viernes, 31 de octubre de 2014

«Poesía» de Mallarmé.

Poemas exquisitos sin asociación concreta entre significaciones en los que lo místico proyecta una búsqueda de la belleza repleta de pliegues misteriosos que a veces harán sudar al lector

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara dispuesto a leer el análisis entero, al final de la entrada se incluye una conclusión que puede tomarse perfectamente como reseña literaria. 

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que yo mismo he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Saludos.


Análisis:

Aunque hace un año que me interesé por Mallarmé al observar en fragmentos y poemas sueltos un halo de evidente particularidad, no ha sido hasta esta última semana cuando he cogido la breve –pero intensa– antología poética de Alianza a cargo de Antonio Martínez Sarrión (que, no hace falta saber francés para deducirlo, ha debido dedicar un trabajo tremendo a su labor de traducción).



Edición 2013 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).



Mallarmé es de esos artistas que juegan en una liga superior, tanto que no sabemos hasta qué punto dudar de nosotros mismos o de él, tan intrincados son los diseños que plantea. Para mí, salvo en estrofas concretas, existe una necesidad artística honesta de elaboraciones tan complejas, si bien las constantes (y fastidiosas) hipérbaton llegan a despistar a raíz, creo yo, de un planteamiento más accesorio que verdaderamente imprescindible.

Su estilo supone la explotación máxima del simbolismo, y es ostensiblemente más difícil de acometer que «Las flores del mal» de Baudelaire; de hecho, no conozco a ningún poeta que sea más de difícil que Mallarmé, ni siquiera Rimbaud. Como evade nombrar los objetos, sólo alude a ellos, vaporosamente, como un sueño a la par oscuro que brillante, golpeando con poderosos pero ambiguos símbolos a la subjetividad del lector, las interpretaciones de éste pueden ser de lo más variadas –probablemente muy distintas a la inspiración original del autor–, incluso no tomar forma ninguna (por más que nos empeñemos), quedando en revelaciones oníricas, pululantes hechizos estremecedores.

Mediante su particular uso del lenguaje, como hemos dicho, su alejamiento de lo concreto, emplea temas esotéricos (órficos), místicos, arcaicos, bellos, oscuros, fríos, sobrehumanos. Es como una bella decadencia, como un ocaso irreal, un orbe de oro que se sumerge en el olvido de marismas silenciosas, negras y evanescentes. Es la muerte de un sueño. La tremenda exquisitez del autor empapa cada poema, que parecen hechos en un minucioso laboratorio, con herramientas de máxima precisión. Se requiere entrenamiento y mucha concentración para leer a Mallarmé con un mínimo de efectividad y, aún así, se nos escaparán muchas cosas, no es fácil estar a la altura de sus metálicos artefactos. Y digo «metálico» porque es el material que por sí solo mejor refleja su poesía. Frío, puro, reluciente. El trabajo de Mallarmé es el de un genial orfebre conceptual. Aunque aprecia la virginidad y la juventud de la carne, sus suspiros y su impoluta inocencia, recurre mucho más a las gemas preciosas, al oro y la plata, a la noche, a los cisnes, a estanques, árboles macilentos y a negras brisas. Hay muchas sombras, muchas insinuaciones, el lector sabe perfectamente que a cada giro hay un rumor de fascinantes secretos. Cada cual los descifrará –o no– a su manera. A mí a veces me ha sucedido que no sabía de qué demonios me estaba hablando: discernía algunas olas sin saber qué acuerdo mantenían con las demás, en qué dirección se supone que iban. Ejemplo podría ser este poema:


«El de sus puras uñas ónix, alto en ofrenda,
la Angustia, es medianoche, levanta, lampadóforo
mucho vesperal sueño, quemado por el Fénix
que ninguna recoge ánfora cineraria:

salón sin nadie ni en las creencias conca alguna,
espiral espirada de inanidad sonora.
(el Maestro se ha ido, llanto en la Estigia capta
con ese solo objeto nobleza de la Nada).

Mas cerca la ventana vacante al norte, un oro
agoniza según tal vez rijosa fábula
de ninfa alanceada por cuernos de unicornio,

y ella apenas disfruta desnuda en el espejo
que ya en las nulidades que clausura el marci
del centellear se fija súbito el septimino.»




«El árbol de la vida» de Gustav Klimt.



Que Dios nos pille confesados, es críptico como un jeroglífico. Aunque para Mallarmé no hace falta entender un poema para disfrutarlo, debo decir no obstante que, por suerte, no nos "tortura" de igual manera en todas sus piezas, y el tedio no se impone. Un ejemplo es su famoso poema «Azur», que agita y estiliza fibras hondas:


«Del azur sempiterno la ironía serena,
cual la bella indolencia de las flores, abruma
al poeta impotente que maldice su genio
a través de un estéril desierto de Dolores.

En huida, y con ojos cerrados, lo percibo,
con un mirar tan intenso como el remordimiento,
en mi alma vacía. ¿Huir? ¿Y qué angustiada noche
–harapos– arrojar contra un desdén atroz?

¡Nieblas, surgid! Mezclad sin fin cenizas
con los densos jirones celestes de la bruma
que tragará el pantano lívido del otoño,
y construid la cúpula donde impere el silencio.

Y tú, sal del estanque del Leteo y reúne
al llegar ese limo y esos rosales pálidos,
amado Hastío, pues vamos a cegar para siempre
los azules boquetes que abren aves malvadas.

¡Más aún! Que, sin descanso, las tristes chimeneas
humeen y que una errante cárcel de sucio hollín
extinga en el horror de sus negras estelas
el sol que, amarillento, muere en el horizonte.

–Murió el cielo. –Oh materia, ahora corro hacia ti.
Que olvide qué es Pecado, lo que sea el Ideal,
este mártir que llega a compartir la paja
en que el feliz rebaño de los hombres se tiende.

Pues deseo, mi cerebro al fin está vacío
como un tarro de afeites yaciendo al pie del muro,
y no sabe ataviar a la idea sollozante,
lúgubre bostezar hacia la oscura muerte.

¡Es en vano! Azur triunfa y escucho cómo canta
en las campanas. Alma mía, se ha hecho voz
para asustarnos más con su artera victoria
y surge del metal, vivo en azules ángelus.

Y rueda entre la bruma, antiguo, y atraviesa
tu nativa agonía como certera espada.
¿Dónde huir de esta lid tan rebelde y perversa?
Me obsesiona. ¡El Azur! ¡El Azur! ¡El Azur! ¡El Azur!»




«Música» de Gustav Klimt.



En poemas como el que dejamos atrás, «El campanero» o «Don del poema», el autor trasluce su preocupación por su capacidad de expresar el poderío de los cosmos independientes que le sugiere su mente; hay incluso obsesión, cierta desesperación, el "Azur" ronda, aguijonea y embauca a nuestro poeta. Un poema por el que he sentido debilidad ha sido «Tristeza de estío» ("Probaré el maquillaje llorado por tus párpados"...):


«El sol sobre la arena, luchadora dormida,
en tus cabellos de oro calienta un baño lánguido
y, consumiendo incienso en tu adversa mejilla,
a las lágrimas mezcla un brebaje de amor.

De ese blanco llamear, la inmutable bonanza
te ha llevado a decirme, oh besos con recelo,
"Nunca los dos podremos ser una sola momia
bajo el viejo desierto y sus palmas felices".

Pero tu cabellera es la tibia corriente
para ahogar sin temores el alma que nos cerca
y encontrar esa Nada ignorada por ti.

Probaré el maquillaje llorado por tus párpados,
por ver si puede darle al corazón que heriste
la insensibilidad del azul y las rocas.»




«Lágrimas» de Gustav Klimt.



Entre lo apetecible y lo difícil se hallan sus dos poemas mayores: «Herodías» y «La siesta de un fauno», en las que el genio de Mallarmé adquiere proporciones majestuosas. Las sugerencias de Mallarmé, efluvios de carmesíes suaves, de poderoso Azur, de goteos de plata centelleante y de palabras de oro sagrado, se deslizan por los pliegues de la percepción del lector, que interpretará pero no entenderá, como en los sueños, que al tratar de agarrarlos se evaporan para siempre entre los dedos. El subconsciente hace un trabajo al que no está habituado, y observa pasmado como el miembro acostumbrado a la pereza de la desmotivación que de golpe halla algo de su entera competencia, y sus mecanismos atrofiados rechinan y se esfuerzan por beber el agua de cristal, veteada por brumas, que recorre largas pasarelas hechas de rubíes. Herodías –a la nodriza enfrentada–, que recuerda a la Salomé de Wilde, es un personaje vigoroso, de ricos matices, que sirve para aunar en una sola esfera la esencia de la poesía de Mallarmé:


«Retrocede.

La rubia catarata de mis inmaculados
cabellos, cuando baña mi cuerpo en soledad,
lo congela del horror; pero presos aquéllos en la luz
son inmortales. Oh mujer, un beso me matara
si la belleza no fuera la muerte...

¿Por qué tirón

llevada y qué remota aurora de profetas
vierte sus tristes fiestas en lejanías que mueren?
¿Lo sé yo? Tú me viste, oh nodriza invernal,
ingresar en presidio de peñascos y hierros
donde arrastraban siglos mis feroces leones.
(...)»

«¡Si florezco desierta, y es para mí, por mí!

¡Bien lo sabéis, jardines de amatista, abismados
sin fin en insondables agujeros radiantes,
oros raros que guardan toda antigua luz
bajo el sombrío sueño de una tierra primera,
piedras donde mis ojos, cual purísimas joyas,
toman su musical resplandor, y vosotros,
metales, que en mi joven cabellera otorgáis
su fatal esplendor y su masa compacta!
(...)

Amo el horror de ser virgen, y quiero

vivir en el espanto que tienen mis cabellos
para, de noche, sierpe refugiada en un lecho
inviolado, sentir sobre la carne inútil
el frío destellar de tu claridad pálida,
tú que mueres, que ardes de castidad,
¡noche blanca de témpanos y de nieve cruel!

(...)»






«Judith con la cabeza de Holofernes» de Gustav Klimt.



Para «La siesta de un fauno», el influjo onírico se acentúa, y se nos tiñe el cielo de pétreo lapislázuli, la luna engastada en su propia superficie como una fina lámina de oro puro. Es un poema tremendamente poderoso, y una muestra más de que Mallarmé lleva al lenguaje a su límite (o quizá, precisamente, más allá de su límite). El fauno, que parece un catalizador de la magia ancestral del paisaje (que nos recuerda, por cierto, al arte del Egipto de los faraones o de la antigua china), nos coloca prismas de cristal en los ojos para que podamos observar certeramente un sueño calidoscópico. Como en el anterior poema, destaco sólo pequeños fragmentos de la gema total:



«¡A estas ninfas quisiera perpetuar!

Tan claro es
su escarlata ligero, que en los aires flota
rebajado por denso sopor.

¿O quizá amaba un sueño?


Fardo de antigua noche, se diluyó mi duda

en mucha tenue rama que, habitando la misma
foresta, prueba, ¡ay!, que sólo me ofrecía
como premio la ausencia de la rosa ideal.

Reflexionemos...


¿No serán las mujeres que glosas
más que un anhelo de tus sentidos de fábula?
Fauno, la ilusión parte de sus fríos ojos glaucos,
cual manantial lloroso que vierte la más pura;
mas la otra, en suspiros, ¿dirías tú que contrasta
como cálida brisa diurna en tu toisón?
(...)

Sólo esta dulce nada que su labio prolonga,

el beso que, muy quedo, perfidias asegura,
mi pecho virginal certifica el mordisco
misterioso, recuerdo de algún augusto diente;
(...)

(...)
Enfado de las vírgenes, me extasía, ¡oh rabiosa
delicia de ese cuerpo desnudo que se hurta
y esquiva un labio ardiente en destello resuelto!,
ese espantoso secreto que de la carne brota:
De los pies de la cruel al pecho de la tímida,
que destila a la vez una inocencia húmeda
de loco llanto o menos afligidos vapores.
"Mi crimen, tras vencer esos miedos traidores,
fue separar la mata de enredados cabellos
con besos que los dioses preferían confundidos;
pues acudía apenas a velar una risa
tras los pliegues felices de cualquiera (cuidando
un roce, para que sus candores de pluma
se tiñeran del tiemblo cálido de la hermana,
la pequeña, la ingenua, que no se ruboriza)
cuando, con estremecimientos, de mis brazos
la presa ingrata ya se ha liberado,
descuidando el sollozo donde yo andaba ebrio."
Qué importa, si la dicha de otras me arrastrará,
hasta alcanzar mis cuernos, por su anudada trenza:
tú sabes, pasión mía, que purpúrea, en sazón,
cada granada estalla con zumbidos de abejas
y nuestra sangre, presa de quien viene a cogerla,
fluye por el eterno enjambre del deseo.
A esa hora en que el bosque muere de oro y cenizas
una fiesta se inicia en el caído follaje:
¡Etna! A tu alrededor, por Venus visitado,
apoyado en tu lava sus ingenuos talones,
donde retumba un sueño y tembletea la la llama,
¡ahí poseo a la reina!

¡Oh, seguro castigo!

(...)»



«Serpientes acuáticas» de Gustav Klimt.


Como se ve, no hay filtro que detenga la proyección de Mallarmé, es poesía en mayúsculas, en estado puro. No puede encajonarse de manera definida ni alcanzarse por recta dirección. La espontaneidad de las imágenes posee vida propia, y se revela de manera autosuficiente, como un hechizo que variara su ilusoria presencia dependiendo de la percepción de cada lector. Es un manantial en constante movimiento, inagotable se forma y se deforma; y las ideas, que no son capaces de palpar límites de mutualidad, con él. 


Mallarmé es muy inspirador (como podrá apreciarse en las imágenes que yo mismo me represento con anhelo tomando sus hilos en esta entrada), y si puedo ponerle una pega, creo que le sobra un punto de frialdad. Es arte lingüístico en virtuosa precisión, si bien los similares elementos a los que recurre limitan siempre los escenarios a unos microcosmos a grandes rasgos localizables, asociables, distinguibles (hay, de hecho, una frontera de intransigencia).





Stéphane Mallarmé en 1896.




Si el lector quisiera transcurrir entre su propio subconsciente –que es en verdad lo que pretende Mallarmé–, verlos revestidos de noches de ébano tachonado de esmeraldas insinuantes, de antiguas efigies que escrutan frías e impasibles en su divina belleza, palacios de oro y mármol vestidos de blasones carmesíes y bóvedas purpúreas, pálidas damas de refulgentes cabellos similares al metal observándose en espejos de sabia agua de estanque, susurrante sobre el marfil, si quiere mediante exquisitos enigmas hallar respuestas vedadas por otros caminos, no puede olvidarse de Stéphane Mallarmé. Eso sí, hay que tener el ánimo calibrado, la atención concentrada y la paciencia comprometida para tomar la senda de manera satisfactoria (y no perder de vista los fastuosos jardines que pueden hallarse de improviso rebuscando un poco entre determinados pliegues).


Conclusiones:

Mallarmé es un autor muy inspirador, un artista exquisito, virtuoso, exigente, obsesionado por la perfección de sus imágenes, de la elaboración de sus intrincados símbolos. Es la culminación del simbolismo, y poesía en mayúsculas. A cada giro se encuentran misteriosos pliegues, sedosas cortinas negras que exigen invocar el viento oportuno para poder abrirlas y así observar lo que tan insinuantemente ocultan. 

Porque es difícil leer a Mallarmé –lleva al lenguaje al límite–, requiere mucha concentración, cierto entrenamiento, la predisposición adecuada de ánimo (incluso afinidad espiritual hacia los excelsos cosmos que plantea el autor). Sus poesías son muy complejas y no poseen un sentido aparente, sino que proyectan signos volubles que vienen y van en la mente del lector, dejando un sutil rastro de evanescencia, como en los sueños; los juegos que se establecen con el subconsciente son certeros y muy interesantes. Mallarmé apuesta por la belleza, por la sugestión, por la dirección sensorial de cada cual, por la noción de la forma más pura e inicial, antes que por un significado concreto, que para él malogra la pieza, hace que pierda interés y hechizo. No se puede llegar a Mallarmé por un camino directo, la espontaneidad de sus imágenes tiene vida propia, y se revela de manera autosuficiente. 
Es un manantial en constante movimiento, inagotable se forma y se deforma; y las ideas, que no son capaces de palpar límites de mutualidad, con él. Es ver a través de un prisma un paraíso divino, de jardines salvajes, palacios de oro antiguo, estrellas de plata centelleante, poderosos amaneceres purpúreos, frías y virginales muchachas de ingenuos suspiros, que cambian constantemente los matices de su apariencia bajo un místico baile calidoscópico.

Mediante su particular uso del lenguaje, como hemos dicho, su alejamiento de lo concreto, emplea temas esotéricos (órficos), místicos, arcaicos, bellos, oscuros, fríos, sobrehumanos. Es como una bella decadencia, como un ocaso irreal, un orbe de oro que se sumerge en el olvido de marismas silenciosas, negras y evanescentes. Es la muerte de un sueño. La tremenda exquisitez del autor empapa cada poema, que parecen hechos en un minucioso laboratorio, con herramientas de máxima precisión.

Entre los poemas que se reúnen en la presente antología, cabe destacar «Azur» ("Me obsesiona. ¡El Azur! ¡El Azur! ¡El Azur! ¡El Azur!"), «Herodías» y «La siesta de un fauno» que, tal y como se explica en el análisis, adquieren una majestuosidad artística de la máxima categoría.

viernes, 24 de octubre de 2014

«Edipo Rey» de Sófocles.

Poderosísima tragedia en la que un hombre descubre su fatídica identidad no sin antes pasar por una búsqueda intensa y nada obvia que atrapará al lector

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de reseña literaria. 

Aviso que existen algunos datos que pueden dejar entrever ciertos sucesos en el análisis, que ni mucho menos perjudican el interés por la trama y que, por otra parte, son tan célebres que forman incluso parte de nuestra propia referencia cultural. En cualquier caso, se observará que trato de ceñirme a la personalidad de la obra, lo que me transmitió la lectura, y no de resumir la trama en sí. Si a pesar de todo no deseara el lector se delataran sucesos clave, recomiendo que vaya directamente a la conclusión antes señalada.

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

Tanto los primeros dos párrafos introductorios como la conclusión final son prácticamente idénticos a los que he expuesto en «Áyax» «Las traquinias»«Antígona», dadas sus mismas estructuras e intencionalidad subyacente del autor.

La primera imagen corresponde a la versión del libro que yo mismo he leído.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:

Ya deduje en la comparación entre las traducciones de «La Odisea» a cargo de las editoriales Alianza y Gredos un cambio omnipresente en las expresiones usadas que, a veces, alteran de manera esencial la interpretación que recogemos del texto. Esto mismo se ha repetido al comparar mi lectura de Alianza con los textos dados en el resumen de la obra en la enciclopedia de literatura universal que poseo; lo que deja en relieve las enormes –a veces insalvables– diferencias que deben subyacer entre las dos lenguas, castellano y griego antiguo.




Edición 2013 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).



Tras una innecesariamente larga introducción de 56 páginas, con todos esos datos que nunca están de más hasta que te retrasan un día en la lectura de la obra, nos enfrentamos a «Edipo Rey». La traducción pretende mantenerse fiel al estilo griego, de tal manera que las frases se retuercen, se “descolocan”, lo que provoca que para hallarlas significado muchas veces haya que encajar un breve pero molesto rompecabezas, esencialmente en los cantos. Y es precisamente en estos cantos donde la información se vuelve impresionantemente densa, críptica, a veces ininteligible. El traductor, José María Lucas de Dios, dice que en el original griego la impresión es la misma, y esto ayuda a que mi ignorancia no le señale a él como culpable directo de los galimatías que Sófocles nos llega a plantear en determinadas partes. Hasta tal punto, que en ocasiones deberemos fiarnos de nuestro instinto para sacar más sensaciones que conclusiones.

La obra cumbre del autor –pieza clásica por excelencia– me ha parecido sin duda mejor a la anterior leída, «Antígona». No sólo su argumento es más fuerte, original y bien llevado, sino que está escrito con esos tintes “modernos” que ya percibiera –con atino o no– en «La Odisea». De hecho, el lenguaje empleado es casi idéntico a ésta, con la diferencia evidente causada por la temática trágica –frente a la de aventuras en «La Odisea»– y por unas reflexiones más profundas y transcendentes.

Es magnífico que una obra escrita hace más de dos mil cuatrocientos años siga despertando fibras tan eternamente reconocibles: la curiosidad, la morbosidad, la pugna entre razón e instinto, el pasmoso sufrimiento por el crimen cometido de manera inconsciente, el dramático paso de héroe a villano. Los impulsos del protagonista, que le conducen irremediablemente (y a pesar de las advertencias de todo el mundo) a conocer sus orígenes y el modo en el que ha tomado en su ignorancia una vida terriblemente manchada por una vida digna y fructífera, todo ello despierta una sintonía psicológica con la obra: se produce una simbiosis muy especial (si no única) entre lector/espectador y obra, que transcurre a base de esos vaivenes que tanto caracterizan a Sófocles.

A cada paso en la trama –que avanza con una fluidez perfecta– saltan al encuentro nuevas incertidumbres, por cada una resuelta salen dos más sin resolver. No creo que diga una barbaridad cuando afirmo que casi es una trama detectivesca que apunta a la tragedia, todo ello al mejor estilo griego. Pero no por ser antiguo es simple ni predecible: ni mucho menos. Sófocles va dejando pistas y conjeturas con cuentagotas, de tal manera que casi hasta el final no puedes poner demasiado en claro. Provoca que el lector caiga en las mismas trampas que el propio Edipo, que cree hallar verdad donde un poco después sólo hay más inquietud y confusión. Te empapa de inseguridad. El lector se sumerge en la dicotomía que supone Edipo, y no sabe si perdonarle o condenarle. Edipo es inocente a nivel moral, pero culpable en el sentido práctico: he ahí el dilema y el por qué la obra es tragedia en estado puro. ¿Qué hacer cuando el héroe es también el villano, cuando el ejemplo de sublimidad es simultáneamente ejemplo de atrocidad, cuando la salvación se convierte en el mal? Edipo promete encontrar al culpable y ser, entonces, inflexible; pero ni en sueños podría haber previsto lo que le aguarda. La tensión es patente, constante, una maraña de tiras y aflojas que se meten por el oído, obturan la cabeza a cada nudo y la liberan en balde en el espacio que los separa.

Edipo es un personaje bien caracterizado, nada le falta y nada le sobra: como la obra en general. De todas las maneras, no posee una personalidad lo suficientemente atractiva, sobre todo porque se mantiene a expensas de los sucesos en rededor, sin mantener un criterio verdaderamente firme o troncal. Primero magnánimo y resoluto, luego enfadado y susceptible, luego poseído de furiosa curiosidad y, finalmente, el más desesperanzado de la Tierra, loco.

Creonte surge mucho más juicioso y maduro aquí que en «Antígona», parece que lo único que comparte, de hecho, con nombrada referencia es la filosofía por la rectitud. Su habilidad retórica me recordaba a la que empleara Hamlet, pero mejor a mi gusto en cuanto a su sobriedad; en este punto se plasma verdadera habilidad. Hay unos fragmentos que han llamado mi atención cuando está enzarzado con un Edipo que le acusa de tramar contra él junto al adivino Tiresias:

«Si realmente crees que es un bien la arrogancia fuera de la razón, no piensas con rectitud».

«No lo sé. En lo que no puedo opinar, me gusta callar.».

«(...) No es justo pensar gratuitamente que los malvados son honestos ni que los honestos son malvados (…). Sin embargo, con el tiempo llegarás a conocer esto con toda certeza, puesto que el tiempo es el único que pone de manifiesto al hombre justo, mientras que al malvado en un solo día podrías conocerlo».

Asimismo los siguientes del propio Tiresias en la discusión ardorosa, a su vez, que mantiene de manera previa. La sensación que me ha transmitido Tiresias ha resultado nuevamente grata, me recuerda a la perspectiva del filósofo o del sabio, que predice en cada semblante o actitud un futuro probable pero que, haga lo que haga, no podrá convencer al resto de la verdad –por pura y loable que sea; ingenua y bienintencionadamente proyectada–, más bien al contrario, desata la ira, la indignación y la confusión.

«El afán mío reprochas, pero el tuyo, que en el mismo lugar habita, no lo ves, sino que es a mí a quién censuras».

«Estas cosas sucederán, aunque yo las cubra con mi silencio».

«Estoy a salvo. En mí llevo la fuerza de la verdad».

«(…) Y te digo, puesto que ahora me ultrajaste de ciego, que tú tienes vista y no ves en qué punto de desgracia estás, ni dónde habitas, no con quiénes vives. ¿Acaso sabes de dónde procedes?»




«La plaga de Tebas» de François Jalabert.




Es cierto que la lectura me ha resultado más rápida, amena y fácil que «Antígona», aunque quizá tenga que ver que ésta ya me había acostumbrado al ritmo arcaico tan típicamente griego, lo que facilitó la posterior.

Me quedo con cierta curiosidad hacia el padre de Edipo, Layo, así como la historia "antes de" del propio Edipo, enfrentándose a la Esfigie alcanzando así su gloria y trono. También he echado de menos un poco más de aparición para la madre-esposa de Edipo Yocasta –elemento casi pasivo que genera un fatal y a la vez bello cuadro en el culmen final de la tragedia–, pues bien podría haber aportado más personalidad: su situación singular y, sobre todo, irrepetible, bien lo merecían.

Corifeo, acertado, en la línea que describí en «Antígona».

También se echa de menos que se declararan más sentimientos en el singular campesino, pues su compasión y su posterior voluntad de silencio me resultaron características atractivas.

La escena final de la obra se graba a martillo y cincel en la cabeza. El poderío colosal tanto estético como trágico sorprende e impacta igual hoy que hace dos mil años. La conciencia del mal cometido, el castigo que impone el resto pero, sobre todo, el que se impone uno a sí mismo: que en «Edipo Rey» alcanza cotas extremas; es de lo más particular y característico de la obra.

Sin duda los sentimientos de Edipo y de Yocasta en el descubrimiento mutuo hubieran sido magníficos de leer descritos, y no sólo los hechos mediante los que se manifiestan. Está claro que la situación psicológica en historia tan única podría describirse de manera más provechosa en un autor moderno. Un Stendhal habría podido hacer, a propósito, un verdadero prodigio con semejante material.




Sófocles (496 a. C.– 406 a. C.).



Termino señalando el carácter de la obra, una defensa de los valores antiguos (las leyes y la consideración hacia el designio natural o divino), pero siempre abiertos –eso sí, hasta ciertos puntos– a los planteamientos racionales propiamente humanos. Concuerda, por lo demás, con el contexto histórico del propio Sófocles, plena progresión de oligarquía aristocrática a la democracia de Pericles y la sucesiva guerra perdida contra Esparta con los sucesivos desastres. Así, Sófocles adquiere una postura tolerante con lo nuevo pero sin dejar de mirar a lo que observa valioso en el pasado: está de acuerdo con la democracia de Pericles pero no con los demócratas o racionalistas radicales, él no sitúa al hombre como centro del universo, sino que destaca unas fuerzas ajenas que rigen su destino.


Conclusiones:

El lenguaje en los diálogos en prosa poseen una estructura muy similar a La Odisea. Otra cosa son los típicos cantos contenidos en la tragedia griega, que son densos y lentos de digerir, aunque por fortuna no alcanzan la extensión e importancia que en Esquilo a favor de los personajes principales que, por otra parte, nunca aparecen más de tres simultáneamente sin contar, por supuesto, el coro.

«Edipo Rey», probablemente la tragedia más celebrada de la Grecia clásica, cuenta la crisis –que desemboca en fatalidad– generada cuando, según Sófocles, el ser humano pasa los límites que le han sido asignados con criterios erróneos y fuera del respeto a la ley divina. Se inspira, pues, en el contexto social de la Atenas de mediados del siglo V a. C., donde se están confrontando los poderes tradicionales oligárquicos con los movimientos de las clases bajas y medias a favor de la democracia, buscando una síntesis que acomode a las dos partes. Así pues, Sófocles recoge esa síntesis –que alcanzaría su máxima representación en el gobierno de Pericles– en el que contempla y defiende la antigua tradición pero manteniéndose abierto y de acuerdo con la democracia; eso sí, como hemos dicho, la tragedia la dispara precisamente en el momento en el que los hombres se sitúan en el centro del universo desdeñando a los dioses, llevándolos de tal forma su errado juicio personal a la fatalidad.


A cada paso en la trama –que avanza con una fluidez perfecta– saltan al encuentro nuevas incertidumbres, por cada una resuelta salen dos más sin resolver. No creo que diga una barbaridad cuando afirmo que casi es una trama detectivesca sostenida por la tragedia, todo ello al mejor estilo griego. Pero no por ser antiguo es simple ni predecible: ni mucho menos. Sófocles va dejando pistas y conjeturas con cuentagotas, de tal manera que casi hasta el final no puedes poner demasiado en claro. Provoca que el lector caiga en las mismas trampas que el propio Edipo, que cree hallar verdad donde un poco después sólo hay más inquietud y confusión. Te empapa de inseguridad. El lector se sumerge en la dicotomía que supone Edipo, y no sabe si perdonarle o condenarle. Edipo promete encontrar al culpable y ser entonces inflexible; pero ni en sueños podría haber previsto lo que le aguarda. La tensión es patente, constante, una maraña de tiras y aflojas que se meten por el oído, obturan la cabeza a cada nudo y la liberan en balde en el espacio que los separa. La simbiosis psicológica que se produce entre obra y espectador es verdaderamente única.

La estructura de las tragedias de Sófocles –que se basan en las sagas heroicas– se componen de un prólogo en el que las escenas ya están abiertas antes de pronunciarse el coro, que no es ya el protagonista de la obra como sí sucedía con Esquilo, y dentro del cual se enmarca la orientación de la obra. Después viene la párodos, que está siempre a cargo del coro y que da comienzo a la verdadera acción de la obra. Lo siguiente que tiene lugar es la entrada del mensajero, que va a traer una noticia de fuera mediante la cual se disparará la tragedia en sí. El punto central de la obra es el agón (enfrentamiento entre los actores), en el que se debate la problemática de la obra. Sucede luego el estásimo, característica típicamente sofoclea, en la que para crear tensión parece que todo se arregla –y se celebra este hecho–, pero no a tiempo, de forma que la tragedia se consuma. Finalmente, se cierra con las conclusiones de los supervivientes, terriblemente afectados, y las secuelas de la atrocidad quedan patentes, y rezuman en la mente del lector aún después de terminar.

La belleza y la particularidad de la escenificación de las más cruentas desgracias de las tragedias de Sófocles pertenecen a nuestro elenco cultural y poseen ese carácter universal que hace de una obra literaria un clásico. 
Gustará al que le sea afin el estilo griego y el género dramático en general, sobre todo por el añadido de ese espíritu exaltadamente desgarrador de la tragedia; si bien a algunos lectores pueden no atraerle este tipo de textos, conviene darles una oportunidad, téngase en cuenta también –si sirve de impulso– que son muy cortos. Mi valoración general es positiva a pesar de que su estilo arcaico pese en algunos momentos.

miércoles, 15 de octubre de 2014

«Crimen y castigo» de Dostoievski.

Un joven estudiante que malvive planea asesinar a una usurera para demostrarse a sí mismo su voluntad de poder, lo que le arrastrará a uno de los desgarros psicológicos más perfectos y profundamente transcendentales de la literatura

Antes de nada...

Es posible que en ciertos puntos el análisis –que fue realizado hace casi dos años– destile cierta falta de cohesión, esto es porque he arrancado las partes en las que se incluían spoilers y mis respectivas impresiones al respecto.

Importante destacar que fue uno de los primeros clásicos que leí, y el primero libro en analizar. Así pues, se verá enseguida que la configuración de dicho "análisis" –más bien apuntes personales– está orientada a mí mismo; pero espero que no sea traba para todos vosotros, y que no os moleste mi tremenda subjetividad –acentuada por el hecho de que fue una lectura clave para mí–. Por todo esto que explico, la esencia del presente escrito diverge un poco de los demás, y me analizo yo  paralelamente a la propia obra; también respecto a Nietzsche.

Se apreciará una especie de ánimo "pasmado" en mi mi redacción. «Crimen y castigo» cambió mi manera de entender mi papel en el mundo, me hizo dudar de mí mismo y, cosa nada desdeñable, que dudara también del que hasta entonces era mi máximo referente: Friedrich Nietzsche, que ahora tomo con más cautela y moderación en el juicio. En esta línea quiero aclarar que hay cierta exaltación en algunos párrafos del análisis que hoy por hoy habría rebajado o modificado significativamente, pero he decidido dejarlo –salvo los dos últimos párrafos y poco más– tal y como lo escribí: con el fogonazo en mi impresión.

Si el lector no se encontrara dispuesto a leer el análisis entero, informo que al final de la entrada se incluye una conclusión –en la presente lo he alargado– que puede tomarse perfectamente como reseña literaria. Es más: recomiendo que se vaya directamente a dicha sección a no ser que el lector haya sentido intensamente la obra y tenga ánimo para comparar sus reflexiones con las mías aquí plasmadas.

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.


Para leer mis impresiones sobre la adaptación cinematográfica de 1970 a cargo del director ruso Lev Kulidzhanov, hágase clic aquí.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que yo mismo he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Saludos.


Análisis:


«–Al llevar yo tantos días atormentándome: "¿Lo haría Napoleón o no lo haría?", ya comprendía claramente que no era yo un Napoleón... Todo, todo el suplicio de esa palabrería lo he sufrido yo, Sónya, y todo eso me he querido sacudir de encima de los hombros; yo quería, Sonya, matar sin casuística, matar por mí, para mí solo. (...)»

Crimen y castigo es la mejor novela que he leído nunca. Cabe aclarar que sólo he leído unos pocos de este autor: «Noches blancas» y «El pequeño héroe», en los que ya anticipó en mí una honda satisfacción y respeto a su maestría psicológica. Debo decir, sin embargo, que todos los nombres y obras cumbre de los grandes autores universales, tanto literatos como filosóficos, están grabados casi obsesivamente en mi cabeza, al igual que sus temáticas, tesis e influencias posteriores. En cuanto a filosofía, leí concienzudamente «Así habló Zaratustra» de Nietzsche, siendo el libro que más me ha influido, otorgándome clarividente dicha y paranoica desesperación a partes iguales. 



Edición 2012 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).



Es bueno decir que he abordado recientemente «La Odisea» de Homero, yendo a canto por día. Es propicio mencionar este hecho para que se entiendan mis posteriores alusiones en el presente escrito acerca del ecosistema apto para los individuos como yo, Nietzsche o Raskolnikov: el ambiente del enfrentamiento directo, del heroicismo, de la gloria, de la despreocupación moral más allá de los códigos del honor y de la nobleza: hablo de un ecosistema plenamente griego, la única vez en la que la esencia europea fue pura y magnífica.

Centrémonos, dicho esto, en el libro. Los años me han hecho escéptico. La ingenuidad infantil me propició un conmovedor e inestimable bálsamo que me impulsó a leer gran cantidad de libros fantásticos en los que me sentía identificado, íntimamente unido al protagonista, normalmente una persona maltratada injustamente que no tarda en demostrar su talento sobreponiéndose junto a hermanos de batalla dignos no sólo a tamaña mezquindad, sino a un mal que acecha y se vuelve elemento troncal de la trama.

Cuando leí a Nietzsche me sentí, como he mencionado, dichoso y desesperado a partes iguales. Por una parte, ver tamaña gloria, impecable e implacable, tan perfecta, tan inexpugnable, tan eterna e inagotable, tan profunda, hasta llegar más allá de lo humano, casi a lo profético, a algo que nos es vedado y que, sin embargo, de alguna manera, Nietzsche calcó en un libro de quinientas páginas de un modo que a nadie puede dejar indiferente. 

Pero Crimen y castigo trastoca mi visión de Nietzsche, hasta ese momento incondicional –incluso me ofendían agriamente las arremetidas que percibía en ese transcurso contra él–. Dostoievski , sin embargo, se me antojó una alternativa perfectamente digna, y superó mi obsesivo (y creciente) criterio escéptico, radicalmente escéptico. No se puede ser escéptico con Dostoievski, tampoco ha de sorprendernos demasiado, curiosamente. Se trata de un autor que, sencilla y llanamente, escribe las cosas tal y como deben escribirse; a veces yo mismo no veo a un hombre detrás de esas letras, sino a un ente observador que escribe las cosas como si realmente hubieran existido y él mismo las hubiera presenciado y anotado minuciosamente. «¡Este es el realismo!», se me puede decir; pero yo marco una diferencia entre Dostoievski y el resto, y es su particular capacidad psicológica. Creo que realismo y psicología requieren de un vínculo más necesario que nunca en la literatura, y Dostoievski es sencillamente inigualable al respecto, y digo esto con una certeza casi premonitoria.

Sin embargo, sí que se puede hacer la siguiente puntualización. Veamos, que la actitud de los demás personajes hacia Raskolnikov es, en la mayoría de los casos, agradable y bienintencionada a toda costa, hasta la tozudez e, incluso, hasta la idiotez. A pesar del carácter hosco y altanero de Rodya, que no duda en mostrar su burla y desprecio reiteradamente, a veces regodeándose un punto en su propio descaro; incluso a aquellas personas que tanto le quieren y bien le desean, debería despertar el sentimiento de justicia inherente en el carácter humano –encararse y enajenarse contra él– antes o después, mas no «nunca», tal y como ocurre en el libro. Vayamos personaje a personaje viendo tal interacción levemente:

-Avdótya: su hermana se muestra durante toda la novela preocupadísima por él, y su lealtad y atención son inquebrantables a pesar de los incansables despechos a los que Rodión la somete. Esta actitud sigue hasta el final. Su carácter es en cierto modo similar al de su hermano pero menos pasional, y no se halla en tormenta espiritual.

-Pulhéria: su madre le ama con absoluto fervor, casi con fanatismo, hasta el punto extremo que se desvela en el desenlace a causa del tormento que sufre por el destino de su hijo; destino, por otra parte, que ni ella misma conoce a ciencia cierta. Esto me parece una exageración muy improbable, mientras que la actitud de Dúnya puede considerarse, aún, cabal y comprensible en una hermana que sea inteligente, bondadosa, entregada y razonable.

-Razumíhin: se dice que es su “amigo” pero en verdad queda bastante claro que su relación había cesado desde hacía ya bastante tiempo y que, aún entonces, se trataba de un vínculo extraño e incluso algo frívolo, y no por culpa de Razumíhin sino por el propio carácter de Rodya, añadiéndole a esto que éste último estuvo poco tiempo en la carrera y, por tanto, en el área de influencia de Razumíhin. A pesar de ello, Dmítri Prokófich Razumíhin muestra un gran interés al volver a ver a Rodya cuando aparece, sin saber muy bien por qué, en su casa poco después de cometer su crimen. Raskolnikov le trata casi nada más aparecer con desaire e indiferencia, y con un atisbo interior de repelencia se da la vuelta y se larga, provocando la indignación de Razumíhin, pero que enseguida desaparece al interpretar que Rodya no “anda bien”. Se trata de un hombre justo, bondadoso, profundamente honrado, de inquebrantables principios y voluntad, estudioso y culto, gran trabajador y, por descontado, muy inteligente. Podría decirse que a Rodión le cayó con él un milagro excelentemente oportuno que, de nuevo, si bien es posible y existen personas así, son tan escasas y tan improbable que en la situación de Rodión se tope con él, que continuamos con la misma línea crítica: la novela rechina cierta "conducción" que atenta contra el espíritu estrictamente realista.

-Marmeládov: que le muestra gran simpatía aún sin conocerle de nada previamente y pese a la brevedad de su encuentro en el que, además, Rodya no participa prácticamente (tal simpatía se refleja con mayor fuerza en el hecho de que, después de tal encuentro, Marmeládov hablaría elogiosamente de Rodya a su mujer e hijos).

-Katerína Ivánovna: una “humillada y ofendida” en estado puro, un auténtico imán de desolación y desgracia, de infortunio e injusticia y que, sin embargo, asume todo ese dolor con total entereza, hasta que la tuberculosis, mezclada con un cúmulo precipitado de desgracias del todo ya insostenibles, la enloquecen progresivamente. Ella, otro personaje más de espíritu honrado y justo, entregado hasta el más absoluto fervor a sus seres queridos, se cruza con Rodya y le profesa su total predilección y amabilidad tras el hecho de que él la ayudara el día del accidente de su marido. Sucede después una escena inolvidablemente cruda, que raya esa sensación de grotesco de cuando la realidad supera le ficción, y Rodión se ocupa de los gastos, aunque tras esto no dirige apenas una palabra a la señora Ivánovna; de nuevo, es ella la que le atiende fervorosamente y le habla sin cesar en las pocas veces que vuelven a coincidir (memorable la escena del banquete).

-Arkadi Svidrigáilov: un personaje harto extraño, que comprendo en gran medida pero, aún con eso, siento que deja algo en el “ambiente” de la novela que no he logrado detectar ni relacionar. Le entiendo a él, al menos a grandes rasgos, pero no asimilo con nitidez el quid de la cuestión en lo que se refiere a su relación con Rodión y con la propia trama de la novela. En cualquier caso, siente considerable interés por Rodión, y a pesar del escepticismo y declarada repugnancia de éste hacia el primero, Svidrigáilov se muestra indiferente a dichas reacciones, profesadas con descaro y sinceridad honda por su receptor, que al final apenas le aguanta a pesar de sus cortos encuentros (siente, no obstante, cierta atracción por él en determinado momento, pienso yo que a causa de presuponer por unos instantes –hasta que le conoce realmente y se desengaña– de que tienen más afinidad de lo que pudiere parecer a simple vista).

-Piotr Petróvich Lúyin: el único personaje auténticamente adverso a Rodión, pero más por una cuestión de estúpido orgullo y de vanidad vulgar personal que por nada que pueda ser tenido verdaderamente en cuenta. De cualquier manera, Lúyin pone de manifiesto tal comportamiento, sea de manera directa o potencial, a todos los personajes con los que interacciona, provocando en ellos reacciones ásperas sin excepción, y quedando en todo momento claro que es una sátira a la clase burguesa de creciente ascensión en Rusia más que un personaje que deba ser tenido por relevante: apenas influye verdaderamente en la trama a pesar de la insistencia de su presencia.

-Lebeziátnikov: el compañero de piso de Lúyin, primero presentado como alguien ridículo y luego como un personaje honesto, algo pedante y falto de verdadera personalidad, pero a causa de su ingenuidad y, por lo demás, bonachón de cualquier manera. Pues bien, es un personaje que no tiene ningún sentido más allá que el de salvar un apuro impresionante. De nuevo me parece un tipo de hombre, una casualidad en su aparición y su relación con su buen acto demasiado escasos e improbables.

-Zosímov: que trata siempre profesionalmente y con debida atención a Rodya, sin preocuparse por los gastos ni exigir nada.

-Zamiótov: se muestra receloso a Rodión, pero apenas tiene aparición e influencia, más allá del asco que produce en la cabeza de Rodya dos o tres veces al pensar en él.

-Porfiri Petróvich: es el juez de instrucción, el detective ideal. Se trata de un hombre increíblemente inteligente, de fina percepción psicológica y de gran talento para determinar y reconocer a la persona que tiene delante de él, que ve como si fuera transparente a sus ojos, y de una oratoria excelente, extremadamente profesional, hábil e irónica, capaz de llevar a la gente a donde él quiere y encerrarla y volverla contra sí misma. No sólo eso, sino que se le muestra en su última conversación con Rodión como una persona sabia (recordemos que apenas tiene 35 años), que posee una excelente noción de la vida y lo que conlleva, y de lo que significa estar en armonía con ella y lo que esto atañe. De nuevo, encontrar a semejante personaje lo concibo cabalmente difícil, pero aún con eso, lo verdaderamente sospechoso es que, de nuevo, se muestra benevolente, en cierto sentido, con Rodión hacia las conclusiones.

-Sófya Semiónovna Marmeládova: la he dejado para el final porque esta es, sin duda, el más excepcional de los personajes, paralelamente a Raskolnikov. Supone una personalidad harto improbable (y menos hoy). Es casi "fuera de lo humano" en el sentido de que es una verdadera santa. A mí me parece casi una exaltación característicamente romántica. Dostoievski halla en Sónya a la única mujer en el mundo capaz de consolar e incluso curar a Rodión. No podía ser una mujer inteligente (esta puede olisquearse en el personaje de la antigua novia de Rodión, fallecida, fea y tullida y de la que no recuerdo el nombre), pues Dostoievski bien debía de saber que tal tipo de mujer no podría funcionar en absoluto: Rodya es brutalmente escéptico, duro y exigente; y posee un orgullo imperial que provocan que en la mayoría de los casos no pueda soportar a nadie demasiado tiempo sin que le empiece a asquear. Sónya, en cambio, si lo consigue mediante una perspectiva muy particular, mediante la ÚNICA posible en esta gran cuestión psicológica que Dostoievski plantea en Rodya. Sónya no es culta, ni entiende los pensamientos ni las teorías complejas que atribulan con hondura y sin posibilidad de descanso a Rodión. Ella, al contrario que él, no se preocupa obsesivamente por todo, no plantea posibilidades y consecuencias, es, en cierta medida, ciega ante el mal, ciega hacia la fatalidad a la que la empujaba su propia circunstancia, ciega ante la desolación del hombre moderno. Le son completamente indiferentes las teorías, la ambición, las reservas, las segundas intenciones, los juicios, las injusticias (incluso cuando la golpean a ella con toda la inmisericordia y mezquindad posibles). Pero, ¿a causa de que, sencillamente, sea tonta? Ahí está el elemento mágico de este personaje, pues lo normal –el propio Raskolnikov lo interpreta así enseguida y la maltrata por ello no sin cierto deleite– es que fuera una idiota que no ve más allá de sus narices: su propia incapacidad e inoperatividad la envuelven en un halo de ingenuidad que la perjudican, pero no a nivel espiritual, pues es absolutamente incorruptible precisamente por las razones dadas, sino a nivel superficial: a nivel físico. Ante este personaje tan maravilloso, la única mujer certera y la única, por supuesto, salvación posible para Rodión como he comentado, se establece un total acierto psicológico pero, una vez más, una improbabilidad que refuerzan la postura de forzosidad que humedece la trama de la novela. Decir que Sónya, a pesar de su ingenuidad, es un ser que posee una intuición genuina, enternecedora, irremediablemente admirable, inalcanzable por el entendimiento masculino, mágica y, precisamente por ello, más romántica que realista. A pesar de esto último, se trata de un personaje imprescindible sin el cual no puede entenderse Crimen y castigo; es completamente pertinente y propicio que fuere así, de lo contrario la paradoja psicológica que se plantea rallaría en lo ordinario y perdería buena parte de su significado y valor: la resurrección del alma perdida, del renegado, del “castigado que no se siente criminal”, de Raskolnikov. Sonya es la fe, la esperanza, la piedad suprema, la luz imperecedera.

Habiendo dicho todo esto, queda clara mi siguiente posición respecto a los autores realistas (recogida del estudio introductorio de mi edición de «Ulises»): que no dejan de ser, en el fondo, románticos que se han rebelado contra las doctrinas, formas y afluentes medievales.

Bien, yo estoy de acuerdo con la propuesta y la intención Dostoievski, y no es justo ser extremadamente escéptico con su obra. ¿Por qué? Porque no existe otra manera mejor de expresar la cuestión tan enormemente trascendental que plantea, porque todos los carácteres son imprescindibles para que el conjunto funcione tal y como debiera funcionar, y la forzosidad de los personajes y sus actitudes que pueda existir (que bien pueden chirriar, como esbozo arriba, con la realidad tacaña, mezquina y aburrida) queda perfectamente disculpada. Y precisamente el que todos esos carácteres extraordinariamente acertados y oportunos al caso, que en el más habitual de los casos no coincidirían entre sí en el mismo escenario, por el contrario sí lo hagan en la obra cumbre de Dostoievski, eso plantea el asunto en su máxima amplitud y posibilidades y, por ello, en su versión más significativa, profunda, incuestionable y determinante.




Puente Kokushkin (antes «Santa Catalina») de San Petersburgo, punto de partida de la novela. 



Bien, ahora extendamos la razón por la cual esta novela me ha resultado tan influyente a pesar de que, lo digo ya, debo leérmela una o dos veces más en el futuro para empaparme debidamente de ella, pues bien supe antes ya de acabarla que en este tipo de obras una sola lectura es una entera frivolidad y, precisamente por ello, una tontuna irresponsabilidad (hace sólo una semana, de hecho, que la leí, y el recuerdo de su esencia en mi mente ya palidece seriamente, lo que no deja de ser algo preocupante).

En Crimen y castigo, se aborda la mayoría de mi problemática existencial. Veamos: si existen clases de hombres, si el fin justifica los medios, si la voluntad de poder que va más allá del bien y del mal es lícita o no. Además, está el extrañamiento del hombre moderno respecto a sus raíces, que se desvanecen; es las terribles consecuencias del nihilismo, un agujero deshumanizador e insaciable que consume, prácticamente, todo lo bueno que puede haber en un ser humano. No sólo eso, sino que alude a que ni siquiera la modernidad, el socialismo o la tecnología podrán curar o aliviar todo esto y lo que provoca. Dostoievski adivina magistralmente el total sinsentido, desesperanzador y pesadamente horrible, casi como un cáncer terminal que sólo presagia malas cosas, malísimas, al que va encauzado irremediablemente el hombre moderno, y esta misma sensación se solidificaría más tarde en autores como Kafka, Beckett o Camus y pienso que con indiscutible acierto. ¿Debemos encomendarnos pues a Schopenhauer y su doctrina de aniquilar a la voluntad, considerar su filosofía como la última "verdad" humana y ponerla en práctica e interiorización sin mayor dilación? ¿O bien hemos de superar al ser humano, que la modernidad ha evidenciado caduco, que no da más de sí, y adoptar la filosofía de Nietzsche, a saber, que el hombre no es un fin sino un mero puente hacia el superhombre?

La filosofía de Schopenhauer es momificadora, pero incita la pasmosa e incrédula reacción que provocan las verdades que pesan por su simple significado basado, sin embargo, en el más excelente, diáfano y preciso sentido común.

La filosofía de Nietzsche es sin embargo un heroico y aullante grito de vitalidad que da un puñetazo sobre la mesa y exige al hombre lo que es suyo: exige la inmortalidad, el poder a todo y de todo. Pero, ¿qué es lo primero que hay que acometer para tal embriagadora empresa? Paradójicamente, aniquilar a lo humano, destruir nuestra propia esencia para ascender a una condición extraordinaria. El problema de Nietzsche surge en el hecho de que dice la verdad –y los espíritus apasionados tenderán a correr hacia ella–, pero que en la realidad en la que vivimos, tal verdad es no solo insostenible sino impracticable por el ser humano y sus sociedades, y por ello los espíritus que acometen tal filosofía hasta el final, deberán casi por regla estrellarse estrepitosamente contra un sólido muro, reventándose muchos en el acto, ahogados en su propia sangre espiritual. Así pues, los hombres ambiciosos, que han nacido para creer en algo, que son apasionados, sensibles, que necesitan casi por definición llegar hasta el final, morir por su ideal: estos hombres se verán enfrentados a una sociedad que está muy lejos de cumplir sus exigentes expectativas, y terminarán volviéndose, de una manera más o menos violenta, contra ella; en la mayoría de los casos no a raíz de una cuestión vengativa, sino de desesperación, de una agonía producto de la más cruel ofuscación que, cuando siente que ya no puede cargar con más, solo anhela estrellarse y reventar contra lo primero que se le ponga por delante.

He aquí por qué me siento completamente identificado con la cuestión que plantea Dostoievski, y es que esa misma cuestión soy, sin ir más lejos, yo mismo. Yo "soy" Rodión Románovich Raskólnikov, y las divergencias que pueda haber entre nuestros caracteres radican, básicamente, en las diferencias en cuanto a nuestros contextos históricos y en cuanto a nuestras respectivas circunstancias vitales inevitables, con todas las variables que esto extiende siempre ante sí.




Residencia donde se sitúa a Raskólnikov en la novela.



Así, yo soy más tranquilo que Rodión, más cauto, más templado y razonable. Yo no estallaría como lo hizo él ni de la manera que lo hizo él. Pero, ¿por qué? Bien, lo dicho: precisamente las diferencias de nuestras respectivas circunstancias y lo que esto ha causado en nuestros desarrollos vitales y en nuestras perspectivas de futuro. Además, Rodión no conoce a ningún Nietzsche, ni tampoco, precisamente, a ningún otro “Rodión” que aparezca en alguna novela y que le advierta contra sí mismo.

Yo, quién sabe si me precipito y me equivoco, en la situación de Rodión habría "matado también a una vieja y asquerosa prestamista": podría haberme unido a una causa extremista, o haber cometido algún crimen de índole terrorista centrado en aquello que simbolice lo que más me repugnara de la sociedad en la que viviera, o introducirme en un círculo de "renovadoras" ideas, etcétera. O bien, como el protagonista de «Apuntes del subsuelo», habría sido insolente y visceral hacia las personas que trataran conmigo, y terminara finalmente colapsado y espiritualmente arruinado, roto por todas partes, deshecho, loco y desesperado. ¿Se canalizaría en un crimen, en un suicidio: no soy, en efecto, demasiado orgulloso como para suicidarme, exactamente igual que Raskólnikov?

Rodión y yo nos enfrentamos a lo mismo porque somos lo mismo. Somos orgullosos, altivos, imperiosos, desdeñosos, escépticos, emocionalmente sofisticados pero casi inaccesibles.

Si realizáramos un crimen, no sería desde un origen ciertamente maligno o corrosivo –al menos, entiéndase, de manera consciente–, sino por una cuestión ideológica, impulsada por un sentimiento de desesperación que se revuelve como un gusano cada vez más gordo en nuestras entrañas.

Somos modernos: ya no nos puede consolar, de ninguna de las maneras, Dios. Somos modernos: ya no nos puede consolar el código del guerrero, ya no podemos ser verdaderamente justos ni verdaderamente valientes, ya no podemos realizar gestas ni exigir honorabilidad de nuestros congéneres. Ya no hay nada, nada de nada, sólo buitres que buscan saciar su ruin mezquindad a base de más ruines mezquindades y de seres, más camellos que humanos, que aceptan ser cargueros sin cavilar por un instante su falta de gobierno sobre su propio timón. Almas obtusas a las que Nietzsche diría: «¿Por qué tan blandos? ¿Por qué tan poco destino en vuestra mirada, tanta predisposición a ceder, tanta negación y tanta renegación? ¿Y si no queréis ser destinos, más duros que el bronce, más nobles que el bronce; si vuestra voluntad no quiere sajar e imprimir su designio sobre el futuro como si fuera cera, cómo podríais, algún día, vencer conmigo?».

Rodión y yo somos inconformistas en la máxima expresión, pero inconformistas en una dirección fundamentalmente idealista. Nosotros nos decepcionamos ante lo poco que nos ofrece el mundo, es más, pronto advertimos todo lo que injustamente, precisamente por ello, nos arrebata, nos roba, humillándonos y destrozándonos en el proceso; nos sentimos, exactamente, desperdiciados, y de una manera que nos resulta absolutamente insoportable. También somos desdeñados, despreciados, pero no de manera racional, sino con el “instinto primario de la masa”, tal y como le ocurre a Ráskolnikov en la prisión de Siberia.

Así, al igual que Nietzsche, sentimos profunda añoranza, profunda necesidad de aquella época griega, aquella época de “odiseas e ilíadas”, en las que había un pueblo y una voluntad, un sentido del ser, un mundo muy grande que pudiera satisfacer nuestras enormes expectativas.

A pesar de su crimen, que la inmensa mayoría de la sociedad consideraría inmundo, incomprensible y profundamente detestable, Raskolnikov no es ninguna de esas cosas, no es verdaderamente malvado. Raskolnikov es el perfecto justiciero, es el OBSESIVO justiciero; necesita de un íntimo equilibro cosmológico que no existe en las sociedades humanas, que CORROMPEN las sociedades humanas. Raskolnikov ve la injusticia de sus congéneres, el mal del ser humano, y él se siente el único hombre del planeta, un auténtico alienígena que sufre recluido en una realidad asfixiante que no debiera ser.




Escaleras hacia el apartamento de la vieja prestamista.

Cometido su crimen –en una secuencia que literalmente me puso en el lugar del protagonista, las pulsaciones aceleradas–, Rodión ya no siente que deba andarse con dilaciones: trata al resto de los mortales como escoria, como piojos o medio-piojos, como estorbos constantes y pegajosos. Ha hecho algo “muy importante”, ha matado a una (dos) personas, y todo lo demás ya pierde enteramente su sentido respecto a esa cuestión, las prioridades de Rodión se establecen a partir de entonces en un estadio ajeno al resto de la humanidad, de ahí el continuo tozudo y torpe extrañamiento del resto respecto a él.

Rodión se da cuenta de que ha sido estúpido, de que su crimen ha sido un error, pero en ningún caso por el hecho de haber matado a la vieja, que bien puede «prescindir el mundo de su inmunda presencia», sino por el hecho de malgastar acción tan importante en un caso tan estúpido, que no lleva a ninguna parte, que no significa nada, que no se fundamenta realmente en ninguna cosa relevante.

Se da cuenta, así, de que fue una locura provocada por su desesperación. Él ya no soportaba más su mísera condición: alude a su precaria situación económica (y que por ello necesitaba el dinero de la vieja para acometer cuestiones realmente provechosas, acordes a alguien digno como él en contraste con la vieja, un piojo corrosivo que no merece su existencia), pero en realidad es un mero producto, un irremediable resultado de su inercia decadente provocada por su aguda desesperación existencial: nada en lo que creer, nada por lo que luchar y morir, sólo estúpidos ebrios de su estupidez que le causan la asfixia.

Él se llevaba ya mucho tiempo encerrando en su sótano, en su “tumba”, haciendo caso omiso a su deplorable situación, y si no fuera por la encargada de la vivienda de alquiler, que le trae en una gran muestra de generosidad y solidaridad la comida todos los días (a pesar de que él no paga a la patrona), que le despierta, que le pregunta y se preocupa por su estado, su estado sería aún, si cabe, más miserable.

No hay salida, el refugio no le basta más que para no vomitar al presenciar la repugnante realidad que discurre fuera de esa ratonera. Pero no puede ser así, él DEBE hacer algo, no hay otra posibilidad, hay que escapar de esa situación, de alguna manera pero, ¿cómo? Bien, crea una teoría, un boceto de lo que luego sería la voluntad de poder de Nietzsche, su superhombre y, por si fuera poco, su “más allá del bien y del mal” –Dostoievski lo adivina todo antes que él, ni más ni menos–, en base a la cual hay una mayoría de hombres ordinarios, que conforman “la masa”, cuyo mero fin es el de perpetuar y sostener a la especie, y que no pueden saltarse las leyes, su único fin es el de obedecer; y, por otra parte, una selecta cantidad de hombres extraordinarios, que si bien no han por pura definición por qué causar crímenes, sí que les es lícito hacerlo en aquellos casos en los que sea imprescindible en base a un bien mayor para el género humano. Aquí se define con total nitidez la eternamente discutida premisa de «el fin justifica los medios». ¿Pero están los fines a la altura de los medios o los medios a la altura de los fines? ¡Es imposible saberlo a ciencia cierta en casi cualquier caso! ¡Los desencadenantes en estos planteamientos son un terrible azar! ¿Pero es el propio Rodión alguien al que le sea esto lícito? ¿Está Rodya a la altura de sus medios…, están estos medios suyos a la altura de su fin, su fin mismo tiene algún sentido, alguna altura a tener en cuenta? ¿Cabe plantearse que Rodya no sea un hombre extraordinario? Lo sea o no lo sea, a él le sería imposible reconocer algo así, sería ABSOLUTAMENTE imposible siquiera planteárselo durante más de tres segundos seguidos.








No es que Rodya sea un incapaz, es que su circunstancia le ha llevado a cometer una acción propia de un incapaz, para luego verse a sí mismo terriblemente auto-castigado, auto-humillado, auto-perdido como retribución a tal acción innecesaria a causa de su propia raíz estúpida surgida, como ya hemos dicho, de la desesperación desencadenada por su asfixiante circunstancia.

Lo que sí pudiera ser cierto, es que Rodya NO FUERA LO SUFICIENTEMENTE destacable como para pertenecer, al menos plenamente, a una clase de hombres extraordinarios. La terrible verdad es que quizá Rodya no sea lo peor de entre lo mejor, como él mismo se considera; sino sólo lo mejor de entre lo peor. Esto podría bastar para hacer algo satisfactorio, pero en un criterio joven como el de Rodya esa línea es demasiado importante como para asumir sin más que está en el “bando perdedor”, en el bando de la rutinaria desesperanza y conformismo, por mucha vista privilegiada que pueda poseer, asomando su cabeza por encima de la de la mayoría: ¿para qué sirve ver la inmundicia desde un poco más arriba? ¡Para esto lo mejor sería ver igual que el resto! Y esto mismo piensa él en los capítulos finales, incluso desearía ser “alguien que se siente profundamente arrepentido, lo suficiente para suicidarse”; pero de nuevo chocamos contra la eterna paradoja que plantea excelentemente la novela: a él no le es lícito ser ni sentir así, él está en mitad de dos cosas, en tierra de nadie, solo, incomprendido, desesperado. Él es un renegado, y esto es algo que de una manera u otra siempre terminará siendo conflictivo y de desastrosos augurios.

Rodya es bastante guapo, pero no quiere saber nada de lo que Kierkegaard denominaría el «hombre estético»; de nuevo, Rodya es un justo radical y no tolera bajo ningún concepto los comportamientos ni los entes comediantes.

Rodya muestra gran entrega, precisamente en base a esa noción de justicia, ante determinados casos. Por ejemplo, no duda en salvar a unos niños de las llamas a expensas de sí mismo, también ayuda a un compañero de estudios enfermo de tuberculosis y, cuando muere, al padre de éste, al que lo mismo ocurre. Ayuda también a una joven que se halla borracha y de la que pretende aprovecharse un ruin individuo, da unas monedas a varias personas con las que se cruza a lo largo de la novela; siente total inclinación hacia su primera novia, fea y tullida pero justa e inteligente, y hacia su hermana, parecida en algunos puntos a él, y hacia Sónya, de la manera más relampagueante, pues en ella ve un ser en el que la injusticia se ha cebado de la manera más cruenta. Raskolnikov detecta a los “humillados y ofendidos” con nitidez y facilidad total y siente, en base a su concebir justo, que estos inocentes han de ser ayudados en la medida en la que él pueda hacerlo (a pesar de que el propio gesto de compasión le chirríe en su fondo de la misma manera en que le chirriaría a Nietzsche). Él detecta las almas puras e inocentes, y desea protegerlas, y detecta a las almas mezquinas y corrosivas, y desea erradicarlas: él ve lo que hay en un ser humano, y todo el valor o la falta de este que trae consigo. Todo lo que es falso, lo que es innoble, lo que es interesado le REPUGNA desde lo más hondo de su ser, y observa estos rasgos en casi todas las personas que le rodean de manera constante. 




Fiódor Dostoievski en 1872 (retrato por Perov).



La pasión, o más bien la exaltación, la idealización, la exacerbación de los sentidos y la enajenación extrema hacia el entorno es la que mueve a Raskólnikov, la necesidad punzante de creer en algo, de verse en algún sitio "digno" de él. Todo rasgo de estandarización, de mediocridad o cobardía es señalado, juzgado y apartado con rapidez. La salvación de Rodya comienza cuando se niega a sí mismo, cuando deja de ser el centro del mundo, cuando deja de ser una negra muralla defensiva, cuando aprende a amar, se deja amar. Cuando reconoce sus limitaciones.

Pero no termino –si es que debería– sin evocar el sueño –me sentí vivamente identificado con las emociones que despierta el simbolismo de la escena– de Raskólnikov con el caballo maltratado. Un episodio casi idéntico le sucede a Nietzsche en Turín. ¿Cómo ayudar a un ser lamentable, a un ser "prescindible", a un ser "esclavo" con semejante pasión instintiva? Se me ha entendido.


Breve reflexión actual:

Como los individuos como yo somos a la par niños y ancianos, altivos allá y coloquiales acá, fríos en esto y amigables en aquello, pacíficos en casi todo e intensamente belicosos en algunas circunstancias, afablemente flexibles ante algunos comportamientos y tajantemente inflexibles frente a otros, realistas con el ánimo fuerte y tremendamente idealistas en horas de debilidad o duda, arrogantes con aquellos y sencillos y fraternales con los otros, a paso militar –barbilla alta, hombros atrás– por las calles la mitad de las mañanas y lentos y extremadamente meditabundos en la otra mitad, que lloramos tanto viendo un caballero destruir veinte enemigos antes de caer como oyendo al papa hablando de caridad con una sencillez y honestidad arrebatadora, que cuando vemos que podemos no llevar razón se nos cae el corazón a los pies y el cerebro bulle frenético hasta la obsesión..., eso nos hace ser una mixtura tormentosa que quizá se pudieran ustedes imaginar si mezclaran en un mismo cuerpo a William Wallace y a San Francisco de Asís: vaya cóctel.

Creo que (y cada vez más) me conquista mucho más el corazón llorar con el papa que con la destreza marcial de un hombre enlatado, el abrir que el cerrar, el entender que el condenar. Si leo a Nietzsche o determinadas reflexiones pasadas como algunas del anterior análisis, no puedo evitar que "William Wallace" afirme satisfecho (y como Julian Sorel exclame «¡A las armas!», pero sin palabras). Lucho por disminuir mis mayores defectos: la soberbia, la displicencia y una clase muy especial de cinismo. Me recuerda un poco a la encrucijada de Jules Winnfield, el personaje de «Pulp Fiction» y, como él, verdaderamente "lo intento". Intento centrarme en San Francisco de Asís. «Ahí estás, atrévete a salir, no pasa nada», le digo a veces. Y que Nietzsche se planteara siendo joven estudiar teología no me resulta nada extraño.

Debemos empezar por aceptar nuestra insignificancia, y el ridículo que hacemos cuando nos las damos de jueces. No somos el centro del universo ni somos especiales en absoluto. ¡Ah! Cuánto cuesta ya no aceptarlo, sino pensar en ello un instante sin que nos entre cierto vértigo y el ego –la superflua voluntad– nos gire la cabeza para que posemos la mirada donde a él le conviene que se mantenga posada.


Conclusiones:

No cabe duda que se trata del mejor libro que he leído jamás. Dostoievski realiza con un lenguaje ágil algo inmensamente complejo y transcendente. No son frecuentes las novelas –ni siquiera algunas de las grandes realistas– acabar con la impresión colmada en dos sentidos: tanto satisfacción intelectual como de las pasiones del corazón.

Raskólnikov, un estudiante de derecho sumido en la miseria, decide acabar con la vida de una usurera maligna y mezquina por su dinero, pero lo que realmente busca desde el fondo de su espíritu es demostrarse a sí mismo lo siguiente: ¿es un hombre superior, con derechos aristocráticos? ¿Es alguien digno para un primer movimiento, una rueda que gira por sí sola? ¿Es un Napoleón, un César, un Khan? ¿O sólo es uno más, una masa automatizada, un peón sin talento, fuerza ni magnas aspiraciones?

«Crimen y castigo» es el dilema moral: ¿el fin justifica los medios? Es la lucha entre el bien y el mal: ¿ego mediante la soberbia o redención mediante la expiación? ¿El asesinato puede estar justificado en determinadas situaciones, en determinadas manos? ¿Hasta qué punto es aceptable el utilitarismo o, por el contrario, termina deshumanizando, enfriando: generando seres fantasmagóricos? ¿Cuáles son las consecuencias del nihilismo, sombra del hombre moderno? ¿Existen realmente "hombres superiores", hay mero rebaño a cargo de pastores con "derecho propio", voluntad de poder (y quién lo es y quién no, aún en el caso de que lo haya)? Este monumento literario contesta a todas estas preguntas de la máxima relevancia.

Todo ocurre como debiera y, aún así, queda extraordinario. Pareciera que cada proposición se acordara de todas las anteriores y conociera de antemano las siguientes, la armonía y el detalle, la credibilidad psicológica en cada personaje –hasta en cada gesto– es sencillamente insuperable. El que sienta afinidad hacia las ideas de Nietzsche (este libro puede interpretarse como una antítesis perfecta al espíritu nitzscheano), no puede evitar esta maravilla: aprenderá lo indecible.

Destacar a nuestro protagonista, ese intento de übermensch pseudofallido de Nietzsche, al cual aquí se adivina por completo; pero también a esa inolvidable e inmaculada Sonya –símbolo de la fe, el perdón, la esperanza–; a la "humillada y ofendida" Katerina Ivanovna, personaje desgarradamente universal; el diabólico caos psicológico de Svidrigailov; y también al agudísimo Porfiri Petrovich, que mantiene con Rodya el duelo dialéctico más genial que jamás haya leído. 

Virginia Woolf comentó sobre Dostoievski que «si acaso merece la pena leer a otro autor», y sin interpretarlo de manera estricta realmente esa es la sensación que deja. Conozco a personas que, después de leer a este literato, toda lectura posterior les pareció hasta cierto punto insulsa.

Me sentí poderosamente identificado con el protagonista. Este libro fue para mí la bendita apertura a un cambio en mi mentalidad, en la forma de ver el mundo y la existencia. Como a Raskólnikov, mi personalidad orgullosa, obstinada y renegada; mis sueños y mis afinidades siempre altivas y de portes caballerescas, "imperiales"; mi juicio ultrasensible e inmisericorde; mi corazón exaltado, torturado por su inconformismo radical; todo ello reforzado por mi pasión hacia la filosofía nitzscheana, me llevaba a una crisis espiritual, a una enajenación de los valores, de la moral: a pensamientos cada vez más lúgubres. Pero Dostoievski me salvó. Fue el primer fogonazo, la inspiración necesaria, el maestro sin el cual vagaba cada vez más perdido en la agónica tribulación. «Crimen y castigo» fue el primero en delatarme: «Eres un idealista, un irracional exaltado y caprichoso que se justifica cínicamente en una racionalidad en última instancia nada segura (precisamente viniendo de donde viene)».

Nietzsche, en su «Crepúsculo de los ídolos», tras criticar duramente a muchos hombres de diversas artes y ciencias muy influyentes, dijo sobre Dostoievski:

«Dostoievski, el único psicólogo, por cierto, del que yo he tenido que aprender algo: él es uno de los más bellos golpes de suerte de mi vida, aún más que el descubrimiento de Stendhal».

No se pueden imaginar lo significativa que es para mí esa línea y media. Raskólnikov, Sorel y Zaratustra, los tres personajes que más me han influido, que me representan íntegramente. Si os pasa lo mismo y aún no lo habéis hecho, por Dios: leed a Dostoievski. Digo más: pocas decisiones hay más acertadas, incluso son más necesarias que leer a Dostoievski. Zweig dijo que era «el mejor conocedor del alma humana de todos los tiempos» y no se queda corto ni un ápice.

Qué pasión, qué locura, qué transcendencia, qué siluetas más estremecedoras y, al fondo, la luz, la fe, la esperanza: la humanidad.

Pero no termino –si es que debería– sin evocar el sueño de Raskólnikov con el caballo maltratado. Un episodio casi idéntico le sucede a Nietzsche en Turín. ¿Cómo ayudar a un ser lamentable, a un ser "prescindible", a un ser "esclavo" con semejante pasión instintiva? Se me ha entendido.
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