viernes, 24 de abril de 2015

«Tartufo» de Molière.

Comedia magistral del genial comediógrafo, no le basta con legar el arquetipo del hipócrita, sino que en una trama dinámica y formalmente perfecta el lector asiste, su atención electrificada, a la cotidiana interrelación de los caracteres humanos con todas sus virtudes y defectos: idénticos hoy que hace trescientos años

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de breve reseña literaria.

El análisis no contiene spoilers, aunque se incluyen algunos fragmentos del libro a modo de complementar las explicaciones (tienen distinto margen, pueden saltarse si se prefiere). También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:

«Vuestro escrúpulo, en fin, es fácil de vencer: / estáis aquí segura de un secreto total. / El mal existe sólo en su divulgación. / El escándalo es el que crea el pecado, / pues pecar en silencio es como no pecar.»


Estamos ante una obra magnífica de uno de los mejores –si no el mejor– comediógrafos de la historia. Molière es un gran observador del espíritu humano, y aquí se demuestra con creces. Le costó Dios y ayuda sacar adelante a su Tartufo (como escribió en su prefacio: «Todos los personajes de que me he burlado: marqueses, preciosas, cornudos, médicos, han soportado mi burla. Los hipócritas, no»). Para los que alguna vez han pensado en la comedia como un arte de segunda cuyo fin esencial es el mero entretener –así era a grandes rasgos antes de la llegada de nuestro autor–, hallará en Molière una sorpresa mayúscula (aunque no debemos olvidarnos de autores anteriores, ahí está «El soldado fanfarrón» de Plauto o el «Eunuco» de Terencio).



Edición 2014 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).


Si Shakespeare nos hace un perfecto retrato del celoso en «Otelo» o de la pasión juvenil en «Romeo y Julieta», aquí Molière nos presenta al hipócrita con una desenvoltura y perfección tal que el personaje de Tartufo ha pasado a la historia como el arquetipo humano representante de tan bajos y sibilinos rasgos. Y, sea dicho, más allá de su hipocresía Tartufo destaca por contener toda la miseria del desalmado, que tan solo le preocupa ascender a costa de machacar vivos a los demás, y que no le importa a qué estética, organización o causa agarrarse si ella es la que le proporcionará sus ansiadas armas. En España y muchos otros países occidentales no resulta nada del otro mundo criticar a la Iglesia, incluso tiene un toque de rebeldía que atrae mucho a determinado sector; por ejemplo, son numerosos los grupos de rock o metal que han usado esto hasta la saciedad como atractivo comercial. En la época de Molière, en cambio, suponía una empresa enormemente arriesgada que podía costar toda una carrera, y quién sabe qué hubiera sido de él si no fuera el protegido del rey de Francia, Luis XIV. Hoy ocurre lo mismo pero a través de otras entidades. El tartufismo no solo hierve en el mundo empresarial, sino en organizaciones prácticamente sacrosantas y no precisamente por su devoción religiosa. ¿Quién se atreve a criticar a las feministas («¡Machista! ¡Opresor!»)? ¿Y a los homosexuales («¡Retrógrado! ¡Fascista!»)? Las primeras no se inmutan cuando un hombre recibe en un anuncio o una película un guantazo de una mujer («¡Se lo merece!»), pero si es al revés treparán el Everest, envueltas en llamas de ira e indignación. He aquí ejemplos de organizaciones que manifiestan en exceso una falta de equidad en el juicio y sin embargo son absolutamente intocables so pena de lapidación pública, pero luego están los individuos hipócritas en sí mismos (exactamente igual que como nos lo describe en determinado párrafo de «El pequeño héroe» Dostoievski). Un ejemplo que yo he observado personalmente: los voluntariados de gente joven. Un porcentaje nada desdeñable de ellos trataban como niños a los inmigrantes –se les veía muy contentos por el sentimiento de magnificencia que esto les producía–, muchos de los cuales más allá de no saber manejar un entorno informático tenían infinita más experiencia vital que los propios voluntarios. Voluntarios cuya eficiencia podía llegar a ser bastante discutible, al igual que su vocación. En grupos de reunión de jóvenes asistí pasmado a una serie de confesiones de caridad en las que el voluntario en cuestión se apresuraba a enumerar todas sus desinteresadas labores con una estúpida afectación, mientras pasaban olímpicamente de hablar de la gente a la que estaban ayudando. Cuando otro tenía mejor historial, el anterior acostumbraba a pronunciarse nuevamente para destacar el inefable progreso personal que su espontánea generosidad de carácter le concedían, haciendo caso omiso nuevamente de sí había logrado o no que progresaran a los que ayudaba y su respuesta al medio. No solo se buscaba descaradamente la mera autorrealización –NO la de los demás, a no ser que fuera solo una coincidencia que pendía de lo anterior–, sino que las tareas de voluntariado constituían un adorno estupendo que lucir ante conocidos y que podía provocar la suficiente admiración como para que se considerasen –eso sí, siempre muy modestamente– admirables. Así son también muchos periodistas que se unen a lo anterior –en el nombre del progreso, por supuesto– y que gracias a ello ganan en buena imagen (defendiendo acaloradamente, por ejemplo, el quitar las vallas de Melilla, pero sin tener ningún trato con los inmigrantes que lo están pasando mal en España). Podemos hablar también de determinadas corrientes urbanas –Molière las llamaría cábalas–, o individuos de buen ver por sus supuestas creencias –que defiende de palabra pero no mediante la práctica–, o de esos famosos multimillonarios que se hacen unas cuantas fotografías con niños africanos –en los Óscar actrices engalanadas con vestidos cuyo exobitado valor alimentaría a familias enteras; eso sí, en su visita a la India vestidas con trajes modestos para la ocasión, sin maquillaje, etcétera–, entre otros muchos ejemplos. Hay gente que está con lo que más vende. Tengo la firme convicción de que algunos de los que hoy desdeñan a la religión hace cuatrocientos años serían falsos devotos y adoctrinadores, y viceversa.


«TARTUFO [Al ver a Dorina habla en voz alta a Lorenzo, que está en el interior]. Apretad mi silicio con esas disciplinas, / y orad a Dios, Lorenzo, para que os ilumine. / Si viniesen a verme, he ido a repartir / entre los pobres presos las limosnas que tengo.
DORINA [Aparte]. ¡Cuánta baladronada y cuánta afectación!
TARTUFO. ¿Qué queréis?
DORINA. ¿Yo? Deciros...
TARTUFO [Sacando un pañuelo del bolsillo]. ¡Dios mío! Por favor. / Antes de hablarme, os ruego, coged este pañuelo.
DORINA. ¿Qué?
TARTUFO. Cubrid con él un pecho que yo no debo ver. / Por cosas semejantes las almas son turbadas, / en ellas despertando culpables pensamientos.
DORINA. Muy débil sois, señor, ante las tentaciones. / ¿Tanta impresión la carne hace en vuestros sentidos? / Cierto, no sé qué fuego a vuestro rostro asoma. / Pero yo a desear nunca estoy tan dispuesta, / y si de la cabeza a los pies desnudo os viera / no experimentaría la menor tentación.
TARTUFO. Poned en vuestras frases algo más de pudor / o ahora mismo me voy y os dejo el campo libre.
DORINA. No, soy yo quien dejaros tranquilo se propone, / pues sólo dos palabras tenía que deciros. / Va a venir la señora a esta sala de abajo / y os suplica la gracia de una breve entrevista.»



«Tartufo seduce a la esposa de Orgón» de Carl Heinrich Hoff.


La figura de Tartufo está a la orden del día, y en ella se acumulan muchas de las razones por las cuales los honestos caen en desgracia y los miserables ascienden como un cohete a reacción. En definitiva, por culpa de los tartufos decimos muchas veces que el mundo apesta. Pero no debemos olvidar que la figura es tan poderosa que sustenta un rasgo universal humano, y que todos estamos, en mayor o menor proporción y como diría Dorina en la obra, tartuficados. En efecto, la hipocresía se extiende hasta límites insospechados, y el más intachable ha cometido también alguna vez el error de emplearla, aunque sea inconscientemente. Y si hay algo que caracteriza a los grandes personajes de Moliére es que, aun creados hace más de trescientos años, son íntegramente aplicables al mundo actual. Es muy agradable para el lector sentir desde el primer momento la cercanía de unos personajes muy reales, nada distorsionados –rehuyendo así las facilidades de otros para hacer comedia–, a no ser pronunciados para hacer sus rasgos más evidentes al lector. Lo que se respira en la comedia del autor francés no es solo una dinámica mixtura de lucidez, ironía y arte, sino el hecho nada fácil de que represente la vida misma, con toda su espontaneidad e intriga, con todas sus maravillas y desgracias sin renunciar en ningún momento a la cotidianidad y sus problemáticas. Pues aunque sus comedias estén tejidas en torno al espíritu lírico, no por ello Molière abunda en lo incorpóreo o inefable, sino que se mantiene en los senderos terrestres que las personas pisamos día a día. Ello no quita que existan sentencias filosóficas o morales de la más respetable envergadura, o declaraciones puramente idealistas (aunque las proyecte con una intención, por ejemplo, de parodia, como la de Tartufo a Elmira o las confesiones entre Valerio y Mariana).

Molière hace un gran trabajo al plasmar la configuración psicológica de sus personajes, que desvelan no solo su genio sino una intensa labor previa de estudio. Orgón –personaje que interpretaba el propio Molière en su día– es el padre de la noble familia, que en el pasado fue leal servidor del rey y que, al ver en Tartufo un devoto excepcional, lo saca de la miseria y lo acoge en su casa como a un hermano. Orgón representa vivamente al hombre de buen fondo pero crédulo e irreflexivo, y lo demuestra por sus cambiazos y por su ánimo temperamental que sin embargo nunca llega a nada. Mientras que toda la casa detesta a un Tartufo que les corrige constantemente, que vive cual parásito y cuya falta de modestia delata su falsa devoción, Orgón, con esa ceguera del bonachón –nos recuerda un poco al Goriot de Balzac–, le mantiene en lo más alto.


«ORGÓN. Dorina... Por favor, cuñado, no os vayáis. / Esperad un momento a que me informe un poco / de lo que aquí ha pasado mientras he estado ausente. / ¿No ha habido novedad en casa estos dos días? / ¿Qué hace mi familia? ¿Están bien de salud?
DORINA. La señora, anteayer, tuvo bastante fiebre / y un dolor de cabeza poco frecuente en ella.
ORGÓN. ¿Y Tartufo?
DORINA. ¿Tartufo? Está estupendamente, / gordo como un cebón, fresco como una rosa.
ORGÓN. ¡Pobrecillo!
DORINA. A la noche la señora no pudo / ni bocado probar de la cena, a tal punto / su dolor de cabeza seguía atormentándola.
ORGÓN. ¿Y Tartufo?
DORINA. ¿Tartufo? Cenó solo ante ella, / y muy devotamente se zampó dos perdices, / la mitad de una pierna de cordero en gigote...
ORGÓN. ¡Pobrecillo!
DORINA. Madama pasó toda la noche / sin poder pegar ojo siquiera un momento / pues los escalofríos le impedían dormir / y hasta que amaneció tuve que estar con ella.
ORGÓN. ¿Y Tartufo?
DORINA. Acuciado por grata soñolencia / se marchó a su aposento al terminar la cena, / metiéndose en su cama calentita en seguida / y durmió como un tronco hasta el día siguiente.
ORGÓN. ¡Pobrecillo!
DORINA. Por fin, a fuerza de razones / logramos convencerla para que se sangrase / y al momento encontró gran alivio a su mal.
ORGÓN. ¿Y Tartufo?»

Con recursos como el anterior no solo el autor otorga dinamismo a la representación, atrapado la atención del publico entre ella y la comicidad que desprenden, sino que hace hincapié en el «¡Pobrecillo!» de Orgón de manera que se nos quede bien fijado en la mente, y así luego identifiquemos inmediatamente el «¡Pobrecillo!» de la irreverente Dorina en el acto V, duplicando de tal forma su acerada ironía (por no hablar, en la escena V del mismo acto, su: «Hacéis mal en quejaros; no debéis criticarle. / Lo que ha hecho confirma su piedad y su celo...»). Y con este ejemplo llegamos al siguiente punto: la estructura de la obra de Molière se caracteriza por su perfección formal y su equilibrio total. No hay momentos en los que el lector se disperse, y la intriga, aparentemente modesta en un inicio, va rápidamente cogiendo unas dimensiones que electrifican la atención del lector y que estallan en un final de infarto (para mí superior incluso al del «Edipo Rey» de Sófocles).

Que Molière sea uno de los grandes maestros de la sátira no implica que su obra sea ácida, cruel, pesimista hacia la condición humana o revanchista hacia sus ofensores (que no eran precisamente ni pocos ni de escaso poder). El autor demuestra optimismo hacia el ser humano y ridiculiza sus defectos no jactancioso sino con la intención de exponerlos argumentada y objetivamente y que gracias a ello la gente pueda aprender algo. No digo en ello que exista un objetivo educacional primordial, sino más bien una intención artística de retratar al ser humano, con sus defectos y virtudes sostenidos por el afable y positivo ánimo de la comedia. Moliére sabe que no existen los héroes sino los actos nobles; por ejemplo la elogiable lealtad de Valerio no le salva de sus mohines ridículos ante Mariana, ni la valentía de Damis le salva de su tosquedad, ni la bondad de Orgón le salva de ser un necio, ni la maña de Dorina la salva paradójicamente de cierta rusticidad, etcétera. Esta ecuánime noción de nuestra especie contribuye a que los personajes se ayuden entre sí –a veces con éxito y otras no–, y encajen como piezas de un rico mosaico. Así se aprecia en el siguiente fragmento, donde aparte de decirse verdades como templos, el lector observa que aunque sea Madama Pernelle (la madre de Orgón) la que está equivocada, no por ello es simplificada y sigue teniendo margen de razón («...sólo palabras vanas, cantos, frivolidades / de las que muchas veces el prójimo es el tema, / pues no hay bicho viviente al que no se critique.»):


«MADAMA PERNELLE. Cállate y reflexiona antes en lo que dices. / No sólo es él quien pone reparo a esas visitas. / Toda esa agitación que causan cuando vienen, / todas esas carrozas paradas en la puerta, / todos esos lacayos con sus ruidosas charlas / molestan con su escándalo a la vecindad toda. / Quiero creer que nada malo pasa en el fondo, / pero en fin, se murmura, y eso no está bien.
CLEANTO. ¡Cómo! ¿Queréis, señora, impedir que se hable? / Nuestra vida sería sin duda menos grata / si el temor de que puedan murmurar de nosotros / renunciar nos hiciese a nuestras amistades, / e, incluso si pudiéramos decidirnos a hacerlo, / ¿creéis que haríais así callar a todo el mundo? / No se le ponen diques a la murmuración. / No hay que hacer ningún caso de las habladurías. / Tratemos de vivir sin hacer daño a nadie / y que hablen los chismosos cuanto les venga en gana.
DORINA. ¿Dafne, nuestra vecina y su marido enano / serán los que hablan mal de nosotros acaso? / Aquéllos cuyos actos más se prestan a la risa / son siempre los primeros en criticar al prójimo. / Están siempre al acecho y captan al momento / la aparente señal del menor galanteo. / Corren a difundir la noticia gozosos / dándole la intención que quieren que se crea. / Con los actos del prójimo, de su maldad teñidos, / piensan justificar los suyos ante el mundo, / y esperan vanamente que cierto parecido / revista de inocencia sus más sucias intrigas, / o que caigan sobre otros algunos de los dardos / que sobre ellos dispara la pública opinión.
MADAMA PERNELLE. Todas estas razones no sirven para el caso. / Que una vida ejemplar lleva Orante, es sabido. / Sólo piensa en el Cielo, pero algunos han dicho / que reprueba la vida que se hace en esta casa.
DORINA. ¡Qué admirable el ejemplo! ¡Qué buena esa señora! / Es verdad que su vida es piadosa y austera, / pero ese ardiente celo se lo inspiran los años / y se sabe que es casta contra su voluntad. / Mientras pudo inspirar deseos y pasiones / gozó con profusión de todos sus encantos. / Pero al ver de sus ojos disminuir el brillo / al mundo que la deja pretende renunciar, / y de una gran cordura bajo el pomposo velo / de su usada belleza oculta los achaques. / Son las vicisitudes de las viejas coquetas: / ver que las abandonan los galanes les duele, / y en esas circunstancias su sombría inquietud / las vuelve virtuosas como último recurso, / y la severidad de estas hembras piadosas / censura cada cosa, sin perdonar ninguna. / Con altivez critican de los demás la vida, / pero no es por piedad, más bien es por envidia, / pues tolerar ni pueden que otras tengan los goces / de que la edad cruel las ha privado a ellas.
MADAMA PERNELLE. Eso son sólo cuentos para justificaros. / En vuestra casa, nuera, hay que cerrar el pico, / ya que sólo su dueña puede hablar todo el día. / Pero en fin, yo pretendo razonar a mi vez: / os digo que mi hijo no hizo nada más cuerdo / que acoger en su casa a ese hombre piadoso / que el Cielo le envió cuando más falta hacía / a fin de enderezar vuestras almas torcidas. / Sólo por vuestro bien le debéis escuchar / ya que sólo reprende lo que hay que reprender. / Todas esas visitas, bailes, conversaciones, / no son más que invenciones del espíritu malo. / Jamás allí se escucha una frase piadosa; / sólo palabras vanas, cantos, frivolidades / de las que muchas veces el prójimo es el tema, / pues no hay bicho viviente al que no se critique. / Y en fin vuestros vecinos creen volverse locos / con tantas diversiones y saraos como dais. / Toda clase de chismes en ellos se originan, / y como el otro día muy bien dijo un doctor, / vuestra casa parece la Torre de Babel / en donde todo el mundo habla sin ton ni son. / Mas, volviendo a la historia de que antes os hablaba... [Señalando a CLEANTO.] ¡Pero ved al señor que ya empieza a burlarse! / Volved con vuestros locos ya que tanto os divierten. [A ELMIRA.] Nuera, quedad con Dios, no quiero decir más. / Sabed que mi opinión de esta casa ha cambiado / y no pondré los pies en ella en mucho tiempo. [Le da una bofetada a FLIPOTA] ¡Espabila, atontada! ¡Deja de papar moscas! / ¡Idiota, te tendré que zurrar la badana! / ¡Ve adelante, marmota!...»



Jean-Baptiste Poquelin (Molière), 1622-1673.


Lecturas como la presente enriquecen particularmente el mundo interno y la propia percepción del lector, pues enseñan de forma muy nítida el semblante de nuestra especie. Yo, una persona que, como Holden en «El guardián entre el centeno», siempre he sentido grima ante los actos y las personas hipócritas (aunque hago hincapié en el hecho paradójico de que todos estamos en cierta medida "tartuficados"), agradezco en el alma el fenomenal trabajo que nos ha legado el autor, aun a expensas de sí mismo, pues siempre han tenido los hipócritas, por su astucia y su elaborado sentido de la estética conveniente, una posición social y un peligro incomparables. Éstos hipócritas, que en su día hirvieron como una olla a presión al reconocerse –y sobre todo al verse delatados, desenmascarados–, han tenido que aguantarse ante su propio reflejo (aunque éste no les resulte demasiado preocupante, sino, insisto, más bien el hecho de que el resto se dé cuenta de lo que son), que aquí halla su máxima expresión. Así durante los últimos siglos y ya, esperemos, para siempre. Ojalá les sirva a ellos para replantearse ciertas cuestiones, a pesar de que el nivel de falsedad y parasitismo de algunos esté tan desbordado y seguro de sí mismo que, al ser hipócritas incluso consigo mismos, escapan de toda posibilidad de autocrítica, y achacan gustosamente los defectos de un Tartufo a otros (por ejemplo, observan una mera crítica a la Iglesia, y no van más allá ni se dan por aludidos). Para ellos y para cualquier lector, se trata la presente de una lectura imprescindible.


Conclusiones:

«Tartufo», obra que generó gran revuelo en su tiempo y que costó mucho al autor estrenar íntegra y con todos los permisos, nos muestra los rifirrafes que se producen en una rica familia a causa de Tartufo, arquetipo universal del hipócrita: falso devoto, soberbio y arribista al que todos detestan menos Orgón, el padre de familia, honesto pero torpe y crédulo. La devoción de Orgón hacia Tartufo es tal que lo idolatra y lo mantiene en su casa bajo todos los honores para indignación de los demás. Pero será su decidida intención de casarle con su hija, la sumisa Mariana, en detrimento de su prometido Valerio, la que activará toda la maquinaria familiar produciendo una serie de intrigas que ascienden progresivamente el interés del lector hasta un final que es frenético e inolvidable.

Formalmente la obra alcanza la perfección, con unos cinco actos completamente equilibrados y un contenido estructurado en base al lirismo pero apostando siempre por la cotidianidad mucho antes que por lo idealista, sublime, inalcanzable. Y es precisamente el que identifiquemos plenamente a los personajes de Molière como seres reales, con virtudes y defectos que reconocemos constantemente en nuestro día a día, lo que hace especialmente práctica y deleitosa su lectura. Asimismo, es una de las causas que aportan a la comicidad de las escenas, pues la risa surge de dicha identificación conjugada con las malinterpretaciones mutuas, la ironía o el involuntario patetismo de los personajes, cuyos defectos son satirizados mediante el enfoque pero nunca distorsionados.

El genio de Molière se refuerza con un gran estudio de los personajes, que adquieren una configuración psicológica muy detallada y acertada, y que no pueden ser héroes en la medida en que todo humano posee imperfección, pero sí pueden brillar en sus decisiones. Así, Valerio es leal pero también desmañado, Orgón es bonachón pero también necio, Mariana es recta pero también cobarde, Damis es valiente pero también atolondrado, Dorina es generosa pero también tosca, Elmira es virtuosa pero también pasiva... Está claro que Molière nos hace mucho antes una artística exposición del alma humana que un tratado educacional, pero no por ello vamos a aprender precisamente poco de sus obras.

domingo, 12 de abril de 2015

«Noches blancas» de Dostoievski.

Hermoso relato del primer Dostoievski, influenciado por el Romanticismo, en el cual un joven solitario, tímido y soñador conoce casualmente a una muchacha afable pero triste; de sus cómplices paseos surgirá el símbolo de lo bello y fugaz que es recordado por siempre

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de breve reseña literaria.

El análisis saca a la luz los hechos de las primeras páginas del relato a modo de situar a sus personajes en contexto, y, a partir de ahí, comentar sus particularidades psicológicas sin desvelar puntos clave de la trama y empleando el lenguaje con cuidado. Si aún con eso el lector se mostrara reticente a que se le le revele un solo hecho, recomiendo que se traslade directamente a la conclusión antes citada.

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

Para leer mi opinión sobre la versión cinematográfica de 1957 del director Luchino Visconti, hacer clic aquí.

La primera imagen corresponde a la edición del libro que he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:

«Era una noche maravillosa, una de esas noches, amable lector, que quizá sólo existen en nuestros años mozos. El cielo estaba tan estrellado, tan luminoso, que mirándolo no podía uno menos de preguntarse: ¿pero es posible que bajo un cielo como éste pueda vivir tanta gente atrabiliaria y caprichosa? Ésta, amable lector, es también una pregunta de los años mozos, muy de los años mozos, pero Dios quiera que te la hagas a menudo.»

Así comienza esta historia, cuyo espíritu Dostoievski nos anticipa aun antes con la bella y evocadora cita de Turgenev: «¿O fue creado para estar siquiera un momento en las cercanías de tu corazón?». «Noches blancas» es para muchos el mayor exponente del Dostoievski influenciado por el Romanticismo, antes de la publicación de sus obras maestras y, por supuesto, antes de ser condenado a muerte, y que esta condena se sintetizara finalmente en cuatro años de trabajos forzados en Siberia y cinco más de servicio militar. La presente edición contiene un total de tres relatos que sirven para que nos demos cuenta del carácter del Dostoievski de esta etapa primeriza de la que hablamos. Si en «Noches blancas» el sentimentalismo es diáfano, en «El pequeño héroe» –escrito estando recluido a la espera de la sentencia– se rebaja ligeramente y en «Un episodio vergonzoso» –escrito tras su infausta década– el cambio de designio es obvio.



Edición 2012 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).


Este relato fue lo primero que leí de Dostoievski (ya quedé impresionado por su facilidad para retratar el alma humana) y una de las primeras obras clásicas por las que me decidí empezar. Fue ya hace algunos años –cómo pasa el tiempo–, y tenía ganas de releerlo para contrastar y dar aquí mi opinión. Si la primera vez me fijé más en el romance –si se puede llamar así– en cuestión, esta segunda he valorado en mayor medida la genial descripción que se hace del soñador –a la altura de la risueña evanescencia de las imágenes de Chagall–, tal y como iré comentando. De hecho, «Noches blancas» lleva consigo el subtítulo de «Novela sentimental (recuerdos de un soñador)», que si bien no es tan mágico como el título, sí es más esclarecedor. Sin embargo, antes que nada quiero aprovechar para elogiar y comentar la fotografía escogida para la cubierta del libro (detalle de «Mujer susurrando al oído de un hombre», de Phil Borges), pues creo que calca la esencia del relato. Ensalzada por la magia inextinguible de la imagen acromática, una mujer y un hombre posan en íntima interacción. Los sugerentes labios femeninos articulan con la suavidad característica del susurro, mientras que su mano apoyada en el hombro de él delata interés casi apremiante (por tanto, probablemente espontáneo). Él demuestra lo mismo por su parte, porque se inclina hacia ella. El que no se vean apenas los rostros favorece enormemente a la universalidad de la imagen y, por tanto y sobre todo, a que el espectador se sienta identificado con el símbolo que manifiesta. Sin embargo, lo que más sugestiona al corazón es la cercanía que hay entre los labios y el oído, apenas un centímetro. A esa distancia se percibe tanto el aliento como el calor, el compás de la respiración, y las palabras reverberan de una forma que recuerda al ensueño saturado con el vibrante estímulo de la cercanía. Además, el aparente fulgor que hay entre ellos –aparte de la iluminación que reciben en zonas concretas de la piel–, al fondo, nos puede hacer imaginar variados escenarios: una farola en la calle nocturna, la lámpara en la mesa de una habitación..., algo que en general se me representa onírico y melancólico. Si la añoranza es normalmente somnolienta de tanta tristeza, difusa y por tanto imprecisa, aquí es como si enfocáramos nítidamente sobre la belleza perdida, de manera que podemos recrearnos fácilmente en el sentimiento. Es un verdadero beso, en cierto modo más poderoso y bello que el propio beso convencional: es un beso vertido en el susurro y la llama que en él, sin duda, habita. Podemos incluso imaginárnoslos un instante después el uno apoyado sobre el otro, las cabezas juntas, mirando al horizonte. Y en «Noches blancas» vemos, en efecto, reproducidos este tipo de sentimientos.


El relato se divide en cuatro noches (en la segunda se incluye la "historia de Nastenka") y una "mañana" tras ellas a modo de breve culminación. La historia está protagonizada por un hombre anónimo que es asimismo el que la transmite como narrador equisciente. Se trata de un individuo sencillo y de escasa renta que vive su existencia en la ensoñación. Lleva ocho años residiendo en Petersburgo y no ha conocido a nadie. Lo que más anhela es terminar de trabajar para dar sus paseos por la ciudad. Le gusta pensar que aunque la gente no le conozca, él sí los conoce a ellos, y que quizá eso sea una extraña clase de amistad. Se fija en todos y, según la expresión de sus rostros y su porte, les imagina una vida, sus problemas y sus alegrías. Incluso las casas de la ciudad son afables compañeras suyas, y las saluda en su interior cada vez que se las cruza. En el día que comienza su relato está un poco triste porque mucha gente se ha ido de Petersburgo a pasar sus vacaciones en residencias campestres. Es ésa la clase de soledad que no aguanta. Si todo el mundo desaparece, sus imaginaciones languidecen y se evaporan («Nadie, sin embargo, absolutamente nadie me invitaba. Era como si se hubieran olvidado de mí, como si efectivamente fuera un extraño para todos»). Como seguramente habrá ocurrido a todos en alguna ocasión, su ensimismamiento le hace perder la noción de la realidad y acaba en las puertas de la ciudad, donde, de súbito, recobra su vitalidad y su buen ánimo, rodeado de naturaleza y de ocasionales paseantes.

«Hay algo inefablemente conmovedor en nuestra naturaleza petersburguesa cuando, a la llegada de la primavera, despliega de pronto toda su pujanza, todas las fuerzas de que el cielo la ha dotado, cuando gallardea, se engalana y se tiñe con los mil matices de las flores. Me recuerda a una de esas muchachas endebles y enfermizas a las que a veces se mira con lástima, a veces con una especie de afecto compasivo, y a veces sencillamente no se fija uno en ellas, pero de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, sin que se sepa cómo, se convierten en beldades singulares y prodigiosas. Y uno, asombrado, cautivado, se pregunta sin más: ¿qué impulso ha hecho brillar con tal fuerza esos ojos tristes y pensativos?, ¿qué ha hecho volver la sangre a esas mejillas pálidas y sumidas?, ¿qué ha regado de pasión los rasgos de ese tierno rostro?, ¿de qué palpita ese pecho?, ¿qué ha traído de súbito vida, vigor y belleza al rostro de la pobre muchacha?, ¿qué la ha hecho iluminarse con tal sonrisa, animarse con esa risa cegadora y chispeante? Mira uno en torno suyo buscando a alguien, sospechando algo. Pero pasa ese momento y quizás al día siguiente encuentra uno la misma mirada vaga y pensativa de antes, el mismo rostro pálido, la misma humildad y timidez en los movimientos; y más aún: remordimiento, rastros de torva melancolía y aun irritación ante el momentáneo enardecimiento. Y le apena a uno que esa instantánea belleza se haya marchitado de manera tan rápida e irrevocable, que haya brillado tan engañosa e ineficazmente ante uno; le apena el que ni siquiera hubiese tiempo bastante para enamorarse de ella...»


«Stirb nicht vor mir» de Rammstein.


Así, termina volviendo cuando ya es de noche. Hay que aclarar que esas noches del relato son todas "blancas", es decir, que están dominadas por el fenómeno atmosférico que se da tanto en Rusia como en otras zonas polares durante las últimas semanas de junio y que provoca que la noche tarde en aparecer y que, cuando lo hace, no termine de ser oscura, sino entre grisácea y pálida (de ahí que la metáfora del título sea doblemente bella y significativa en la obra). Con el ánimo crepitante («Iba cantando, porque cuando me siento feliz siempre tarareo algo entre dientes, como cualquier hombre feliz que carece de amigos o de buenos conocidos y que, cuando llega un momento alegre, no tiene con quién compartir su alegría»), va por el muelle del canal cuando le ocurre «la aventura más inesperada». Una joven está apoyada en la barandilla del muelle, vestida con un chal negro y un sombrero amarillo, de tez morena y cabellos oscuros. Al pasar junto a ella –con «el corazón al galope», como siempre ocurre a estas amables personas en semejantes circunstancias–, la escucha llorar y se gira para decirla algo, pero ella se marcha y se termina cambiando de acera. Un borracho la persigue con dudosas intenciones («¡Oh, caballero importuno, cómo te di las gracias en ese momento!») y nuestro protagonista le amenaza con su bastón hasta disuadirlo, lo que dará lugar a la relación con la muchacha. Y es ésta una relación singular. Las posibilidades de que un hombre como el protagonista pueda llamar la atención de una mujer son más bien escasas (por no decir remotas). Sin embargo, resulta que la chica tan solo tiene diecisiete años, es huérfana y vive supeditada a su abuela ciega, que la ata a sí misma con un imperdible para que no escape. Además, siente una gran aflicción que desvelará cuando le cuente su historia al protagonista. Es una chica ingenua que vive de la pobre renta de su abuela, que está sola en el mundo. Así pues, justo en este caso la relación es posible. Pero con "relación" no quiero decir –o interpretarlo como– romance, sino más bien amistad con matices de lo anterior. A sus veintiséis años, el protagonista jamás había tenido la suerte ni el carácter para lograr un vínculo semejante, que le saca de sus ensoñaciones para entrar en contacto con la realidad: su sueño se ha hecho real, al menos por unos momentos, durante unas pocas noches blancas.
«–Pues sí. Por el amor de Dios, sea usted buena. Juzgue de quién soy. Tengo ya veintiséis años y nunca he conocido a nadie. ¿Cómo puedo hablar bien, con facilidad y buen sentido? Mejor irán las cosas cuando todo quede explicado, con claridad y franqueza. No sé callar cuando habla el corazón dentro de mí. Bueno, da lo mismo. ¿Puede usted creer que nunca he hablado con una mujer, nunca jamás?, ¿que no he conocido a ninguna? Ahora bien, todos los días sueño que por fin voy a encontrar a alguien. ¡Si supiera usted cuántas veces he estado enamorado de esa manera!
–Pero, ¿cómo? ¿De quién?
–De nadie, de un ideal, de la mujer con que se sueña. En mis sueños compongo novelas enteras. Ah, usted no me conoce. Es verdad que he conocido a dos o tres mujeres; otra cosa sería inconcebible, pero ¿qué mujeres? Un especie de patronas... Pero voy a hacerla reír, voy a decirle que algunas veces he pensado en entablar conversación en la calle con alguna mujer de la buena sociedad. Así, sin cumplidos. Claro está que cuando se halle sola. Hablar, por supuesto, con timidez, respeto y apasionamiento; decirle que me muero solo, que no me rechace, que no hallo otro medio de conocer a mujer alguna, insinuar incluso que es obligación de las mujeres el no rechazar la tímida súplica de un hombre tan infeliz como yo; y que, al fin y al cabo, lo que pido es sólo que me diga con simpatía un par de palabras amistosas, que no me mande a paseo desde el primer instante, que me crea bajo palabra, que escuche lo que le digo, que se ría de mí si le da gusto, que me dé esperanzas, que me diga dos palabras, tan sólo dos palabras, aunque no nos volvamos a ver jamás. Pero usted se ríe... Por lo demás, hablo sólo para hacerla reír...»



«Envío en el Clyde» de Atkinson Grimshaw.


Este tipo de hombres están condenados a sufrir toda su vida. A la mayoría de las mujeres les resulta patético (y por mucho que añadan «Ay, me da mucha penita» no dejan de parecerles patéticos). Luego existe otro porcentaje no desdeñable de las que saben usar ese carácter entregado para su propio beneficio. No es infrecuente encontrar a hombres tímidos junto a cuervos u ogros que les llevan atados del cuello de allí para allá, explotándolos sin tenerlos aprecio más allá del valor utilitario que puedan poseer. Finalmente, hallamos una minoría –casos que se dan sobre todo entre las chicas jóvenes, y más concretamente cuando se sienten desamparadas, como en la presente historia– que les despierta un sentimiento de piedad que a veces puede llegar a la ternura, una especie de réplica a menor escala del instinto maternal, y se hacen amigas suyas (porque más allá de eso, entre difícil e imposible). Aquí nuestro hombre tímido halla la oportunidad de convertirse en lo que hoy conocemos como "pagafantas", es decir, aquel que suspira por una mujer que solo le trata como amigo (a saber: un oído incondicional que escuche toda su rutina y le de consejos), y que se frustra cada vez más al ser incapaz de despertar un sentimiento más profundo en ella. ¿Y por qué esta frustración? Porque no entiende cómo sus incansables esfuerzos, su dedicación férrea, su carácter desinteresado y honesto no valen para que ella le elija. ¡Qué poco conocen estas cándidas, inofensivas almas a las mujeres! Se dejan engañar por el espíritu caballeresco, por el romanticismo de las novelas, y el mundo real les resulta así un hostil y tacaño desconocido que se comporta de forma ilógica e injusta. Es para estos hombres para los que va como anillo al dedo –de hecho es el único anillo que con frecuencia podrán sentir a lo largo de sus vidas– aquella frase del «Así habló Zaratustra» que dice: «El amor de la mujer es injusto y ciego respecto a lo que no ama». Es cierto que la mayoría de los hombres aprenden durante su adolescencia y juventud y se "rectifican" a tiempo –en caso que su carácter lo hiciera necesario–, y pueden apostar por la frialdad y la resignación. Pero no menos cierto es que algunos se preservan llevado consigo su espíritu fantasioso, sus aspiraciones irrealizables, dentro de su cabeza y abrigando con cierta tibieza a su corazón. A ellos –los llamados «raritos» o «freakys», que son paradójicamente los que poseen a veces el mejor fondo– va especialmente dedicada esta historia de Dostoievski, y dice mucho de él que supiera ver el alma de este arquetipo, que en los registros artísticos les haya legado semejante consuelo (agridulce, pero consuelo a fin de cuentas). Y es el que yo tuviera un carácter muy similar al del protagonista desde mi infancia hasta los trece o catorce la causa de que me proporcione una mezcla de satisfacción cómplice y esa postura de agriada e instintiva protesta que empuja a uno a la protección de un inocente.

La muchacha se llama Nastenka («Lo que oye usted, Nastenka (me parece que no me cansaré nunca de llamarla Nastenka)»). Su mente es más básica que la del protagonista, y, sobre todo, mucho menos imaginativa. No posee mal carácter, y parece mucho antes una niña presa de la desesperación que una manipuladora. Pero lo que sí está claro es que trabaja a dos bandas. Llega el punto en que deja traslucir el hecho de que –hablo en sentido figurado para no llegar al spoiler– le es secundario adquirir un Ferrari que un Renault con tal de que uno de los dos coches funcione y ella pueda usarlos para transportarse (cuando la necesidad aprieta...). Pero aún así termina conservándose en el recuerdo como lo que ya se ha comentado: una joven inocente y oprimida que no encuentra salida a su situación. Tanto la relación como los dos personajes nos recuerdan en medida no desdeñable al Werther y la Carlota de «Las penas del joven Werther» de Goethe, pero en el presente son más urbanos –o identificables– y sus sensibilidades se mantienen dentro de lo realista, como mucho llegando a cierta grandilocuencia pero sin penetrar en la febril exaltación.

En cuanto al espíritu del soñador al que aludía al principio, decir que en esta ocasión me vinculé con sus precisas y apasionadas descripciones hasta la euforia (gracias en gran medida a que estaba bajo los efectos de la melancolía en aquél momento). El retrato que se hace de esta entrañable y mística figura corresponde al mío cuando iba al colegio, y al de innumerables individuos más que han hallado en la fantasiosa vinculación de detalles cotidianos una forma de hacer la realidad al menos soportable. Creo que el lector se recrea casi siempre en ese mismo juego: el que las novelas resulten divertidas se debe a que tienen un elevado valor evasivo, a que genera realidades alternativas que dulcifican el espíritu. Como dice Borges en sus «Ficciones»: «Afirmaba también que de las diversas felicidades que puede ministrar la literatura, la más alta era la de la invención. Ya que no todos son capaces de esa felicidad, muchos habrán de contentarse con simulacros». En la mente del protagonista de «Noches blancas» todo es un simulacro, hasta que la lenta y amarga marea de la noción de la vida no vivida («Ahora más que nunca sé que he malgastado mis años mejores») le va llenando –sin prisa pero sin pausa– su estómago de salada amargura. Si el «Fausto» de Goethe quedó anquilosado en el conocimiento, el protagonista de «Noches blancas» nota verdear el cieno en su estanque de fantasía, otrora cristalino y aparentemente inagotable («aunque no prevé que también para él acaso sonará alguna vez la hora fatal en que por un día de esta vida miserable daría todos sus años de fantasía»). Pero mientras que Fausto es un símbolo lírico dramático del hombre enfrentado a la acción, nuestro protagonista es un hombre tímido que vive en el mundo real, y a partir de ahí observa paralizado su declive. Sin embargo, no hay que llegar a la extrema soledad del protagonista para que muchos sientan en sus carnes su problemática. Casado o soltero, licencioso o responsable, inmoral o moral, al final el arrepentimiento siempre está ahí, una inevitable noción de que, se haga lo que se haga, siempre se ha perdido el tiempo (como bien nos muestra Baudelaire en sus «Flores del mal»), y más concretamente la dulce juventud. El "tipo" –como se él denomina a sí mismo– de humano que hay en este relato lo encumbra Dostoievski en el príncipe Myshkin de «El idiota», almas nobles que, paradójicamente, suelen recibir de los demás una de cal y otra de arena, mientras que parejamente son esquivados por casi todos los fuegos de la vida embriagándose de azul –en el mejor de los casos– o de gris –la mayoría de las veces. Son, por cierto, muchas las canciones que nos recuerdan a estas personalidades (a mí ahora se me ocurren «Darkness» de Lacrimosa, «Marooned» de The Gathering y la perfecta «Stirb nicht vor mir» de Rammstein que arriba enlazo), como he dicho identificables: la necesidad de compañía y la sensación de abandono está anexionada a la vida humana de forma ineludible. Aunque el fragmento en que el soñador queda retratado es demasiado extenso como para plasmarlo aquí entero, sí quiero transcribir una dorada muestra:
«–(...) Sí, Nastenka, nuestro héroe se engaña y cree a pesar suyo que una pasión genuina, verdadera, le agita el alma; cree a pesar suyo que hay algo vivo, palpable, en sus sueños incorpóreos. ¡Y qué engaño! El amor ha prendido en su pecho con su gozo infinito, con sus agudos tormentos. Basta mirarle para convencerse. ¿Querrá usted creer al mirarle, querida Nastenka, que nunca ha conocido de verdad a la que tanto ama en sus sueños desenfrenados? ¿Es posible que tan sólo la haya visto en sus quimeras seductoras, que esta pasión no sea sino un sueño? ¿Es posible que, en realidad, él y ella no hayan caminado juntos por la vida tantos años, cogidos de la mano, solos, después de renunciar a todo y a todos y de fundir cada uno su mundo, su vida, con la vida del compañero? ¿Es posible que en la última hora antes de la separación no se apoyara ella en el pecho de él, sufriendo, sollozando, sorda a la tempestad que bramaba bajo el cielo adusto, e indiferente al viento que barría las lágrimas de sus negras pestañas? ¿Es posible que todo esto no fuera más que un sueño? ¿Lo mismo que ese jardín melancólico, abandonado, selvático, con veredas cubiertas de musgo, solitario, sombrío, donde tan a menudo paseaban juntos, acariciando esperanzas, padeciendo melancolías, y amándose tan larga y tiernamente? ¿Y esa extraña casa linajuda en la que ella vivió tanto tiempo sola y triste, con su marido viejo y lúgubre, siempre taciturno y bilioso, que les causaba temor, como si fueran niños tímidos que, tristes y esquivos, disimulaban el amor que se tenían? ¡Cuánto sufrían! ¡Cuánto temían! ¡Cuán puro e inocente era su amor! Y, por supuesto, Nastenka, ¡qué aviesa era la gente! ¿Y es posible, Dios mío, que él no la encontrara más tarde lejos de su país, bajo un cielo extraño, meridional y cálido, en una ciudad maravillosa y eterna, en el esplendor de un baile, en medio del estruendo de la música, en un palazzo (ha de ser un palazzo) visible apenas bajo un mar de luces, en un balcón revestido de mirto y rosas, donde ella, reconociéndole, al punto se quitó el antifaz y murmuró: "¡Soy libre!". Y trémula se lanzó a sus brazos. Y con exclamaciones de éxtasis, fuertemente abrazados, al punto olvidaron su tristeza, su separación, todos sus sufrimientos, la casa lúgubre, el viejo, el jardín tenebroso allí en la patria lejana y el banco en el que, con un último beso apasionado, ella se arrancó de los brazos de él, entumecidos por un dolor desesperado... Convenga usted, Nastenka, en que uno queda turbado, desconcertado, avergonzado, como chicuelo que esconde en el bolsillo la manzana robada en el huerto vecino, cuando un sujeto alto y fuerte, jaranero y bromista, su amigo anónimo, abre la puerta y grita como si tal cosa: "Amigo, en este momento vuelvo de Pavlovsk". ¡Dios mío! Ha muerto el viejo conde, empieza una felicidad inefable... y, nada, ¡que acaba de llegar alguien de Pavlovsk!»



«Sobre el pueblo» de Chagall.


El día abre con hermosa carga simbólica el sugestivo final. «Mis noches terminaron con una mañana», nos dice al empezar el que ya sea quizá incluso un amigo del lector. Y es que la soledad lleva a proyectos como el que finalmente se desvela (yo mismo hice algo similar en su día). La fantasía pierde su fuerza, y son los aisladísimos estímulos que recibe el hombre mudo y torpe por fuera y creativo y apasionado por dentro los que se erigen como baluartes esplendorosos que el tiempo deja cada vez más y más atrás, hasta que se convierten en brillos difusos de tanta visión y revisión. Parecen unirse a las estrellas que a nuestras espaldas iluminaron nuestros primeros años, y de repente se antojan igual de lejanas e inalcanzables que éstas, y el haberlas palpado en un tiempo pasado supone el máximo y único consuelo del soñador, que en su angustia prefiere exagerar su experiencia y expandirla a leyenda venerable, más sagrada a cada año que pasa. Pues los estímulos parecen poseer la tendencia de esquivar a la vejez, y el que ya tenía poco pronto se ve sin nada, y la necesidad le lleva a opinar que lo poco que perdió fue rico e inefable. Podemos ganar mucho en raciocinio y posición, pero siempre se tiene el firme sentimiento de que sólo se ha vivido cuando se ha amado.


Conclusiones

Relato del Dostoievski aún no marcado por su trágica experiencia en Siberia e influenciado por el Romanticismo que nos sitúa en la perspectiva de un hombre tímido y soñador –asimismo narrador equisciente– que comienza a sus veintiséis años a notar amargamente su estancamiento y el efecto del tiempo y, sobre todo, la noción de que nadie le va a amar, y que le espera una vida oprimida bajo el cielo gris y lluvioso de la melancolía. Pero la suerte acudirá a él de improviso gracias a un oportuno incidente. Conocerá a la joven e ingenua Nastenka, que también siente a su modo pérdida, estancamiento y soledad.

La configuración psicológica del soñador, del individuo sensible y solitario que vive en sí mismo y que con la fantasía remeda la realidad para hacerla soportable queda aquí perfectamente plasmada, sobre todo en determinado soliloquio. El lenguaje empleado para hacérnoslo llegar es muy sencillo, y Dostoievski presta atención a los intercambios rápidos, las interrupciones mutuas, las dudas, las risas, los cambios de opinión para dar entera verosimilitud a la naturalidad inherente en el diálogo. Esto aporta una frescura que aviva y complementa muy bien el tono de la narración.

El cómplice vínculo que los dos personajes mantienen se impregnará de la espontaneidad de dos almas sencillas y nobles que se entienden y necesitan –y cómo la precariedad supone las alas de la empatía–, y nos dejará afables sensaciones pero también cierto sentimiento de melancolía fácilmente reconocible. Porque más allá de darnos un genial retrato del hombre cuyo carácter introspectivo le hace poco atractivo –o ridículo– a vista de los demás, aquí se siente el calor que muchas veces anhelamos desde lo más íntimo del corazón; reconocemos en la incomprensión y la soledad del protagonista la nuestra propia, y, sobre todo, como él nos damos cuenta de que sólo vivimos de verdad cuando amamos y hemos sido amados, y que todos oteamos nostálgicos a nuestras refulgentes noches blancas a lo largo de nuestra vida.

miércoles, 1 de abril de 2015

«1984» de Orwell.

Celebérrima distopía con amplio contenido político y filosófico que se proyecta valiosísimo sobre un régimen totalitario supuesto pero no carente de sombría presencia en la actualidad, que constituye el más crudo retrato de nuestra especie, uno que empuja implacablemente al lector a que se cuestione su propia humanidad

Antes de nada...



Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de breve reseña literaria (después de la imagen de Orwell).

El análisis se centra casi en su totalidad en todo lo que deja transcender la novela, su relación con el presente, su estilo, etcétera, y apenas se toca lo referido a la trama y sus hechos. Si el lector prefiriera a pesar de todo enfrentarse a la novela con la mente fresca y libre de opiniones ajenas, recomiendo que acuda a la conclusión antes señalada.

También tenéis la opción de acudir a las líneas remarcadas que comprenden o indican las zonas del texto que he considerado importantes.

Para leer mi valoración sobre las adaptaciones a la pantalla que se han realizado del libro, hacer clic aquí.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:


«Fingían, y tal vez incluso creyeran, haber tomado el poder contra su voluntad y por un tiempo limitado, y que a la vuelta de la esquina esperaba un paraíso en el que la gente sería libre e igual. Nosotros no somos así. Sabemos que nadie toma el poder con la intención de renunciar a él. El poder no es un medio, sino un fin. Nadie instaura una dictadura para salvaguardar una revolución, sino que la revolución se hace para instaurar una dictadura. El objetivo de las persecuciones son las persecuciones. El de la tortura, la tortura. Y el del poder, el poder. ¿Lo vas entendiendo?»

La presente novela forma junto a «Un mundo feliz» y «Fahrenheit 451» el aclamado tridente de las distopías de primera mitad del siglo XX, que resultaron de la combinación de genio visionario y perspicaz recopilación de los avances tecnológicos y los turbulentos experimentos políticos y las terribles guerras que desencadenaron. Inspiraría, además, a muchas otras obras posteriores, entre ellas cinematográficas, aunque también –según me parece– de la industria del videojuego: el caso más claro el magnífico –para no pocos el mejor– «Bioshock» (más bien una ucronía, pero la intención final es gemela). En el cuerpo a cuerpo, «1984» es una obra que se mantiene en la buena ficción en sus dos primeras partes para convertirse en una genialidad deductiva –y encarnizada en lo narrativo– en la tercera y última, como se irá viendo.




Edición 2014 de Lumen (diseño de cubierta: Wolfgang Warzilek).



En la obra el mundo está dividido en tres vastos territorios que se mantienen en constante guerra entre sí, en una predicción de Orwell de los intereses geopolíticos que llevarían a las naciones a grandes alianzas para afianzar su poder. Éstos son Oceanía (las Islas Británicas, Australia, América y parte del sur de África), Estasia (Japón, China, Corea y parte de Mongolia) y Eurasia (Rusia y Europa Occidental al completo salvo las citadas Islas Británicas). Las tres superpotencias se rigen cada una por un culto a la doctrina del régimen, que gobierna con mano de hierro. El protagonista de «1984» es Winston Smith, habitante de una Londres devastada y que sirve al Partido dirigido por el todopoderoso Hermano Mayor, amo de Oceanía. El Partido posee un poder absolutamente ubicuo, nada se escapa a su mirada: telepantallas (paneles que emiten noticias falseadas y música patriótica y que a la par graban y recogen sonido) por doquier, micrófonos ocultos, helicópteros de ventana en ventana, inspecciones sin previo aviso..., todas las herramientas imaginables para mantener controlada a la población de forma minuciosa y constante. Aunque la más peligrosa es la Policía del Pensamiento, que se dedica a escrutar, a infiltrarse, recabar pruebas y detener a los sospechosos, y de la que una vez se ha cometido un crimen ("crimental": todo mínimo desviamiento de la doctrina del Partido, denominada Socing), por nimio y disimulado que sea, no hay escapatoria posible. El Partido divide sus funciones en cuatro Ministerios: el Ministerio de la Paz (que en verdad se ocupa de la guerra), el Ministerio de la Abundancia (que en realidad mantiene a la población en una estudiada miseria), el Ministerio del Amor (que es donde encierra y tortura la Policía del Pensamiento a los criminales políticos) y el Ministerio de la Verdad (en el que se falsea el arte anterior al Partido y se reescribe la historia constantemente a su conveniencia). A su vez, la sociedad de Oceanía se divide en tres grandes clases: los miembros del Partido Interior (casta dirigente del régimen), los miembros del Partido Exterior (funcionarios del régimen en los distintos Ministerios, precisamente por ello férreamente vigilados), y los llamados "proles", que no pertenecen al partido y son tratados como animales (de hecho, el partido Interior apenas los vigila, porque ni siquiera se hace necesario). Winston es un miembro del Partido Exterior, y trabaja en el Ministerio de la Verdad, en un claustrofóbico puesto en el que se encarga diariamente –a veces con jornadas brutales– de reconstruir los hechos históricos (incluidos informes, periódicos... e incluso improvisar personas y eventos que jamás existieron). Aunque los miembros del Partido Exterior sufren una precariedad que no alcanza la miseria de los proles, viven en la asfixia constante de escrutinio sepulcral, paranoia y adoctrinamiento que merma decisivamente sus aptitudes intelectuales. Aquí es significativa la tendencia humana a la sumisión antes que a la rebelión; y dentro de esta misma cuestión es curioso el hecho de que Orwell insista varias veces en que las mujeres son, en su distopía, las más ortodoxas y delatoras (no me parece una propuesta desacertada). Los seres humanos son en «1984» meras manos del Partido, la libertad es algo que no pueden ni tan siquiera soñar, a no ser que abriguen con toda su alma la única que pueden permitirse: adorar al Hermano Mayor con completa devoción y mantenerse en la ceguera mental más allá de saber solventar eficazmente su tarea específica. En ése mundo atroz en el que los hijos denuncian a sus padres a la mínima, en el que se está desarrollando la llamada "Nuevalengua" que desplazará por completo el lenguaje tradicional y que transformará la comunicación humana en algo elemental para que ésta sea incapaz de expresar ni pensar nada propio ni complejo, en el que los presos desaparecen de la faz de la tierra y de los registros como si jamás hubieran existido, en el que los lazos sentimentales y el deseo sexual están tajantemente prohibidos, en el que es obligatorio pasar horas libres en actividades del Partido para no levantar sospechas, en el que hasta el más mínimo gesto puede traicionarte frente a la telepantalla vigilante o frente a tus "amigos", que no dudarán en delatarte, es ahí donde vive un Winston Smith que está convencido de que debe haber algo más, una posibilidad de escapar, por remota que sea. Mientras los demás se lo tragan todo –incluso las mentiras más descaradas del Partido–, o, en el mejor de los casos, fingen con todas sus ganas tragárselo, Winston pasa su triste soledad odiando al Partido y al Hermano Mayor, tratando de recordar fragmentos de su niñez, aún libre de la revolución que puso al Partido y su Socing en el poder, casi convenciéndose a sí mismo que no puede estar loco, que la locura no es mera estadística, que él ha de tener razón («Ser una minoría de uno no significa estar loco»). Compra un diario. Duda. Escribe la primera letra. Ya está. Lo sabe y lo asume como la parte que le ha sido asignada. Es un "crimental". Es un hombre muerto. Si las consignas del Partido son...:



LA GUERRA ES LA PAZ
LA LIBERTAD ES LA ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES LA FUERZA


...Winston prefiere apostar por el instinto humano que sufre en su interior, que muere en vida, que se diluye en un futuro monstruoso y prácticamente irreparable, y se atreve, finalmente, a formular:


«La libertad consiste en poder decir que dos y dos son cuatro. Admitido eso, se deduce todo lo demás.»




«Ramo de ojos» de Hannah Hoch.



«Vuelo» de Hannah Hoch.



Aclarada la ambientación –con una atmósfera muy bien lograda–, podemos pasar a analizar la transcendencia de la obra, que no es poca. Como le ocurre a Umerto Eco en el excelente prólogo a mi edición, yo no puedo considerar «1984» como una obra maestra de la literatura. Ni siquiera hay, en última instancia, un don visionario en el sentido más genuino de la palabra. Orwell hace dos cosas. En primer lugar, observa la memoria histórica y en base a ello aplica la deducción racional. De esta forma, el proceso de tortura y conversión nos recuerda nítidamente a la Inquisición; el adoctrinamiento masivo desde las plataformas tecnológicas ya había sido ideado y empleado por Goebbels a través de la radio (y no hay que subestimar los periódicos y los interminables carteles y pancartas engañosos, truculentos); los prototipos de televisores –que recuerdan a las telepantallas– ya habían sido puestos en en marcha; las doctrinas del odio, el aislamiento externo, la quema de libros, el control del arte y la rentabilización de los niños como ojos del partido –se calca en la novela su facilísima maleabilidad y su crueldad innata– eran recursos que ya habían sido ampliamente utilizados por el nazismo alemán; la tergiversación de la historia se podía encontrar en la URSS y en la Guerra Civil española en la que el propio Orwell participó y lo advirtió; la enajenación del individuo hacia una sociedad que le usa y cuyo mecanismo no comprende es una noción kafkiana («El proceso»); tampoco podemos olvidar en cuanto a la opresión tecnológica el citado «Un mundo feliz» de Huxley  cuya publicación es considerablemente anterior (1932). En segundo lugar, Orwell hace uso de una gran cantidad de corrientes filosóficas influyentes y las ensambla de forma sobresaliente para hacer gigantesca la figura del contradictorio O´Brien en la tercera parte del libro. La lucha de clases y el nocivo y eterno ciclo entre las clases medias y altas en detrimento del proletariado fue decisivamente desarrollado un siglo antes por Engels y Marx (aunque Orwell introduce la detención de ese péndulo mediante el refinamiento máximo de la clase alta, de forma que no pueda ser sustituida ni abolida); el famoso enunciado de Maquiavelo «El fin justifica los medios», que puede usarse como prontuario de su obra «El príncipe», adquiere gran presencia en el argumento de la novela; la imposición sobre los débiles y la supremacía del espíritu aristocrático recuerda mucho a la moral de esclavos y señores que se detalla en la «Genealogía de la moral» de Nietzsche; la idea de que el mundo externo solo es imaginación de la mente y que por tanto es moldeable según los patrones subjetivos de cada individuo viene directamente de Berkeley; el lenguaje disminuido como forma de limitar decisivamente a las masas existía ya como método de propaganda efectiva y doctrinaria de los totalitarismos, pero también nos recuerda diáfanamente a las magníficas conclusiones sobre el lenguaje de Wittgenstein (el filósofo más importante del pasado siglo junto a Heidegger), y aquello de «Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo» –apasionante– se traslada maliciosamente a la Nuevalengua de un Orwell muy inteligente; por lo demás, posiblemente existan más notorias influencias que mi ignorancia me ha impedido detectar.


Y es que lo más relevante de la lógica de la opresión orwelliana –al menos como yo lo veo– parece girar en torno a las tesis del citado Wittgenstein. Si los límites del lenguaje son los límites de mi mundo, se deduce que "el mundo es mi mundo", y que por lo tanto "yo soy mi mundo", por lo que el lenguaje se entiende como algo privado. También respecto a la tesis de los hechos atómicos definidos como combinación de identidades, de modo que una cosa cualquiera únicamente puede ser pensada a partir de los hechos atómicos en que pueden comprenderse. De esta forma puede asimilarse el funcionamiento del Partido Interior, que emplea la lógica con fines represivos; el Partido solo ansía el poder en estado bruto, nada más y nada menos, y está claro que el conocimiento es sinónimo de poder, pero al ser éste un ente envilecido y tiránico por esencia, ese conocimiento debe ser enfocado únicamente desde sus posibilidades para envilecer y ejercer la tiranía con eficacia. Nosotros podemos, según la filosofía de Wittgenstein, pensar en una taza –mientras escribo miro a una hortera que tengo al lado– como recipiente para contener un material, y que ese material será presumiblemente líquido y que podrá ingerirse. Además, dicha taza la podemos imaginar sobre una mesa o dentro de un mueble. Variaciones entre color y forma dentro de «ella» no hacen que identifiquemos la taza como otra cosa. No podemos pensar en una taza si no es en los hechos en que ella puede aparecer, ni fuera de su conexión con otros objetos. Lo que el Partido Interior pretende es reestructurar de principio a fin los esquemas dentro de los cuales la humanidad comprende los hechos atómicos, y de esta forma establecer las combinaciones entre ellos según las identidades que al régimen le convenga. Es terrible, pero el propio Wittgenstein enuncia –lo usaremos como contestación– que, como el pensamiento es la figura lógica de los hechos, en consecuencia lo que es pensable es también posible. Y, si tenemos un mínimo de confianza en la lógica, realmente sí, el universo de Orwell es posible. Otra cosa es que no se produzca por el hecho de que el ser humano no acostumbra a basarse únicamente en la lógica, y que ni siquiera los Stalin ni los Hitler parecieron llegar a tal fanatismo por el poder como para aferrarse decididamente a la rigidísima estructura que una lógica como la del Partido Interior implicaría. Además, el concepto esgrimido por el Partido requiere la sumisión total no de unos individuos, ni siquiera de una mayoría, sino de todos y cada uno de los seis millones de miembros del Partido Interior, de lo contrario podría fracasar, por mucho que sus teorías tengan presente la defunción por falta de confianza en la propia capacidad de dirección que les sucedía a los anteriores regímenes o clases sociales opresores. ¿Y qué hay de la ambición de riqueza y posesiones? En el régimen orwelliano esto está extirpado, y no parece algo fácilmente plausible. ¿Y arrancar de cuajo el deseo sexual? Probablemente aún más difícil. El ansia de poder humano posee un carácter eminentemente individual, mientras que al Partido no parece importarle nada que ese poder sea absolutamente colectivo, destrozando el concepto humano de individualidad para alcanzar un estado de "mente enjambre", en la que todos son el uno y el uno es el todo. Sin embargo, por muy inhumano que parezca semejante comportamiento, por muy alejados que pensemos estar de él, solo hay que mirar a determinada península asiática (por citar el ejemplo más evidente) para ver con espanto que el mundo orwelliano no solo es algo que pueda existir, sino que es algo que existe, si restamos los inevitables matices. Corea del Norte parece una distopía trasladada con minuciosidad a la realidad. Hace poco vi un reportaje allí. Era surrealista. Parece una broma gigantesca y de mal gusto, como una actuación perfectamente ensayada (y quién sabe cuánto hay, efectivamente, de actuación, cuántos Winston, Julia y O´Brien habrá allí encerrados). Es como si los dirigentes del país hubiesen leído con afán el «1984» de Orwell y, en vez de apreciarlo como una alerta del horror, lo hubieran visto como un óptimo sistema de opresión que convenía aplicar para satisfacer los intereses («Nadie instaura una dictadura para salvaguardar una revolución, sino que la revolución se hace para instaurar una dictadura»)


Pero también dejamos buenas perlas atrás (y no muy atrás...). La Stasi de la República Democrática Alemana, uno de los servicios de inteligencia más vastos y eficaces de la historia, fue fundado apenas un año –¡un año!– después de la publicación de «1984», y seguiría operando durante casi cuarenta años (hasta 1989). La Stasi poseía 91.000 trabajadores directos y la friolera de 180.000 informadores –aparte de sutilezas como micrófonos ocultos en las viviendas, etcétera–, entre los cuales figuraban familiares y amigos que se encargaban, sin que nadie pudiera ni imaginarlo, de proporcionar información sobre sus propios parientes y demás allegados. Los comportamientos que manifestaban heterodoxia sobre el régimen solían ser detectados con solvencia por semejante mastodonte del escrutinio: nadie estaba a salvo de la Stasi. Nos recuerda a algo, ¿verdad?

¿Y la Guerra Civil española? Si Franco fue un insurgente que arrancó al gobierno republicano por la fuerza, a mis padres les enseñaban en la escuela que «los rebeldes eran los subversivos republicanos» y que «gracias a la determinación del generalísimo España era libre y grande». En «1984» se nos dice: «Quien controla el pasado controla el futuro, quien controla el presente controla el pasado»¿Cierto que tiene que ver con lo que estamos hablando? Mi bisabuelo luchó por el bando republicano y participó en el asalto al Cuartel de la Montaña de Madrid que propició el fracaso del levantamiento franquista en la capital. Una vez la guerra concluyó y Franco llegó al poder, a mi bisabuelo trataron de hacerle el "paseíllo" (llevarle de paseo y pegarle un tiro en la nuca) dos veces. La primera vez se salvó porque no estaba en casa (estaba trabajando, y eso que no había muchos empleos para los vencidos). La segunda vez sí se lo llevaron, pero se salvó de milagro gracias a que la familia fue capaz de contactar con un conocido, mando de la Guardia Civil, que pudo sacarlo de allí. El trauma que le generaron los acontecimientos de aquellos años le durarían toda la vida, incurables. En cierta ocasión, cuando era ya mayor, le gastó un conocido una broma. Por el telefonillo le dijo: «¡Le habla el coronel!», y él se cuadró desde la entrada de su casa inmediatamente, a la par que contestaba asustado y de forma instintiva: «¡A la orden mi coronel!». El Golpe de Estado del 23 de febrero del 81 le tuvo como una quebradiza hoja agitándose por un viento frío y que parecía anunciar una tempestad, una réplica insoportable. Este estado de sin vivir, de perpetua congoja, también nos recuerda mucho a «1984». Yo conozco estos hechos gracias a que mis antepasados pudieron transmitirlos a través de sus descendientes, ¿pero qué hubiera pasado si, como en la novela, se hubiera exterminado a los hombres y mujeres que supieron lo que hubo antes del régimen y que no eran incondicionales?




«Los jugadores» de Otto Dix.



«Autorretrato como prisionero de guerra» de Otto Dix.



«1984» se aparece en primera instancia una dura crítica a la URSS. El Hermano Mayor es un trasunto de Stalin, y el disidente Goldstein es el de Trotski. Orwell puede parecer un comunista desilusionado que aprendió lo indecible en la Guerra Civil española (y a lo largo de la Segunda Guerra mundial). Pero va más allá. Lo que nos quiere decirnos «1984» no es que los comunistas sean muy malos. Lo que nos quiere decir el autor es que cualquier régimen totalitario es el mayor fracaso de la humanidad, y, no solo eso, sino que aparentes democracias poseen también determinados comportamientos opresores. Si pienso en lo que dice la "Teoría y práctica del colectivismo oligárquico" de Goldstein ("El libro"), no es difícil ver que, en la actual situación política de España, PP y PSOE son instituciones que ansían por encima de todo mantenerse en el poder pero que no han sabido adaptarse a los tiempos y decaen obstinadamente por arrogancia, mientras que Podemos es el sector de la clase media que finge e incluso cree en sus proclamas de libertad y prosperidad pero que lo único que quieren es acabar con los poderosos para convertirse en el poder, y, por supuesto, perpetuarse en él: la clase media se transforma en la alta por su perfil oportunista y resentido, mientras la clase baja –la clase que en su esperanza confiere el poder, acción que siempre va en su contra– sigue igual que estaba antes. Y eso por no hablar de los nacionalismos, que Orwell consideró ridículos («...la grave enfermedad moderna del nacionalismo», diría). El caso ahora mismo más notorio es el de Cataluña. La desastrosa gestión del gobierno de la Generalitat –y los enfados consiguientes de la población– les hace comprender que su puesto de poder peligra. Así pues, a CIU le da de repente por ser tan nacionalistas como ERC. Comienzan a señalar al Estado como el origen de todos los males de los catalanes («El nostre adversari és l´estat», o el genial «Espanya ens roba»), que aumentan decisivamente su fe en la independencia como especie de salvación abstracta y romántica. A su vez se crea y alimenta un enfrentamiento que es más mediático que real. Personas que no se han visto ni se van a ver en la vida, que son idénticas en prácticamente todo más allá de sus respectivas localizaciones, llegan a insultarse airados ante las ofensas que les llega desde la televisión (el problema ya no viene de los poderosos, sino que se procede de los demás sumisos, de los demás ciudadanos). Este mecanismo también está siendo empleado por el aludido Podemos (solo que el enemigo «Estado» se cambia por el enemigo «Casta»). ¿El resultado en ambos casos? Seguir manteniendo (o alcanzar) el poder a pesar de toda su manifiesta incompetencia. No sólo lo consiguen, sino que además se hacen pasar por salvadores.


Más allá de esta situación política (efectivamente cíclica), verdaderamente existen en nuestras sociedades mecanismos de opresión («¿Qué podría impedir que lo mismo sucediera en Gran Bretaña y Estados Unidos? ¿La superioridad moral? ¿Las buenas intenciones? ¿La vida higiénica?», dice Thomas Pynchon). Los abusos policiales, sobre todo en Estados Unidos, además de la constante violación de los derechos humanos (y hay muy diversas formas), están a la orden del día. Aquí entra en juego el "doblepiensa", que tan revelador es conocer en todo su esplendor en la novela, y uno de sus mayores méritos. Se nos machaca con el "doblepiensa". No es algo que esté sobre un montón de papeles encuadernados, es algo que sufrimos de forma constante, es una realidad. Esto se ha convertido en una disciplina de igual intencionalidad que en el libro pero abordada desde un punto de vista más superficial y relativamente despreocupado. El "doblepiensa" en la actualidad se usa también para manipular la información, sí, pero antes que eso como mera vanidad estética (el quedar bien; hoy por hoy no hay peor tacha que el siquiera parecer "incompetente", o "fracasado" en la etimología del sueño americano). El doblepiensa implica creer dos nociones adversas al mismo tiempo. Si en la novela nos asombramos de que el ministerio de la guerra sea denominado "Ministerio de la paz", debería dejarnos un tanto intranquilos que nuestros sistemas bélicos y armamentísticos sean dirigidos por un "Ministerio de defensa". No se llama a las cosas por su nombre. De los partidos elegidos como gobernantes se espera la máxima eficacia, lo que es naturalmente imposible. De esta forma, los políticos poseen una obsesión por llevar la razón –en caso contrario podrían ser designados como incompetentes y ser destituidos de su poder, con todo lo que les ha costado alcanzarlo– que les lleva a puntos dialécticos febriles y ridículos, en los cuales son capaces de decir absolutamente cualquier cosa que sirva para echar balones fuera con relativa dignidad. De esta forma, si no alcanzan en el presente los éxitos esperados, se remontan al pasado en búsqueda de errores de sus adversarios (a menudo exagerándolos, aunque ni siquiera acostumbran ya de partida a venir al caso), o bien anunciando –o prometiendo con fervor, metidos en el papel de profetas si se ven inspirados– previsiones brillantes en un futuro "a medio y largo plazo", las cuales fallan casi todas de alguna u otra manera como es natural. Cuando se recopila en un vídeo las contradicciones y las mentiras constantes –abrumadoras– de un ministro o presidente a lo largo de unos pocos años, realmente es como ver a una especie de esquizofrénico del poder. Además, enfrentarles a semejante miseria les impulsa no a la vergüenza, sino a asegurar, como no, que la oposición es aún peor, en pasado, en presente y, sobre todo, en futuro. 





«Siete pecados capitales» de Otto Dix.



«Calle de Praga» de Otto Dix.



Ni siquiera los periodistas (los "agentes de la verdad") son de fiar. Hay veces que es imposible no escandalizarse y pensar seriamente si para llegar a la televisión no hace falta por necesidad ser un buitre oportunista y despiadado, capaz de cualquier degradación solo por alcanzar mayor repercusión. Las noticias están tergiversadas, los moderadores y presentadores opinan descaradamente, lo que no conviene se oculta o se le concede mínima importancia, lo que conviene adquiere una presencia constante y se redimensiona con ardor apenas disimulado. Con frecuencia vemos en los periodistas algo muy parecido a los políticos, y simpatizando con una u otra ideología se convierten directa o indirectamente en extensiones del poder de los partidos. Por eso se ha llegado al punto que hay que ver todos los canales para poder digerir una impresión mínimamente objetiva. Algunos son como "Barrio Sésamo" para adultos, en los que el adoctrinamiento es sibilino (incluso se camuflan como programas de "humor"). Parece que están deseando que surjan catástrofes para poder ocupar las programaciones. Discuten durante horas de infortunios de los que no hay apenas datos, obcecados en lucirse dialécticamente. Son capaces de arruinar la vida de una persona al mínimo indicio –sin saber a ciencia cierta si corresponde o no con la realidad–, sobre todo si se destapa algo supuestamente morboso. Los periodistas son esclavos de lo polémico (aunque con frecuencia la única polémica deslumbrante que hay está en sus cabezas), de aquello de «No permitas que la verdad te arruine una buena noticia». Las informaciones se pisan las unas a las otras, y, aunque todo el mundo da por hecho estas contradicciones, nadie se sorprende, sino que se aceptan e incluso se las resta importancia. Esto supone vivir en el "doblepiensa". La gente prefiere vivir en esta estéril y cancerígena contradicción si a fin de cuentas no afecta en extremo a su integridad física. El ciudadano de hoy confía y desconfía al mismo tiempo, generando dos posibilidades contradictorias, y aplica este patrón de "juicio" respecto a todo. Se produce de esa forma una laxitud general que beneficia enormemente a las tropelías y el descaro del poder y la corrupción. A dicho estado contribuye la preferencia que tiene la gente al placer que a la rigidez del compromiso por el saber y por reclamar (y saber lo que se puede reclamar y cómo). Es cierto que hay una vanidad natural en el ser humano que empuja a ello, pero igual de verídico es que el modelo actual lo favorece abrumadoramente. Si en la novela todos son ciegos fanáticos del Socing, en la actualidad todos son ciegos fanáticos de la estética y el placer. Es cierto que en la Oceanía de Orwell te matan a la primera de cambio, pero eso no quita que subestimemos lo que aquí ocurre si no se sigue la marea: se te señala, se te aparta y se te excluye de todo beneficio. Es prácticamente imposible sobrevivir si no es entrando de una u otra forma por el aro que se mantiene vigente. Masas enteras adoran el Iphone, o tal Audi, o tal vestido –algunos hay que sin trabajo piden un crédito para poder adquirirlos, tal es la enfermedad–, convencidos de que en ellos reside la verdad máxima del ser humano, cuando no son más que meras herramientas que hacen más mal que bien (la familia en silencio en la comida mientras escriben frenéticamente chorradas en los móviles; el coche mediante el cual te acribillan seguros y compañías petroleras; vestidos que cantan al ego y la superficialidad pretenciosa como herramienta rápida para impresionar); cuando en sus precios exorbitados son inversamente proporcionales a su necesidad y suponen un insulto a toda la gente que no tiene ni para comer; cuando un móvil de quince euros de los de hace diez años basta, cuando una ropa que abrigue basta, cuando el coche más barato basta (y eso en el caso de que no se disponga de transporte público). Pero las tecnologías se lo han comido todo –favorecen los rasgos negativos que se han citado–, y el humanismo a pasado a un segundo plano como si fuera un simple accesorio (con demasiada frecuencia de meros pedantes). Vemos que la doctrina de la imbecilidad vigila a través de cámaras y móviles –junto a internet, auténticas telepantallas–, siempre alerta para grabar cualquier estupidez que provoque risa, cualquier cuerpo que provoque lujuria, cualquier desgraciado que lo esté pasando mal y que nos haga pasar un buen rato. Cuando la sociedad le da cien veces más valor a las últimas tendencias de moda que a la memoria histórica, se está condenando y hundiendo en el fango a sí misma. El «Sapere aude» que tanto defendieron los pensadores de la Ilustración ha perdido casi toda noción de ser en la actualidad. Por todo esto son tan indeciblemente valiosas y necesarias lecturas como «1984», pues te enseñan nada más y nada menos que el verdadero funcionamiento del mundo. Pues no hay que olvidar que, a fin de cuentas, el hacer moldeables los hechos y la memoria para llevar razón –y llevar razón puede interpretarse como una forma de ejercer poder– se da en todos los niveles, o si no piénsese en alguna vez que hayamos mantenido una acalorada discusión, y, en aquellos puntos que sospechábamos no tener razón, lo sumimos todo en la distorsión a conveniencia.


Orwell quiso aunar, tanto en «Rebelión en la granja» –su otra gran obra– como en «1984», esencia artística y pensamiento político. Creo que el principal problema de la novela radica en que, a mi parecer, se inclina infinitamente más hacia lo segundo que hacia lo primero. «1984» es, más allá de un ensamblado magistral de corrientes filosóficas y deducción histórica –como ya se ha dicho–, una buena novela de acción que no logra escapar del todo de la relativa intranscencencia hasta la última parte. Mucha gente opina lo contrario. En las dos ocasiones en que me he implicado en «1984» he sacado conclusiones similares: atracción intelectual pero hastío en lo emocional. Las dos primeras partes del libro están salpicadas de burbujas de monotonía y aburrimiento, que tampoco vienen a decir mucho. Probablemente esto se vea reforzado –aparte de que el contexto que se describe no puede traslucir casi nada precisamente alegre ni trepidante– por la personalidad del protagonista y el hecho de que por necesidad no extienda apenas vínculos con nadie (y los pocos que sí se establecen son superfluos y caricaturescos). Creo que se dedican al principio demasiadas páginas para decir constantemente lo mismo («Se reescribe la historia» «Me van a pillar» «¡Telepantalla!» «Se reescribe la historia» «Me van a pillar»...). Cuando de vez en cuando surge un relámpago en la trama, un giro prometedor, enseguida se sume en la misma laxitud. No hay nada que no pudiera predecir durante las citadas dos primeras partes (a excepción, todo hay que decirlo, de las palabras escritas en la nota furtiva). Ni Winston Smith ni Julia poseen demasiado atractivo, y su mente ha sido educada en condiciones tan diversas a la nuestra que no siempre es posible que nos impliquemos. La rigidez del régimen se vuelve un poco contra la lectura de la novela, que se puede hacer también algo frígida. No es tan fácil implicarse en la sumisión y el terror de los protagonistas cuando uno ha vivido toda su vida apaciblemente, por lo menos en lo que se refiere al bienestar físico y a la libertad que uno tiene de hacer muchas de las cosas que le placen. Las condiciones de la obra son tan extremas que el cerebro tiende a interpretarla automáticamente como un supuesto lejano y relativamente ajeno. La narrativa es correcta pero no es algo por lo que destaque especialmente. A pesar de que está escrito en tercera persona y que ello expande las posibilidades más allá del protagonista, se centra demasiado en él. La configuración psicológica de los personajes también es correcta, pero claro, comparada con la capacidad de Dostoievski, Stendhal o Woolf se queda en una sombra (es inevitable comparar la paranoia de Raskolnikov en «Crimen y castigo», el orgullo de Julián en «Rojo y negro» o la melancolía de Lily en «Al faro» con la paranoia, el orgullo y la melancolía de Winston, casi plano en comparación, lo que produce una sensación inevitable de descontento y tedio). La historia de amor no deja de transpirar, como señala Pynchon, aquello de «a chico le desagrada chica, chico conoce a chica, chico y chica se enamoran casi sin darse cuenta, luego se separan y por fin vuelven a encontrarse», con la excepción de que no hay "happy flowers" en el remate argumentativo. Si Winston no es un personaje legendario, sino que lo son más bien los hechos que le rodean, Julia ofrece muy poco a nivel personal, más allá de ser una pieza necesaria para aumentar el sentimiento trágico de la trama y para someter a prueba a una chispa de humanidad –la relación que mantienen– en mitad de una densa bruma de tinieblas. Se podría haber explicado más del pasado de Julia, sobre todo para entender cómo alguien como ella, que ha nacido en la máxima opresión y sin ningún recuerdo anterior a la revolución, ha permanecido inmune. ¿Es el producto de una remota probabilidad siempre latente o se mezclaron apuradas enseñanzas familiares –el abuelo– con su personalidad «corrompida», tal y como se describe en el libro? En cualquier caso, aunque el miedo, el odio y el anquilosamiento racional del que no se pueden zafar provoque determinada frivolidad en su relación, eso no quita que también existan brillos de ternura.





«El abrazo» de Schiele.



«Oración de la arboleda» de Schiele.



Sin embargo, sí es notable la atmósfera que crea ese entorno hostil en el que se retrata con la mayor crudeza la guerra y la opresión. Los sueños de Winston, más que efervescencia surrealista, desprenden la saturada y estremecedora precisión de una imagen expresionista. Escenas como la de la vieja prostituta son dignas del mejor Otto Dix. Por esta razón me hubiera gustado complementar la entrada con más obras expresionistas –aunque con Hoch haya metido collages dadaístas– de las más estremecedoras, pero por desgracia no me da el espacio. Ésta crudeza de la que hablo alcanza su cenit en la ya varias veces aludida tercera parte, donde los métodos inquisitoriales más avanzados son puestos en marcha, justo después de asistir al momento más bello de la lectura, en la que en mitad de la paz Winston se permite soñar («Si hay alguna esperanza, debe estar en los proles»). De hecho, es la esperanza lo que ciega a Winston ante una circunstancia imposible que en el fondo supo desde el principio. La propia Julia le advierte, y ella le acompaña mucho antes por sus sentimientos hacia él que por esperanza (es demasiado escéptica y práctica; carece de idealismo y de interés por lo intelectual que se plantea, aunque paradójicamente ella sea una persona astuta). El mecanismo opresor se pone en marcha y la figura de O´Brien, contradictorio y lógico, insensible y empático, fanático y racional, hiriente y conciliador, toma su máxima presencia (nos recuerda un poco al Kurtz de «El corazón de las tinieblas», al igual que el instinto de supervivencia que se impone en lo hostil). Y aunque el cráneo de Winston cruje ante la estudiada y horripilante máquina conversora, nos llegamos a plantear si nosotros, seres libres de la influencia del Socing y de la opresión, podríamos resistir más o, a fin de cuentas, importaría poco en semejantes circunstancias. La figura del torturador nos desintegra, pero a la vez nos reconforta con su comprensión paternalista, con la piedad que nos ofrece cuando cumplimos con lo que espera de nosotros. Pero el punto clave llega cuando nuestra humanidad es puesta a prueba, y he aquí una de las grandezas del libro. Pueden infligirnos el máximo dolor, reducir nuestra capacidad deductiva, obligarnos a confesar, a rendirnos, a hacer todo lo que nos pidan, antes o después. Pero, ¿pueden hacer que dejemos de «obligarnos»? Nuestras emociones, capital inviolable de nuestro espíritu, estandarte de nuestra condición humana, ¿puede sucumbir también? Lo peor no es lo que se nos describe, por muy duro que sea. Lo peor es que lo entendemos. Entendemos y aceptamos que el instinto prevalezca e imponga el egoísmo más primigenio. Entendemos y aceptamos que el miedo y el odio puedan aniquilar al amor (aunque a algunos no les haga falta ni eso). Entendemos al famélico hombre que suplica que degüellen a sus hijos y su mujer delante de sus narices. Sin embargo, Orwell no se atreve con una madre. No se atreve a decidir si una madre podría sobrevivir a ese proceso o no.


El pesimismo del autor ya no respecto al futuro, sino hacia la raza humana en general, es evidente. Entiendo que no exista la risa ni la irreverencia del rebelde antes de la perdición, pero la veo plausible después, al menos antes de que el dolor se imponga. La sumisión total de los protagonistas es hueca y una asfixia para el alma del lector, que puede llegar a cavilar si efectivamente la situación puede degenerar a ese punto o si Orwell no pudo haber exagerado aunque fuera un poco. Como dijo Ernesto Sábato en su entrevista en el programa de los setenta «A fondo», para él grandes genios de la literatura son Cervantes o Shakespeare, porque recogen igual lo peor y lo mejor del ser humano, que es su verdadera composición, pues se trata de la única criatura capaz de la mayor heroicidad y de la mayor monstruosidad. No llegan a ese estadio, prosigue Sábato, escritores como Beckett, que por muy extraordinarias que sean sus labores artísticas sólo se quedan con uno de los prismas de nuestra especie (en el caso citado lo más negro y decadente). Orwell se inclina demasiado hacia los rasgos negativos de la humanidad –hay quien dice que pudo ser el hecho de estar cerca de la muerte a causa de la tuberculosis lo que confirió ese tono en la novela–, por mucho que en la celda un hombre entregue su trocito de pan o que la mujer de la película proteja con sus brazos a su hijo de las balas. Esa pequeña parcela de optimismo que no se permite desterrar el autor queda relegada a un plano secundario.



«No creía, por lo que recordaba de ella, que hubiese sido una mujer excepcional, y mucho menos inteligente; no obstante, poseía cierta nobleza, y una especie de integridad, aunque solo fuese porque tenía sus propios valores y sentimientos, que no podían cambiarse desde fuera. Jamás se le habría ocurrido que una acción careciera de sentido solo porque no tuviera éxito. Si querías a alguien, lo querías, y, si no tenías otra cosa que darle, le dabas cariño. (...)»



«Madre con niño» de Otto Dix.




«Infierno de pájaros» de Beckmann.



En definitiva y para concluir puede decirse que «1984» es una visión muy estudiada de un autor que sabe perfectamente de lo que habla, una sátira –oscura, pero ahí está– del estalinismo y de los totalitarismos en general. El funcionamiento del poder y las sutiles técnicas con que subyuga a las masas para perpetuarse en el tiempo halla aquí un exponente máximo. La obra es imprescindible –creo que cualquiera que la haya leído opinará lo mismo–, te inyecta una visión de lo dura que es la vida y del aspecto más diabólico del ser humano. Pensar en Orwell es pensar en presente: dedujo la sombra y la extendió, y no nos queda más (ni menos) que arrastrarla, probablemente por siempre.  Aunque la narrativa es correcta y el final sobrecogedor, atina mucho más en toda la estructura política y filosófica que erige inteligentemente que a nivel artístico. El estilo es corriente y el lenguaje empleado bastante sencillo. Pero que uno quede paralizado al leer la última frase, se levante y vaya de un lado para otro y descubra que vive en el paraíso y que quizá solo por eso es un hombre tranquilo... Y pensar consecutivamente en el infierno, y ver la imagen de su persona fragmentada en él, burlona en su difusidad, oscura en sus pliegues no revelados... Eso no lo consiguen todos los libros.



«–Lo raro es que antes comprobé que estuviese lleno. Voy a vestirme. Parece que ha refrescado.
Winston también se levantó y se vistió. La voz cantó infatigable:

Dicen que el tiempo lo cura todo,
que siempre se puede olvidar,
¡pero pasan los años
y las lágrimas y las sonrisas
aún hacen que se me encoja el corazón!»


Eric Arthur Blair (George Orwell) con su hijo adoptivo, en 1946.


Conclusiones:


«1984» es una de las grandes distopías del siglo pasado. En el universo que cuidadosa e inteligentemente plantea Orwell, el mundo se divide en tres colosales potencias gobernadas por tiránicos regímenes que se mantienen en guerra constante. El protagonista de la obra es Winston Smith, miembro del Partido Exterior que tiene la labor de reescribir la historia a conveniencia del régimen de Oceanía, cuya figura máxima y pseudodivina es conocida como el Hermano Mayor. Maduro y de vitalidad grisácea, Winston llega al punto que decide arriesgar su vida en un minúsculo acto de rebeldía: escribir en un diario algunas impresiones, entre ellas críticas al omnipotente Partido. Hecha esa elección, su destino está sellado. Solo queda aprovechar el tiempo. Le resta saber el por qué y no meramente el cómo.

Echando mano de la evolución histórica y decisivamente influido por su experiencia como participante en la Guerra Civil española –aparte de su profundo interés por lo político y la indignación que le provocaban los dirigentes–, Orwell establece una aristocracia perfecta que no puede ser abolida y que sólo anhela el poder en sí mismo, a partir de la cual podemos sacar ignominiosos puntos en común con la actualidad. Se trata de un mundo atroz en el que los hijos denuncian a sus padres, en el que se está desarrollando una nueva lengua que limite por siempre la capacidad de expresarse y generar pensamiento propio, en el que los presos desaparecen incluso de los registros, en el que los lazos familiares y el deseo sexual están prácticamente abolidos, en el que hasta el mínimo gesto puede traicionarte y llevarte a las más espantosas torturas. Es en ésa ruina donde el lector transita, mitad abatido mitad esperanzado, rodeado de personajes que han perdido su humanidad a base de adoctrinamiento constante y brutal.

La narrativa es convencional y el estilo sencillo; su intensidad es correcta en las dos primeras partes y muy absorbente en la tercera y última. La atmósfera envuelve al lector de resignación y paranoia (que me permitió adivinar eventos antes que los personajes), que se vuelve asfixiante en el crudo e inolvidable final, que lleva a que te plantees ni más ni menos que tu propia humanidad. Pues lo más terrible de «1984» no es el dolor, sino percibir el odio y el miedo como fuerzas capaces de destruir el amor, y, por encima de todo y pese a todo, entenderlo.
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