser un buitre oportunista y despiadado, capaz de cualquier degradación solo por alcanzar mayor repercusión. Las noticias están tergiversadas, los moderadores y presentadores opinan descaradamente, lo que no conviene se oculta o se le concede mínima importancia, lo que conviene adquiere una presencia constante y se redimensiona con ardor apenas disimulado. Con frecuencia vemos en los periodistas algo muy parecido a los políticos, y simpatizando con una u otra ideología se convierten directa o indirectamente en extensiones del poder de los partidos. Por eso se ha llegado al punto que hay que ver todos los canales para poder digerir una impresión mínimamente objetiva. Algunos son como "Barrio Sésamo" para adultos, en los que el adoctrinamiento es sibilino (incluso se camuflan como programas de "humor"). Parece que están deseando que surjan catástrofes para poder ocupar las programaciones. Discuten durante horas de infortunios de los que no hay apenas datos, obcecados en lucirse dialécticamente. Son capaces de arruinar la vida de una persona al mínimo indicio –sin saber a ciencia cierta si corresponde o no con la realidad–, sobre todo si se destapa algo supuestamente morboso. Los periodistas son esclavos de lo polémico (aunque con frecuencia la única polémica deslumbrante que hay está en sus cabezas), de aquello de «No permitas que la verdad te arruine una buena noticia». Las informaciones se pisan las unas a las otras, y, aunque todo el mundo da por hecho estas contradicciones, nadie se sorprende, sino que se aceptan e incluso se las resta importancia. Esto supone vivir en el "doblepiensa". La gente prefiere vivir en esta estéril y cancerígena contradicción si a fin de cuentas no afecta en extremo a su integridad física. El ciudadano de hoy confía y desconfía al mismo tiempo, generando dos posibilidades contradictorias, y aplica este patrón de "juicio" respecto a todo. Se produce de esa forma una laxitud general que beneficia enormemente a las tropelías y el descaro del poder y la corrupción. A dicho estado contribuye la preferencia que tiene la gente al placer que a la rigidez del compromiso por el saber y por reclamar (y saber lo que se puede reclamar y cómo). Es cierto que hay una vanidad natural en el ser humano que empuja a ello, pero igual de verídico es que el modelo actual lo favorece abrumadoramente. Si en la novela todos son ciegos fanáticos del Socing, en la actualidad todos son ciegos fanáticos de la estética y el placer. Es cierto que en la Oceanía de Orwell te matan a la primera de cambio, pero eso no quita que subestimemos lo que aquí ocurre si no se sigue la marea: se te señala, se te aparta y se te excluye de todo beneficio. Es prácticamente imposible sobrevivir si no es entrando de una u otra forma por el aro que se mantiene vigente. Masas enteras adoran el Iphone, o tal Audi, o tal vestido –algunos hay que sin trabajo piden un crédito para poder adquirirlos, tal es la enfermedad–, convencidos de que en ellos reside la verdad máxima del ser humano, cuando no son más que meras herramientas que hacen más mal que bien (la familia en silencio en la comida mientras escriben frenéticamente chorradas en los móviles; el coche mediante el cual te acribillan seguros y compañías petroleras; vestidos que cantan al ego y la superficialidad pretenciosa como herramienta rápida para impresionar); cuando en sus precios exorbitados son inversamente proporcionales a su necesidad y suponen un insulto a toda la gente que no tiene ni para comer; cuando un móvil de quince euros de los de hace diez años basta, cuando una ropa que abrigue basta, cuando el coche más barato basta (y eso en el caso de que no se disponga de transporte público). Pero las tecnologías se lo han comido todo –favorecen los rasgos negativos que se han citado–, y el humanismo a pasado a un segundo plano como si fuera un simple accesorio (con demasiada frecuencia de meros pedantes). Vemos que la doctrina de la imbecilidad vigila a través de cámaras y móviles –junto a internet, auténticas telepantallas–, siempre alerta para grabar cualquier estupidez que provoque risa, cualquier cuerpo que provoque lujuria, cualquier desgraciado que lo esté pasando mal y que nos haga pasar un buen rato. Cuando la sociedad le da cien veces más valor a las últimas tendencias de moda que a la memoria histórica, se está condenando y hundiendo en el fango a sí misma. El «Sapere aude» que tanto defendieron los pensadores de la Ilustración ha perdido casi toda noción de ser en la actualidad. Por todo esto son tan indeciblemente valiosas y necesarias lecturas como «1984», pues te enseñan nada más y nada menos que el verdadero funcionamiento del mundo. Pues no hay que olvidar que, a fin de cuentas, el hacer moldeables los hechos y la memoria para llevar razón –y llevar razón puede interpretarse como una forma de ejercer poder– se da en todos los niveles, o si no piénsese en alguna vez que hayamos mantenido una acalorada discusión, y, en aquellos puntos que sospechábamos no tener razón, lo sumimos todo en la distorsión a conveniencia.


Orwell quiso aunar, tanto en «Rebelión en la granja» –su otra gran obra– como en «1984», esencia artística y pensamiento político. Creo que el principal problema de la novela radica en que, a mi parecer, se inclina infinitamente más hacia lo segundo que hacia lo primero. «1984» es, más allá de un ensamblado magistral de corrientes filosóficas y deducción histórica –como ya se ha dicho–, una buena novela de acción que no logra escapar del todo de la relativa intranscencencia hasta la última parte. Mucha gente opina lo contrario. En las dos ocasiones en que me he implicado en «1984» he sacado conclusiones similares: atracción intelectual pero hastío en lo emocional. Las dos primeras partes del libro están salpicadas de burbujas de monotonía y aburrimiento, que tampoco vienen a decir mucho. Probablemente esto se vea reforzado –aparte de que el contexto que se describe no puede traslucir casi nada precisamente alegre ni trepidante– por la personalidad del protagonista y el hecho de que por necesidad no extienda apenas vínculos con nadie (y los pocos que sí se establecen son superfluos y caricaturescos). Creo que se dedican al principio demasiadas páginas para decir constantemente lo mismo («Se reescribe la historia» «Me van a pillar» «¡Telepantalla!» «Se reescribe la historia» «Me van a pillar»...). Cuando de vez en cuando surge un relámpago en la trama, un giro prometedor, enseguida se sume en la misma laxitud. No hay nada que no pudiera predecir durante las citadas dos primeras partes (a excepción, todo hay que decirlo, de las palabras escritas en la nota furtiva). Ni Winston Smith ni Julia poseen demasiado atractivo, y su mente ha sido educada en condiciones tan diversas a la nuestra que no siempre es posible que nos impliquemos. La rigidez del régimen se vuelve un poco contra la lectura de la novela, que se puede hacer también algo frígida. No es tan fácil implicarse en la sumisión y el terror de los protagonistas cuando uno ha vivido toda su vida apaciblemente, por lo menos en lo que se refiere al bienestar físico y a la libertad que uno tiene de hacer muchas de las cosas que le placen. Las condiciones de la obra son tan extremas que el cerebro tiende a interpretarla automáticamente como un supuesto lejano y relativamente ajeno. La narrativa es correcta pero no es algo por lo que destaque especialmente. A pesar de que está escrito en tercera persona y que ello expande las posibilidades más allá del protagonista, se centra demasiado en él. La configuración psicológica de los personajes también es correcta, pero claro, comparada con la capacidad de Dostoievski, Stendhal o Woolf se queda en una sombra (es inevitable comparar la paranoia de Raskolnikov en «Crimen y castigo», el orgullo de Julián en «Rojo y negro» o la melancolía de Lily en «Al faro» con la paranoia, el orgullo y la melancolía de Winston, casi plano en comparación, lo que produce una sensación inevitable de descontento y tedio). La historia de amor no deja de transpirar, como señala Pynchon, aquello de «a chico le desagrada chica, chico conoce a chica, chico y chica se enamoran casi sin darse cuenta, luego se separan y por fin vuelven a encontrarse», con la excepción de que no hay "happy flowers" en el remate argumentativo. Si Winston no es un personaje legendario, sino que lo son más bien los hechos que le rodean, Julia ofrece muy poco a nivel personal, más allá de ser una pieza necesaria para aumentar el sentimiento trágico de la trama y para someter a prueba a una chispa de humanidad –la relación que mantienen– en mitad de una densa bruma de tinieblas. Se podría haber explicado más del pasado de Julia, sobre todo para entender cómo alguien como ella, que ha nacido en la máxima opresión y sin ningún recuerdo anterior a la revolución, ha permanecido inmune. ¿Es el producto de una remota probabilidad siempre latente o se mezclaron apuradas enseñanzas familiares –el abuelo– con su personalidad «corrompida», tal y como se describe en el libro? En cualquier caso, aunque el miedo, el odio y el anquilosamiento racional del que no se pueden zafar provoque determinada frivolidad en su relación, eso no quita que también existan brillos de ternura.





«El abrazo» de Schiele.



«Oración de la arboleda» de Schiele.



Sin embargo, sí es notable la atmósfera que crea ese entorno hostil en el que se retrata con la mayor crudeza la guerra y la opresión. Los sueños de Winston, más que efervescencia surrealista, desprenden la saturada y estremecedora precisión de una imagen expresionista. Escenas como la de la vieja prostituta son dignas del mejor Otto Dix. Por esta razón me hubiera gustado complementar la entrada con más obras expresionistas –aunque con Hoch haya metido collages dadaístas– de las más estremecedoras, pero por desgracia no me da el espacio. Ésta crudeza de la que hablo alcanza su cenit en la ya varias veces aludida tercera parte, donde los métodos inquisitoriales más avanzados son puestos en marcha, justo después de asistir al momento más bello de la lectura, en la que en mitad de la paz Winston se permite soñar («Si hay alguna esperanza, debe estar en los proles»). De hecho, es la esperanza lo que ciega a Winston ante una circunstancia imposible que en el fondo supo desde el principio. La propia Julia le advierte, y ella le acompaña mucho antes por sus sentimientos hacia él que por esperanza (es demasiado escéptica y práctica; carece de idealismo y de interés por lo intelectual que se plantea, aunque paradójicamente ella sea una persona astuta). El mecanismo opresor se pone en marcha y la figura de O´Brien, contradictorio y lógico, insensible y empático, fanático y racional, hiriente y conciliador, toma su máxima presencia (nos recuerda un poco al Kurtz de «El corazón de las tinieblas», al igual que el instinto de supervivencia que se impone en lo hostil). Y aunque el cráneo de Winston cruje ante la estudiada y horripilante máquina conversora, nos llegamos a plantear si nosotros, seres libres de la influencia del Socing y de la opresión, podríamos resistir más o, a fin de cuentas, importaría poco en semejantes circunstancias. La figura del torturador nos desintegra, pero a la vez nos reconforta con su comprensión paternalista, con la piedad que nos ofrece cuando cumplimos con lo que espera de nosotros. Pero el punto clave llega cuando nuestra humanidad es puesta a prueba, y he aquí una de las grandezas del libro. Pueden infligirnos el máximo dolor, reducir nuestra capacidad deductiva, obligarnos a confesar, a rendirnos, a hacer todo lo que nos pidan, antes o después. Pero, ¿pueden hacer que dejemos de «obligarnos»? Nuestras emociones, capital inviolable de nuestro espíritu, estandarte de nuestra condición humana, ¿puede sucumbir también? Lo peor no es lo que se nos describe, por muy duro que sea. Lo peor es que lo entendemos. Entendemos y aceptamos que el instinto prevalezca e imponga el egoísmo más primigenio. Entendemos y aceptamos que el miedo y el odio puedan aniquilar al amor (aunque a algunos no les haga falta ni eso). Entendemos al famélico hombre que suplica que degüellen a sus hijos y su mujer delante de sus narices. Sin embargo, Orwell no se atreve con una madre. No se atreve a decidir si una madre podría sobrevivir a ese proceso o no.


El pesimismo del autor ya no respecto al futuro, sino hacia la raza humana en general, es evidente. Entiendo que no exista la risa ni la irreverencia del rebelde antes de la perdición, pero la veo plausible después, al menos antes de que el dolor se imponga. La sumisión total de los protagonistas es hueca y una asfixia para el alma del lector, que puede llegar a cavilar si efectivamente la situación puede degenerar a ese punto o si Orwell no pudo haber exagerado aunque fuera un poco. Como dijo Ernesto Sábato en su entrevista en el programa de los setenta «A fondo», para él grandes genios de la literatura son Cervantes o Shakespeare, porque recogen igual lo peor y lo mejor del ser humano, que es su verdadera composición, pues se trata de la única criatura capaz de la mayor heroicidad y de la mayor monstruosidad. No llegan a ese estadio, prosigue Sábato, escritores como Beckett, que por muy extraordinarias que sean sus labores artísticas sólo se quedan con uno de los prismas de nuestra especie (en el caso citado lo más negro y decadente). Orwell se inclina demasiado hacia los rasgos negativos de la humanidad –hay quien dice que pudo ser el hecho de estar cerca de la muerte a causa de la tuberculosis lo que confirió ese tono en la novela–, por mucho que en la celda un hombre entregue su trocito de pan o que la mujer de la película proteja con sus brazos a su hijo de las balas. Esa pequeña parcela de optimismo que no se permite desterrar el autor queda relegada a un plano secundario.



«No creía, por lo que recordaba de ella, que hubiese sido una mujer excepcional, y mucho menos inteligente; no obstante, poseía cierta nobleza, y una especie de integridad, aunque solo fuese porque tenía sus propios valores y sentimientos, que no podían cambiarse desde fuera. Jamás se le habría ocurrido que una acción careciera de sentido solo porque no tuviera éxito. Si querías a alguien, lo querías, y, si no tenías otra cosa que darle, le dabas cariño. (...)»



«Madre con niño» de Otto Dix.




«Infierno de pájaros» de Beckmann.



En definitiva y para concluir puede decirse que «1984» es una visión muy estudiada de un autor que sabe perfectamente de lo que habla, una sátira –oscura, pero ahí está– del estalinismo y de los totalitarismos en general. El funcionamiento del poder y las sutiles técnicas con que subyuga a las masas para perpetuarse en el tiempo halla aquí un exponente máximo. La obra es imprescindible –creo que cualquiera que la haya leído opinará lo mismo–, te inyecta una visión de lo dura que es la vida y del aspecto más diabólico del ser humano. Pensar en Orwell es pensar en presente: dedujo la sombra y la extendió, y no nos queda más (ni menos) que arrastrarla, probablemente por siempre.  Aunque la narrativa es correcta y el final sobrecogedor, atina mucho más en toda la estructura política y filosófica que erige inteligentemente que a nivel artístico. El estilo es corriente y el lenguaje empleado bastante sencillo. Pero que uno quede paralizado al leer la última frase, se levante y vaya de un lado para otro y descubra que vive en el paraíso y que quizá solo por eso es un hombre tranquilo... Y pensar consecutivamente en el infierno, y ver la imagen de su persona fragmentada en él, burlona en su difusidad, oscura en sus pliegues no revelados... Eso no lo consiguen todos los libros.



«–Lo raro es que antes comprobé que estuviese lleno. Voy a vestirme. Parece que ha refrescado.
Winston también se levantó y se vistió. La voz cantó infatigable:

Dicen que el tiempo lo cura todo,
que siempre se puede olvidar,
¡pero pasan los años
y las lágrimas y las sonrisas
aún hacen que se me encoja el corazón!»


Eric Arthur Blair (George Orwell) con su hijo adoptivo, en 1946.


Conclusiones:


«1984» es una de las grandes distopías del siglo pasado. En el universo que cuidadosa e inteligentemente plantea Orwell, el mundo se divide en tres colosales potencias gobernadas por tiránicos regímenes que se mantienen en guerra constante. El protagonista de la obra es Winston Smith, miembro del Partido Exterior que tiene la labor de reescribir la historia a conveniencia del régimen de Oceanía, cuya figura máxima y pseudodivina es conocida como el Hermano Mayor. Maduro y de vitalidad grisácea, Winston llega al punto que decide arriesgar su vida en un minúsculo acto de rebeldía: escribir en un diario algunas impresiones, entre ellas críticas al omnipotente Partido. Hecha esa elección, su destino está sellado. Solo queda aprovechar el tiempo. Le resta saber el por qué y no meramente el cómo.

Echando mano de la evolución histórica y decisivamente influido por su experiencia como participante en la Guerra Civil española –aparte de su profundo interés por lo político y la indignación que le provocaban los dirigentes–, Orwell establece una aristocracia perfecta que no puede ser abolida y que sólo anhela el poder en sí mismo, a partir de la cual podemos sacar ignominiosos puntos en común con la actualidad. Se trata de un mundo atroz en el que los hijos denuncian a sus padres, en el que se está desarrollando una nueva lengua que limite por siempre la capacidad de expresarse y generar pensamiento propio, en el que los presos desaparecen incluso de los registros, en el que los lazos familiares y el deseo sexual están prácticamente abolidos, en el que hasta el mínimo gesto puede traicionarte y llevarte a las más espantosas torturas. Es en ésa ruina donde el lector transita, mitad abatido mitad esperanzado, rodeado de personajes que han perdido su humanidad a base de adoctrinamiento constante y brutal.

La narrativa es convencional y el estilo sencillo; su intensidad es correcta en las dos primeras partes y muy absorbente en la tercera y última. La atmósfera envuelve al lector de resignación y paranoia (que me permitió adivinar eventos antes que los personajes), que se vuelve asfixiante en el crudo e inolvidable final, que lleva a que te plantees ni más ni menos que tu propia humanidad. Pues lo más terrible de «1984» no es el dolor, sino percibir el odio y el miedo como fuerzas capaces de destruir el amor, y, por encima de todo y pese a todo, entenderlo.

2 comentarios:

  1. Un librazo. Poco más puedo añadir.

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    1. Estoy de acuerdo. Lo de no salir igual que se entró halla en «1984» un ejemplo capital.
      Muchas gracias, como siempre, por pasarse y comentar. Un saludo.

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