sábado, 24 de enero de 2015

«El pequeño héroe» de Dostoievski.

Encantador relato en el que su jovencísimo protagonista se adentra ingenuamente en los enredos amorosos de una dama y, en ello, en el descubrimiento de los primeros y confusos senderos hacia la sexualidad y la propia identidad

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de reseña literaria (se me ha alargado más de lo debido).

El análisis menciona sucesos de la trama como medio imprescindible para llegar a su profundidad (en un relato como el presente enseguida se dice demasiado), pero se emplea el lenguaje con cuidado prestando más atención a las peculiaridades psicológicas de los personajes, y en ningún caso existen spoilers de gravedad. Si aún con eso el lector se mostrara reticente a que se le mencione un solo hecho, recomiendo se traslade directamente a la conclusión antes citada.

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

La primera imagen corresponde a la edición del libro que he empleado para la lectura. Téngase en cuenta que mi edición contiene tres relatos y que la ilustración alude al primero, «Noches blancas», y no al presente que vamos a analizar.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:

Relato que el autor efectuó mientras esperaba la sentencia del tribunal que se traduciría en cuatro años de trabajos forzados en Siberia y cinco de servicio militar punitivos como soldado raso por haber pertenecido a un círculo de intelectuales de debates "inconvenientes" respecto al parecer del Zar, «El pequeño héroe» es afable y muestra la cara del Dostoievski todavía no endurecido por su terrible experiencia, antes de aquel período que produciría sus grandes novelas; esta era una cara influenciada por el Romanticismo y que le llevaba a trasladar una realidad perlada de suaves efluvios de subjetividad, de dulce y melancólica ensoñación, cuyo más célebre exponente quizá sea «Noches blancas», relato que también se incluye en la presente edición junto a «Un episodio vergonzoso».





Edición 2012 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).



El protagonista del que nos ocupa relata una brillante experiencia que le sucedió teniendo tan solo once años, durante un período en el que casualmente se halla –no se sabe a cargo de quién– en una casa de campo rebosante de celebración infatigable por parte de un gran número de personajes de la alta sociedad, invitados todos por un antiguo militar que parece empeñado en despilfarrar su dinero. Nuestro joven va de aquí para allá maravillado por todas las conversaciones y eventos que danzan en torno suyo y de los cuales todavía no comprende la mayor parte de su significación.

Tal es el detalle psicológico que Dostoievski alcanza de esa mágica etapa a las puertas de la adolescencia que pienso serán pocos los lectores que no se sientan identificados en mayor o en menor medida. Todo es magnificado por tan novel conciencia, todo es o muy fascinante o muy angustioso, y el mundo adulto se aprecia como una dimensión aparte en la que el joven se siente diminuto y desapercibido.

Está siempre solo (los demás niños son o demasiado pequeños o demasiado mayores que él), y su aventura se inicia cuando coincide en una estancia en la que se está representando una obra con una rubia bella, vivaracha y socarrona, que le coge del brazo y le obliga a sentarse en sus piernas, ante lo cual nuestro chico, tremendamente tímido, se siente angustiado y sobrepasado por todas las miradas femeninas que se posan en él como si fuera un juguete. La rubia tiene en la cabeza hacer espectáculo mediante él y le aprieta con fuerza la mano para que grite, lo que finalmente consigue ante el asombro de los demás espectadores que miran en su dirección. Ella y sus amigas rompen a carcajadas, y él se larga de allí completamente espantado.


«–Ven acá –me dijo vivamente, con la rápida decisión con que adoptaba cualquier idea disparatada que cruzaba por su extravagante cabeza–; ven acá y siéntate en mis rodillas.
–¿En sus rodillas? –repetí perplejo.
Ya he dicho que mis privilegios empezaban a ofenderme y avergonzarme de veras. Esta señora, como en broma, no iba muy a la zaga de las demás; amén de que, habiendo sido yo siempre tímido y retraído, comenzaba, particularmente ahora, a sentir recelo en presencia de las mujeres. Por eso quedé terriblemente confuso.
–Pues sí, en mis rodillas. ¿Por qué no quieres sentarte en mis rodillas? –insistió ella, riendo con más fuerza aún, hasta acabar por reírse de Dios sabe qué, quizá de su propia treta o por el regocijo que le causaba mi confusión. Pero sentía necesidad de hacerlo.
Me ruboricé y miré agitado en torno mío buscando por dónde escabullirme, pero ella se me anticipó y, agarrándome de la mano para que no escapara, tiró de ella hacia sí repentinamente con gran asombro mío, la apretó terriblemente con sus dedos cálidos y taimados y empezó a estrujar los míos con tal violencia que tuve que hacer un esfuerzo supremo para no lanzar un grito, lo que produjo las cómicas muecas consiguientes. (...)»


¿Quién no se ha sentido manejado como un muñeco a una edad en la que eso te tortura pero, demasiado ingenuo y educado, no te atreves a desobedecer, quejarte, rebelarte? Es precisamente una de las diferencias entre el niño y el incipiente adolescente, la turbulenta edad en la que el protagonista se sitúa, para gusto de su torturadora, que a partir de ahí le perseguirá y le someterá a bromas pesadas ante la risa de todos (es una mujer que, pese a frívola, es también carismática y hechiza la atención de la mayoría), lo que abochornará lo indecible a nuestro pobre muchacho.

Pero esta perseguidora no será la única causante de sus disturbios espirituales hasta ese momento desconocidos para él, sino que se unirá rápidamente otra más. Se trata de la mejor amiga de la primera pero, pese a todo –o precisamente a causa de ello–, de carácter completamente opuesto: recatada, sumisa, bondadosa y empapada de melancolía. El joven comenzará a embargarse inconscientemente de un sentimiento que no reconoce, pero que por algún motivo le obliga a no apartar la mirada de ella. Cada vez que ésta le intercepta, mira a otro lado rojo como un tomate. Detectada esta debilidad, la rubia tendrá otra herramienta más de tortura.

La mujer por la cual queda embelesado posee un marido muy celoso y posesivo. Haragán pero empingorotado, retrato de determinado sector ruso de la época, que Dostoievski se encarga de criticar con la severidad que corresponde y que transcribo pese a su prolongación porque no tiene desperdicio alguno: hoy también los hallamos a raudales:


«(...) Estos señores hacen carrera en el mundo concentrando todos sus instintos en ostentar el desprecio más descarado, la reprobación más miope y un orgullo sin límites. Como no tienen otra cosa que hacer sino observar y poner de relieve los errores y fallos ajenos, y como de buenos sentimientos tienen los que tiene una ostra, no les es difícil, habida cuenta de tales medios de seguridad, vivir con bastante discreción entre los demás. De ello se ufanan que no hay más que ver. No andan lejos de pensar, por ejemplo, que el mundo debiera pagarles tributo; que el mundo es para ellos como una ostra que guardan en reserva; que todos son mentecatos, menos ellos; que cada individuo es algo así como una naranja o esponja que pueden exprimir cuando necesitan el jugo; que son dueños de todo, y que todo este orden de cosas, tan digno de alabanza, proviene precisamente de que son tan inteligentes y estimables. En su infinito orgullo se consideran libres de defectos. Se parecen a esa casta de tunantes mundanos y congénitos, al estilo de Tartufo y Falstaff, que después de hacer un sinfín de bellaquerías, acaban de creer que así debe ser, es decir, que deben vivir para hacerlas. Tanto insisten en asegurar a todo el mundo que son personas decentes, que ellos mismos acaban por creer que lo son y que su bellaquería es un comportamiento respetable. Jamás son capaces de un examen de conciencia, de una honrada tasación de sí mismos; para ciertas cosas son demasiado espesos. En el primer plano de su visión figura siempre en todo asunto su propia valiosa persona, su Moloch y Baal, su espléndido yo. La naturaleza toda, el mundo entero no son para ellos sino un espléndido espejo, creado para que ese ídolo se admire a sí mismo, sin ver a nadie ni nada, después de esto nada tiene de extraño que todo lo vean deformado en el mundo. Para todo asunto tienen apercibida una frase hecha y –lo que es el colmo de la destreza– una frase muy a la moda, difundiendo por calles y plazuelas aquel pensamiento suyo con el que han dado de golpe. Son los que tienen un tino especial para olfatear la frase de moda y apropiársela antes que los demás, como si ellos mismos fueran sus inventores. Acumulan un surtido especial de esas frases para expresar su profundísima simpatía por la humanidad, para definir cuál es, por lo que toca al entendimiento, la filantropía más correcta y justa, y para reprender sin descanso el romanticismo, palabra con la que a menudo significan todo lo que es belleza y verdad, un átomo de lo cual vale más que todo su viscoso linaje. Son, sin embargo, lo bastante toscos para no reconocer la verdad en su forma anómala, transitiva e incompleta, y rechazan todo lo inmaduro, inestable y aberrante. El hombre bien cebado ha pasado toda su vida alegremente, con todo al alcance de su mano, pero sin haber hecho nada, y no sabe cuánto trabajo cuesta hacer cualquier trabajo, y así pies ¡ay de quien roce con aspereza sus orondos sentimientos! No lo perdonará jamás y se vengará con deleite. (...)»


En la actitud que su mujer manifiesta cuando su marido la mira inquisitivo hay torpe disimulo y cierto miedo arrebujado. Nuestro protagonista, que no deja de observarla, advertirá esto y más que conclusiones –imposibles por su falta de conocimiento del mundo– sacará brillo a su intuición, que conjugada con su buena base de carácter le impulsarán a ser de ayuda, en hacer algo por contentar a esa cándida dama que le atrae tan magnéticamente. Así, la sorprenderá alguna vez en el jardín llorando, siempre meditabunda, perdida en una melancolía indescifrable.

Tras una trepidante escena en la que empezamos a comprender el porqué lo de «Pequeño héroe» del título –en la cual se monta, tras una ofensa insoportable de su beldad perseguidora, en un caballo indomable para mostrar a todos su resolución, acción que producirá cálidos resultados–, terminamos finalmente de convencernos al respecto cuando descubre casualmente cuál es la razón del desasosiego de su dama: el amor.

En el desenlace del relato asistimos a una escena muy entrañable y positiva, en medio de descripciones bellísimas tanto del paisaje como de los sentimientos, en la cual el protagonista queda redimido de su primer episodio de enamoramiento, de orgullo herido, de afección espiritual.


«(...) Pero todo mi espíritu parecía sorda y dulcemente fatigado, diríase que por la intuición de algo, por algún presentimiento. (...)»





«Mujer en el jardín» de Monet.



En definitiva, con este relato obtenemos una dichosa hojeada a ese tránsito tan confuso y sin embargo tan mágico y memorable que es ir de la infancia a la adolescencia, en el cual el trato que se nos daba en la infancia, por cómodo que fuera, nos empieza a avergonzar e irritar; en el cual se perfila ya una configuración estética de nosotros mismos que es sagrada y cuya profanación por parte de unos adultos que no nos atrevemos a enfrentar –y que no entendemos– nos abochorna profundamente. Todo esto junto al ingenuo descubrimiento del amor y de la sexualidad, que al principio acapara el doscientos por cien de una atención sobrepasada por tan insospechadas e inabarcables apariciones, también produce los primeros tormentos y los primeros embelesos: las incipientes y todavía candorosas pugnas espirituales, iniciación de lo que luego serán batallas no tan inocentes y no tan candorosas. Un ejemplo del buen hacer psicológico por parte del autor queda patente en fragmentos como el siguiente:


«(...) Yo ardía de vergüenza detrás de mi puerta, con la cabeza hundida en la almohada, y no abrí ni contesté. Ellas siguieron llamando y rogándome largo rato, pero yo estuve impasible y sordo como sólo puede estarlo un muchacho de once años.
¿Pero qué hacer ahora? Todo había quedado al descubierto, todo cuanto yo había mantenido tan celosamente secreto y recatado estaba a la vista... ¡Descargaban sobre mí la vergüenza y la deshonra eternas!... A decir verdad, no sabía siquiera cómo llamar eso que tanto temor me causaba y que hubiera querido ocultar; pero el hecho era que temía algo y que el descubrimiento de ese algo me había hecho temblar hasta entonces como un pajarito. Sólo una cosa había ignorado hasta ese momento: cómo era aquello: si conveniente o inconveniente, si digno de encomio o de oprobio, si loable o reprobable. Ahora, sin embargo, en mi tormento y aguda aflicción, me persuadí de que era algo ridículo y vergonzoso. Instintivamente sentía al mismo tiempo que tal juicio era falso, inhumano, grosero; pero es que me veía anonadado, destruido; mis pensamientos parecían haberse detenido y embrollado, no podía apelar de tal juicio, ni siquiera calibrarlo con precisión, estaba ofuscado; sentía sólo que mi corazón había sido herido cínica y cruelmente y me deshacía en llanto estéril. Estaba furioso. En mí bullían la indignación y el odio, que hasta entonces nunca había conocido, porque ésta era la primera vez en mi vida que experimentaba un dolor genuino, un insulto, una herida sentimental; y todo era así como lo cuento, sin ninguna exageración. En el niño que yo era había sido ultrajado brutalmente un primer sentimiento todavía lozano y desconocido; había sido –¡tan temprano!– saqueado y mancillado un primer sentimiento de pudor, fragante y virgen, y había sido ridiculizada otra primera, y quizá muy genuina, impresión estética. Por supuesto quienes de mí se burlaban no sabían esto ni sospechaban mi aflicción. (...) Y esta otra: ¿cómo, con qué ojos y con qué pretexto, podía yo ahora mirar cara a cara a Madame M*** y no morirme en el acto de vergüenza y desesperación?»




Conclusiones:

El protagonista del cuento es un joven –o niño si se prefiere– de once años que deambula entre un gran número de personas pertenecientes a la alta sociedad en una casa de campo en la que el anfitrión organiza, despreocupado por los gastos, una larga fiesta repleta de excursiones y entretenimientos variados. Como alma impresionable que aún es, no entiende muchas de las conversaciones y gestos que a su alrededor se profieren unos adultos casi ajenos a él, que pasa desapercibido. Es curiosa esa sensación que todos recordaremos de cuando éramos niños y lo veíamos todo muy grande, lo ordinario como maravilloso, mientras los adultos por el contrario acostumbramos a ser pragmáticos y ver a un niño como algo insignificante e incluso molesto. La brecha entre esos dos mundos queda implícita en «El pequeño héroe».

Las aventuras de nuestro protagonista comienzan cuando una bella rubia –frívola pero carismática y centro de todas las miradas– le elige como blanco de sus pesadas bromas. Él, que ya no se percibe como un muñeco con el que puedan juguetear y decirle cualquier cosa –en la puerta de la adolescencia una imagen de sí mismo y una dignidad u orgullo que mantener se está ya poniendo en marcha–, pero, tímido, educado e ingenuo como es, tampoco se atreve a rebelarse ni a quejarse, por lo que padece una gran angustia a manos de su perseguidora, anhelosa de torturarle frente a todos mediante sus pícaras jugarretas.

Esta beldad es sin duda motivo de padecimiento espiritual, pero habrá otro más en la figura de su mejor amiga, de carácter opuesto: sumisa, bondadosa y empapada de una melancolía que es incapaz de disimular. Su marido es egocéntrico, celoso, posesivo (Dostoievski lo critica de manera muy pertinente). Nuestro joven percibirá un sentimiento desconocido para él de manera muy confusa, sin saber qué es, qué implica y cómo ha de calibrarse; así, se maneja más por instinto que por razonamientos, fuera de su alcance a la edad que posee. Indagará en el origen de la melancolía que atribula a su dama y descubrirá la verdad, convirtiéndose finalmente, efectivamente, en un "pequeño héroe" en una escena de gran belleza y fineza psicológica y emocional que conquistará nuestro corazón. Este afable relato nos introduce primorosamente en una época pasada en la que una versión ingenua y entrañable de nosotros mismos recogía ávidamente un mundo que parecía tan pronto maravilloso como angustioso: todo percibido bajo destellos inolvidablemente saturados.

lunes, 5 de enero de 2015

«Alicia en el país de las maravillas» de Lewis Carroll.

Para los niños una magnética aventura; para los adultos una gran oportunidad de reencontrar su psicología infantil en una virtuosa melodía onírica repleta de ingenios fabulosos, juegos lógicos y humor absurdo, pero también de una sátira hacia el mundo victoriano en particular y hacia el adulto occidental en general

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de breve reseña literaria.

El análisis no contiene spoilers, aunque se hace alusión a algún acontecimiento de la historia –imprescindibles para explicar su esencia– de relevancia menor, es decir, que no afectan al interés por la lectura (similares eran a los que había en el propio prólogo de mi edición).

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

La primera imagen corresponde a la edición del libro que he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.

Análisis:

Yo tuve mi primer contacto con «Alicia en el país de las maravillas» siendo muy pequeño gracias a la famosa película animada de Disney (a la que se dedicará próximamente su correspondiente entrada), experiencia de impresiones lamentablemente olvidadas a excepción de aquella fascinante facilidad para aceptar por real lo pintoresco de Alicia, como solo acostumbran a lograrlo los niños. La obra escrita, no obstante haber sido leída ya siendo adulto, es un excelente modo de hacer ver la razón por la cual un libro alcanza la denominación de clásico aun siendo en primera instancia, tal es el caso que nos ocupa, un libro infantil; se verá que bajo esa apariencia hay mucho más escondido, razón de la enorme popularidad que llega incansable a nuestros días.





Edición 2010 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).



«Alicia en el país de las maravillas» posee varias capas. Si analizáramos la más obvia y superficial, la de un original cuento para niños, podríamos terminar el análisis relativamente rápido. Pero si hurgamos en la intencionalidad subyacente –y probablemente hasta cierto punto inconsciente– del autor, el matemático Lewis Carroll (seudónimo de Charles Lutwidge Dodgson), descubrimos corrientes claramente transcendentales y que pueden dar para mucho más.


Es importante destacar la insólita –y, he de decirlo, encantadora– circunstancia en la que se originó este magnífico ingenio. Carroll era una persona amable y distraída que poseía grandes dotes matemáticas y artísticas (no sólo literarias, también es uno de los precursores de la fotografía) y cuya personalidad singular ha dado lugar a muchas conjeturas a lo largo del tiempo, sobre todo en torno a la gran dicha que sentía al compartir su tiempo con niñas a las que gustaba llevar de excursión, sorprender con historias de su inventiva y trucos de magia y, también, fotografiar. Imposible ha sido para muchos evitar en semejante caso suposiciones de lo más negras y ácidas, aunque, por lo que he podido investigar y tal y como dice Jaime de Ojeda en el prólogo de mi edición –que aprovecho para subrayar y elogiar–, no existe ninguna prueba firme de que Carroll tuviera anhelos o intenciones perversas. Lo que sí está claro es la existencia de un amor a las hijas de sus amigos –hacia los niños sentía aversión– y en particular hacia una tal Alice Liddell, relación que inspiró la creación tanto de «Alicia en el país de las maravillas» como de su continuación, «Alicia a través del espejo». La que aquí tratamos surgió casualmente en una excursión en barca a través del río Támesis, a raíz de la insistencia de las tres hermanas Liddell: Lorina, Alice y Edith –trece, diez y ocho años de edad respectivamente en el momento– por ser deleitadas con un cuento. Así da comienzo la versión primitiva –la matizaría años después a vistas de su publicación– de uno de los libros infantiles más célebres de la historia. Es muy importante éste hecho, como dije antes, pues condiciona de manera esencial el espíritu de la obra; se trata de un episodio creativo desinhibido y formulado desde el amor y las ganas de sorprender, lo que se traduce en un resultado fresco, ágil, carente de estructuras encorsetadas y que trasluce una graciosa improvisación sin que ello signifique lo más mínimo una mancha; al contrario, refuerza la obra muy positivamente, sobre todo gracias a la inagotable inventiva del autor, tal y como reconocería posteriormente un asombrado Robinson Duckworth, reverendo amigo de Carroll y partícipe del fantástico relato en aquella casi legendaria excursión en barca.


Pero Carroll no se conforma con ése ingenio que tanto ha dado que hablar –en sus composiciones más incoherentes se han visto claros indicios precursores de lo que sería el dadaísmo–, vigorizado además por su magistral dominio de la lógica que introduce muy sutilmente a nivel lingüístico –en la traducción lamentablemente se pierde mucho– y en la relación que presentan los cuerpos con el espacio (como cuando Alicia cae por el abismo de la madriguera: «Sea porque el pozo era en verdad muy profundo, sea porque en realidad estaba cayendo muy despacio…»), sino que deja libre su opinión sobre el mundo victoriano, por el cual sentía igual atracción que desprecio. En una Inglaterra moral y frígida en la que las emociones estaban limitadas por la sociedad, Alicia es una niña de su época y está fuertemente influida por ese puritanismo; de ahí sus modales, su recato e, incluso, la ya naciente mancha adulta del orgullo, cierta fanfarronería y la tendencia a la observación referencial basada en el convencionalismo. Pero Alicia sigue siendo una niña y por tanto superior a las caricaturas –muy hábilmente ejecutadas por el autor– del mundo adulto que la observan inquisitiva, fatua y desdeñosamente (y sin concebir que tras su buena pose y tono autoritario ellos mismos son completamente idiotas), ofendiéndolos o escandalizándolos a su paso. Al parodiar estas actitudes el autor genera un absurdo que llega a ser muy cómico.



«Alicia y la Oruga se estuvieron contemplando en silencio durante algún tiempo. Al fin la Oruga se quitó la boquilla del narguile de la boca y le habló con voz lánguida y adormilada.

–¿Quién eres tú? –preguntó la Oruga.
No era ésta precisamente la manera más alentadora de iniciar la conversación. Alicia replicó, algo intimidada:
–Pues verá usted, señor..., yo..., yo no estoy muy segura de quién soy, ahora, en este momento; pero al menos sé quién era cuando me levanté esta mañana; lo que pasa es que me parece que he sufrido varios cambios desde entonces.
–¿Qué es lo que quieres decir? –dijo la Oruga con severidad–. ¡Explícate!
–Mucho me temo, señor, que no sepa explicarme a mí misma –respondió Alicia–, pues no soy la que era, ¿ve usted?
–¡No veo nada! –dijo la Oruga.
–Temo no poder decírselo con mayor claridad –insistió Alicia muy cortésmente–, pues, para empezar, ni yo misma lo comprendo; y además, cambiar tantas veces de tamaño en un solo día resulta muy desconcertante.
–No lo es –replicó la Oruga.
–Bueno, quizá a usted aún no se lo parezca así –dijo Alicia–; pero cuando se haya transformado en una crisálida (y eso ha de pasarle algún día, ¿sabe?), y después, cuando se convierta en mariposa, ¿no cree usted que le parecerá todo eso un poco extraño?
–¡En absoluto! –declaró la Oruga.
–Bueno, quizás tenga usted sentimientos distintos a los míos –dijo Alicia–; pero lo que sí sé es que yo, en su lugar, me sentiría ciertamente muy rara.
–¡Ah! ¡Tú! –dijo la Oruga con desdén–. ¿Y quién eres tú?»




«Oruga usando un narguile» de Tenniel, artista que magníficamente ilustró la edición original.



La atracción de «Alicia en el país de las maravillas» en el público adulto radica en gran medida en la desinhibición que supone su lectura; Alicia solo es una niña ingenua tan perdonable como sus "inconvenientes" aventuras, ya que se mantienen en un recinto onírico que provoca que el lector baje la guardia. Como he dicho, Lewis Carroll se está burlando del mundo adulto constantemente, y hace sus normas en última instancia inservibles e infundamentadas. Así pues, el adulto se libera, los escudos desactivados, y se ríe de sí mismo sin darse cuenta. He de decir a nivel personal que si teniendo ocho años hubiera tenido la capacidad de entender lo que en éste sentido quiere decir «Alicia en el país de las maravillas» –y, todo sea dicho, el atrevimiento y desparpajo de Alicia–, quizá no hubiera perdido aquellos años consumiéndome en una confusa ira hacia maestras y familiares.


Por otro lado, gracias a esta obra me he sentido introducido en mi olvidada interpretación del mundo de mi "yo" infantil; «Alicia en el país de las maravillas» calca a la perfección la incomprensión de los niños hacia el mundo adulto y hacia las pautas que éstos les imponen, como las normas, la escuela, las lecciones (que los animales, como los adultos, le hacen recitar a Alicia muy severamente, a lo que ella responde tergiversándolas enteras permitiendo que Carroll abofetee célebres canciones moralizadoras de la época para los niños: satirizándolas). Alicia siente un gran hastío hacia el mundo adulto que le rodea y oprime, y no duda en lanzarse a la aventura tras el frenético y agobiado conejo del reloj. El adulto, sin saber muy bien la razón, le sigue encantado a ese mundo, probablemente sin cerciorarse de que en ese momento es también un niño. A continuación, transcribo tres fragmentos que complementan esta explicación:




«Alicia encuentra una puertecita» de Tenniel.



«La cosa no tenía nada de muy especial; pero tampoco le pareció a Alicia que tuviera nada de muy extraño que el conejo se dijera en voz alta: "¡Ay! ¡Ay! ¡Dios mío! ¡Qué tarde voy a llegar!" (cuando lo pensó más tarde, decidió que, ciertamente, le debía de haber llamado mucho la atención, mas en aquel momento todo le pareció de lo más natural); pero cuando vio que el conejo se sacaba además, un reloj del bolsillo del chaleco, miraba la hora y luego se echaba a correr muy apresurado, Alicia se puso en pie de un brinco al darse cuenta repentinamente de que nunca había visto un conejo con chaleco y aún menos con un reloj de bolsillo. Y, ardiendo de curiosidad, se puso a correr en pos del conejo a través de la pradera, justo para ver cómo se colaba raudo por una madriguera que se abría al pie del seto.

Un momento después, Alicia también desaparecía por la madriguera, sin pararse a pensar cómo se las iba a arreglar para salir después.»







«El Conejo Blanco» de Tenniel.




«–Pues he de narrársela –concedió la Tortuga Artificial con voz hueca y cavernosa–; sentaos ambos, y no me interrumpáis con nada hasta que haya acabado.

Así, pues, se sentaron; pero nadie dijo una palabra durante bastante tiempo. Alicia pensó: "No sé cómo va a acabar su historia si no se decide a empezarla alguna vez"; pero se contuvo y esperó con paciencia.
–Hubo una época –rompió por fin  a hablar la Tortuga Artificial con otro gran suspiro–, en que yo fui una auténtica tortuga.
Esas solemnes palabras fueron seguidas de un profundo y prolongado silencio, que sólo interrumpía algún que otro graznido del Grifo y los sollozos mal reprimidos de la Tortuga Artificial. Alicia estaba a punto de levantarse y de decir: "Muchas gracias, señora, por su interesante historia", pero estaba convencida de que tenía que haber algo más, así que se quedó sentada sin rechistar.
–Cuando éramos pequeñas –continuó al fin la Tortuga Artificial sin poder aún reprimir sus sollozos–, íbamos al colegio bajo el mar. El maestro era una vieja tortuga al que llamábamos Galápago.
–¿Y por qué lo llamaban "Galápago" si no lo era? –preguntó Alicia.
–Lo llamábamos "Galápago" –replicó muy molesta la Tortuga Artificial–, por las muchas conchas que tenía, ¡naturalmente! ¡Vaya pregunta! ¡Sí que eres necia!
¡Debería darte vergüenza molestar con preguntas tan evidentes! –añadió el Grifo; y ambos, sentados en silencio, fulminaron a Alicia con la mirada en mudo y abrumador reproche.
Alicia estaba ya deseando que se la tragara la tierra, del bochorno que sentía, cuando al Grifo se le ocurrió decirle a la Tortuga:
–¡Ea! ¡Adelante, vieja! ¡Que es para hoy! –y ésta continuó de esta manera:
(...)»

«–¡Eso es muy curioso!

–Francamente, no puede ser más curioso –añadió por su parte el Grifo.
–¡Le salió tan diferente...! –repitió la Tortuga Artificial, dándole vueltas al asunto–. Me gustaría que intentaras recitar algo ahora. Dile que empiece –ordenó mirando al Grifo como si creyera que éste tenía cierta autoridad sobre Alicia.
–Levántate y recita a "Es la voz del haragán" –indicó el Grifo.
"¡Qué ordenes no darán estas criaturas! ¡Ya le hacen a una recitar hasta las lecciones! –pensó Alicia–. Para esto, más me valdría estar en la misma escuela". Pero de todas formas se puso en pie y empezó a recitar el poema, sólo que su cabeza estaba aún dandole vueltas al asunto de la cuadrilla de las langostas y apenas sí sabía lo que estaba diciendo; y en verdad que fue bien raro lo que recitó:
(...)
–Todo eso es muy distinto de lo que yo solía decir de niño –aseguró el Grifo.
–Es posible: lo que es yo, nunca he oído ese poema –dijo la Tortuga Artificial–, pero lo que acaba de recitar me suena a una sarta de disparates.
Alicia no dijo nada: se sentó y se cubrió la cara con las manos, preguntándose se algo acabaría sucediendo alguna vez de una manera natural.
–Me gustaría que me dieran una explicación lógica –prosiguió la Tortuga Artificial.»





«Alicia y el Grifo escuchan la canción de la Tortuga Artificial» de Tenniel.



Y el mundo que nos ofrece esa instintiva decisión casi incomprensible para un adulto y sin embargo tan maravillosa, es la de uno de los tránsitos oníricos más perfectos de la historia de la literatura. Esto se consigue, aparte por supuesto la gigantesca originalidad, mediante un estilo muy directo y repleto de dinámicos diálogos que se centra en hechos muy concretos y atractivos sobre todo por la singularidad de su inverosimilitud pero que es perfectamente identificable a un patrón lógico que hace que nuestro subconsciente no se rebele, al contrario, permite que nos sumerjamos más, que deambulemos como un sueño no obstante estando bien despiertos. Y esta corriente genera –por lo menos así lo he sentido– un efecto muy interesante: el de apreciar con nitidez el momento que describe la lectura para, un corto tiempo después de haberlo dejado atrás, sentir como se difumina en la mente, igual que ocurre en los sueños.


Por último, considero enriquecedor transcribir tres escenas famosas que sirven además para recoger todo lo que he ido explicando: el encuentro con el Gato de Cheshire (coincido con Jaime de Ojeda con que es Lewis Carroll introduciéndose de pleno en su propia obra); la reunión con la Liebre de Marzo y el Sombrerero; y la aparición en el jardín de la Reina de corazones (en la que la sátira alcanza su cenit):


«(...), cuando se sobresaltó un tanto al ver al Gato de Cheshire posado sobre la rama de un árbol a unos cuantos metros de donde ella estaba.

El Gato sonrió al ver a Alicia. Parecía tener buen carácter, consideró Alicia; pero también tenía unas uñas muy largas y un gran número de dientes, de forma que pensó que convendría tratarlo con el debido respeto.
–Minino de Cheshire –empezó algo taimadamente, pues no estaba del todo segura de que le fuera a gustar el cariñoso tratamiento; pero el Gato siguió sonriendo más y más. "¡Vaya! Parece que le va gustando", pensó Alicia, y continuó–: ¿Me podrías indicar, por favor, hacia dónde tengo que ir desde aquí?
–Eso depende de adónde quieras llegar –contestó el Gato.
–A mí no me importa demasiado adónde...–empezó a explicar Alicia.
–En ese caso, da igual hacia adónde vayas –interrumpió el Gato.
–...siempre que llegue a alguna parte –terminó Alicia a modo de explicación.
–¡Oh! Siempre llegarás a alguna parte –dijo el Gato–, si caminas lo bastante.
A Alicia le pareció que esto era innegable, de forma que intentó preguntarle algo más:
–¿Qué clase de gente vive por estos parajes?
–Por ahí –contestó el Gato volviendo una pata hacia su derecha–, vive un sombrerero; y por allá –continuó volviendo la otra pata–, vive una liebre de marzo. Visita al que te plazca: ambos están igual de locos.
–Pero es que a mí no me gusta estar entre locos –observó Alicia.
–Eso sí que no lo puedes evitar –repuso el Gato–; todos estamos locos por aquí. Yo estoy loco; tú también lo estás.
–Y ¿cómo sabes tú si yo estoy loca? –le preguntó Alicia.
–Has de estarlo a la fuerza –le contestó el Gato–, de lo contrario no habrías venido aquí.»





«El Gato de Cheshire» de Tenniel (el espacio en blanco, naturalmente, corresponde a un marco de texto).




«La mesa era bien grande, y, sin embargo, los tres se habían agrupado muy juntos en torno a una esquina. "¡No hay sitio! ¡No hay sitio!", se pusieron a vociferar apenas vieron que Alicia se les acercaba.
–¡Hay sitio de sobra! –replicó Alicia indignada sentándose en una amplia butacona que estaba arrimada a un lado de la mesa.
–¿Te apetece un poco de vino? –insinuó meliflua la Liebre de Marzo. Alicia miró por toda la mesa sin ver más que té, por lo que observó:
–No veo ese vino por ninguna parte.
–No lo hay –replicó en seguida la Liebre de Marzo.
–Entonces, no ha sido nada amable el ofrecérmelo –dijo Alicia enojada.
–Tampoco lo ha sido sentarse a esta mesa sin haber sido invitada –repuso la  Liebre.
–¡Cualquiera diría que la mesa fuera sólo para ustedes! –dijo Alicia–. Puedo ver que está puesta para muchas más de tres personas.
A todo esto, el Sombrerero, que había estado observando a Alicia con gran curiosidad, le dijo:
–¡Lo que tú necesitas es un buen corte de pelo! –Era lo primero que se le había ocurrido decir en un buen rato.
–¡Debería usted acostumbrarse a no hacer comentarios personales! –contestó Alicia–. ¡Es de muy mala educación!
Al oír esto, el Sombrerero abrió desmesuradamente los ojos, pero todo lo que dijo fue:
–¿En qué se parece un cuervo a una mesa de escribir?
"¡Vaya! Parece que nos vamos a divertir un poco –pensó Alicia–. Me alegro de que les guste jugar a las adivinanzas...", y añadió en voz alta:
–Creo que sé la solución.
–¿Cómo? ¿Quieres decir que piensas decirnos la solución? –preguntó sorprendida la Liebre de Marzo.
–Precisamente –contestó Alicia.
–Entonces –continuó la Liebre–, debieras decir lo que piensas.
–¡Pero si es lo que estoy haciendo! –se apresuró a replicar Alicia–. Al menos..., al menos pienso lo que digo..., que después de todo viene a ser la misma cosa, ¿no?
–¿La misma cosa? ¡De ninguna manera! –negó enfáticamente el Sombrerero–. ¡Hala! Si fuera así, entonces también daría igual decir "veo cuanto como" que "como cuanto veo".
–¡Qué barbaridad! –coreó la Liebre de Marzo.»





«La Liebre de Marzo y el Sombrerero» de Tenniel.




«–¡En pie! –les gritó la Reina con voz estridente y fuerte; los tres jardineros se levantaron en el acto y se pusieron a hacer profundas reverencias al Rey, a la Reina, a los Infantes Reales y a toda la comitiva.
–¡Basta! –gritó la Reina–. ¡Me están mareando! –y señalando al rosal añadió–: ¿Se puede saber qué es lo que habéis estado haciendo aquí?
–Con la venia de Vuestra Majestad –empezó a explicar el Dos con tono más que humilde e hincando una rodilla mientras hablaba–, estábamos intentando...
–¡Ya veo! –dijo la Reina, que mientras tanto había estado examinando las rosas–. ¡Que les corten la cabeza!
Tras de lo cual el cortejo continuó su progreso; tres soldados quedaron detrás con el encargo de ejecutar a los desgraciados jardineros, que corrieron a pedirle protección a Alicia.
–¡No perderéis la cabeza! –les dijo Alicia, y los metió en una gran maceta que estaba por ahí. Los tres soldados estuvieron errando durante algún rato buscándolos, y luego se marcharon tranquilamente con los demás.
–¿Han perdido sus cabezas?
–Sus cabezas se han perdido, así le plazca a Vuestra Majestad –respondieron impávidos los soldados.
–¡Así me gusta! –replicó la Reina a voces, y luego–: ¿Sabes jugar al croquet?»







En definitiva, una experiencia onírica única a través de una narración ágil y atrayente, repleta de razonamientos ingeniosos y de conversaciones absurdas que puede llegar a lo hilarante. El personaje de Alicia se gana un cálido hueco en el corazón del lector, que se apena del fin de cada originalísimo episodio a cambio de asistir maravillado al que continúa. Y esto creo que es fundamentalmente, aparte de lo dicho, porque el niño que llevamos dentro se descubre dentro de la mente espontánea y el corazón ingenuo de la protagonista. Y hago hincapié en lo mucho que tiene de sátira «Alicia en el país de las maravillas», que ridiculiza al modoso pero estéril adulto en pos de la desenfadada e inagotable visión de los niños. Todo ello hay que agradecérselo a un autor muy especial.





Charles Lutwidge Dodgson (Lewis Carroll) en 1863.



Conclusiones:


«Alicia en el país de las maravillas» es, ante todo, un juego que atrapa al lector en sus dilemas lingüísticos, en sus episodios absurdos hasta lo hilarante, en sus cabriolas lógicas y en su originalidad desbordante; pero otro factor fundamental es el perfecto marco onírico que el autor nos propone, con un estilo ágil –se explica en gran medida en la circunstancia en que se concibió, improvisada– y concentrado que siempre descarta el añadir por añadir. 


Mención aparte merece la transcendencia que se descubre tras su aparente sencillez de narrativa infantil: la obra es una ingeniosa sátira al puritano mundo victoriano y al mundo adulto en general. ¿Qué provoca en el lector? Pues, precisamente, que se identifique en mayor o menor medida con esas sátiras y que se ría de sí mismo y/o de los adultos que le rodean (y que le aplicaron semejante "severidad" durante su infancia). No nos cuesta aceptar las pintorescas peripecias de Alicia porque muy hábilmente Carroll las dota de una relación lógica que contribuye a la inmersión profunda del lector, que disculpa de buena gana los errores o descuidos de la protagonista  en su ingenuidad de niña y en el hecho de que "solo esté soñando".


Alicia nos propone salir de nuestra cuadriculada percepción de la vida y nos introduce en la inagotable fuente de posibilidades del sueño a través de nuestro "yo" infantil, del niño que llevamos dentro, que por momentos resucita en las respuestas y pensamientos de la protagonista, en el hastío y la incomprensión que manifiesta hacia la rigidez del mundo adulto y que nosotros también sentimos en su día. En este rol tan íntimo nos entusiasmamos con la intensa extrañeza de cada episodio y, de alguna manera, sentimos dejar algo importante al término de cada uno, pero en seguida nos envuelve magnética la siguiente escena.

He de alabar también al ilustrador John Tenniel, al que Carroll encomendó las ilustraciones –todas las de esta entrada son de su autoría–, para la edición original de Alicia (Lewis Carroll trató de hacerlas por sí mismo en primera instancia, pero le faltó tiempo y técnica). Tenniel cumplió con creces, y sus ilustraciones siguen siendo las mejores (incluso más que las que luego hiciera el gran Arthur Rackham); fue una conjunción feliz de artistas que supieron exactamente lo que debía representar el espíritu de Alicia.

Lectura muy recomendable. Será difícil que nos olvidemos de esa revolucionaria que es Alicia en su propio mundo de las maravillas, de su bendita espontaneidad y frescura de carácter. No viene nada mal recordar lo que fue ser un niño.

jueves, 1 de enero de 2015

«Ficciones» de Borges.

Borges es un autor inclasificable que emplea un lenguaje sobrio y preciso para unos cuentos tremendamente ingeniosos que juegan con la irrealidad de la realidad, laberintos temporales, argumentaciones matemáticas, el inevitable destino del hombre, significaciones oblicuas, el infinito cosmos más allá del entendimiento y utopías paradójicas

Antes de nada...


Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de reseña literaria (después de la imagen de Borges).

El análisis no contiene spoilers (no se verá ninguna revelación final inesperada arruinada), aunque se hace alusión a algún acontecimiento de la historia imprescindible para trasladar su esencia. Se verá que es el propio autor el en sus cuentos va explicando paradojas, supuestas investigaciones o mundos ficticios muy técnicamente ya desde la primera línea, a veces no habiendo más que eso, como en el caso de «Las tres versiones de Judas», en el que más que trama se habla de deducciones lógicas y, por tanto, no veo problema alguno en irlas comentando como si de una obra filosófica se tratara.

Téngase en cuenta que tanto la introducción general del análisis como las conclusiones finales serán trasladadas de manera prácticamente idéntica en los siguientes libros de cuentos de Borges («Historia Universal de la Infamia»; «El Aleph»; «El informe de Brodie»; «El libro de arena»; «La memoria de Shakespeare») que decida leer y trasladar al blog.

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Aprovecho para desearos un próspero año nuevo.


Análisis:

Cuando me interesé por Borges fue porque intuía una gran inventiva fantástica en pequeños fragmentos, en cuentos ágiles y dichosos. La realidad ha diferido de esa peregrina idea. Borges es un ente del todo extraño, es un caso único en la historia de la literatura. Tarea imposible es hacer un análisis que atrape todos los matices de sus cuentos, pero haré lo que pueda por un humilde resultado que extienda pistas razonables.



Edición 2011 de Lumen (diseño de cubierta: Marta Borrell).



Lejos de lecturas emotivas o cargadas de expresividad, lo que se encuentra en «Ficciones» son cuentos muy sobrios, que poco o nada tienen que ver con el cuento tradicional más que su prolongación. El autor es tremendamente meticuloso, evita el sentimentalismo y la expresividad de los recursos estilísticos casi de manera obstinada. Borges demuestra una gran inteligencia y una tremenda, podemos decir prodigiosa erudición. Hay un amor a la literatura que empapa de manera constante la obra (no cesa de citar autores, ediciones...). ¿Qué es lo que sucede? Es aburrido –aunque no siempre–, sobre todo el primero de los dos libros en que se divide «Ficciones» («El jardín de los senderos que se bifurcan» y «Artificios» respectivamente), de estilo más teórico o académico. Requiere concentración, paciencia y pausa. ¿Puede lo aburrido ser también sumamente interesante? Por supuesto, y éste es un gran ejemplo.

No me convence su manera de escribir. No es que esté mal, naturalmente, el problema es que no es afin a mí. O no aún. Yo no entiendo la literatura así; sí la filosofía: muchas veces áspera, directa y concentrada, pero no la literatura. Y aquí hay algo importante: ¿no están muchas de las problemáticas de Borges perfecta, extendida, y, sobre todo, apasionadamente expuestas en un Schopenhauer o en un Berkeley? Pero los críticos quedan pasmados, sobrepasados por la complejidad de Borges. Yo durante los primeros cuentos de «Ficciones» no daba crédito: «¿De dónde han sacado estas rarezas ingeniosas pero parcialmente insípidas su enorme fama?»; incluso veía un absurdo, empecé a jugar, desconfiado, con la idea de que el autor se burlara del lector, o de sus propias ocurrencias paradójicas. No pude menos que recelar también de su amabilidad, de su modestia chocante que me resultaba prescindible en sus escritos, en sus prólogos (¿y cómo huir del empalago retórico para caer en el empalago de la cortesía?). A veces puede resultar molesto que un hombre del que esperamos historias no pueda evitar enumerar obras –de las que el lector presumiblemente no conocerá la mayoría– como para disparar el sentido de su propio cuento hacia allí, como si quisiera ampliar sus microuniversos con los innumerables recovecos de la literatura universal, cuyo tremendo poder sólo basta ser citado para tejer portales oscuros.

Y aquí está la ambigüedad. Porque queda claro que el autor es muy culto, lúcido e ingenioso, pero de ahí a que alabemos inextricables universos a cada proposición...; sí, los hay, a cargo de la interpretación enormemente personal del lector teniendo en cuenta lo dado, pero no puedo creer que todo esto lo diseñara Borges como un matemático del lenguaje supremo; Wittgenstein es un lógico del lenguaje, y observamos una intencionalidad clara: en Borges siempre a veces se pierde algo, no porque sus designios sean a cada paso, a mi parecer, personalmente conscientes de su inescrutabilidad, sino a causa de una ambigüedad, cuyas propiedades "benéficas" alaba el mismo autor en determinado párrafo. La ambigüedad es garantía de eterna discusión si es moldeada por mano hábil, esto lo sabía también bien Whitman.


En todos los cuentos de «Ficciones» he hallado temas similares: la irrealidad de la realidad, la eternidad, los circuitos infinitos, los laberintos temporales, el lenguaje como supremo arte de los conceptos, el cosmos inescrutable, propuestas argumentales bajo direcciones matemáticas, el destino inevitable del hombre, la indagación sorprendente y sorprendida, oblicuas significaciones, complejísimas utopías, inspiraciones oníricas –instigadas por su grave accidente–, los espejos como metáfora de la libre interpretación de los irónicos y cambiantes juegos existenciales, la leyenda arcaica, lo pasmoso como rutinario y lo rutinario como pasmoso. Hay que repetirlo: no hay nadie como Borges; éste hecho hace que habituarse a su obra se ate casi ineludiblemente a la práctica de su lectura.


Ahora se entiende el porqué yo no estoy capacitado para un análisis riguroso de la obra, pero también un escepticismo –lícito o no– de mi interpretación respecto al origen de esa "imposibilidad". Una vez dicho todo esto a modo de ideas generales, iré cuento a cuento sacando una (tratará de ser breve) conclusión personal –que no necesariamente fidedigna–. Esto no debiera preocupar al lector, ya que sólo son meros hilos de sus grandes posibilidades; lo que pienso yo aquí puede no coincidir para nada con lo que sonsaque otro (es curioso el hecho, ya que Borges no mantiene una postura inamovible respecto a nada, para él todo es discutible, un hombre se convierte constantemente en todos los hombres y nada puede en el cosmos discernirse de una sola manera, por complejo que sea el intento de abarcarlo). En cualquier caso, en esta entrada no se desvelan esas soluciones imprevistas propias de muchos de los cuentos del autor.


  • Libro primero: «El jardín de senderos que se bifurcan» (1941); compuesto por «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»; «Pierre Menard, autor del Quijote»; «Las ruinas circulares»; «La lotería en Babilonia»; «Examen de la obra de Herbert Quain»; «La Biblioteca de Babel»; «El jardín de senderos que se bifurcan».



  • Libro segundo: «Artificios» (1944); compuesto por «Funes el memorioso»; «La forma de la espada»; «Tema del traidor y del héroe»; «La muerte y la brújula»; «El milagro secreto»; «Tres versiones de Judas»; «El fin»; «La secta del Fénix»; «El Sur».



«Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»:



«(...) Otra escuela declara que ha transcurrido ya todo el tiempo y que nuestra vida es apenas un recuerdo o reflejo crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable. Otra, que la historia del universo –y en ellas nuestras vidas y el más tenue detalle de nuestras vidas– es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio. Otra, que el universo es comparable a esas criptogramas en las que no valen todos los símbolos y que sólo es verdad lo que sucede cada trescientas noches. Otra, que mientras dormimos aquí, estamos despiertos en otro lado y que así cada hombre es dos hombres.»

Borges dice en el prólogo que es «Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer bastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos. Mejor procedimiento es simular que esos libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario. (...)». Puede imaginarse, pues, la manera en la que este cuento se ha abordado por el autor: reseña de publicación falsa –supuesta por Borges– cargada de un lenguaje académico y riguroso.


El propio Borges se introduce –como en muchos de sus cuentos– como comentarista de sus ficticios descubrimientos. Esto es, por una serie de casualidades incluso inquietantes, que existe un colosal planteamiento ficticio de un país/planeta que se conoce normalmente como Tlön en el que innumerables autores a lo largo de generaciones han integrado con su persistente creatividad y estudio fauna completa, topografía, mitologías, metafísica, lenguas, arquitectura, etc. 


Todo es idealismo en Tlön, incluso el lenguaje, que siempre relativiza los objetos de modo que la percepción de la existencia es absolutamente subjetiva y en continua transmutación temporal. Los objetos no obtienen relación entre sí sino que son individuales, las ideas no se alinean en base a asociaciones meramente fijas o lógicas, el plagio pierde todo su sentido. No se busca la verdad –acto inconcebible– sino belleza en la composición dialéctica.


Finalmente se observa lo que ocurre –con algún dardo de por medio a determinados movimientos de primera mitad del XX– cuando la fantasía se materializa: lo que embauca la mente del hombre se torna inevitablemente en real.



«Pierre Menard, autor del Quijote»:



«"(...) Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto "original" y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación... A esas trabas artificiales hay que sumar otra, la congénita. Componer el Quijote a principios del siglo XVII era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del XX, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote."»

Probablemente una pintoresca recreación del absurdo en los procesos creativos del hombre, en este cuento se habla de la invención y perspectiva literaria de un autor –todo ficción de Borges, naturalmente–, Pierre Menard, cuyo más singular proyecto fue la recreación  exacta del Quijote pero "sin copiarlo" (sin supuestamente incurrir en tautologías, que es lo cómico y a la par paradójico del cuento). El hombre está predestinado a convertirse en todos los hombres de la historia.




«Mano con esfera reflectante» de Escher.

«Las ruinas circulares»:



«El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Este proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder.»

Interesante y enigmático, este cuento se vale del sostén onírico para cuestionar la aparente solidez de nuestra realidad. El eterno retorno de lo idéntico empapa la esencia de sus líneas, que nos llenan de una incertidumbre inquietante pero también fascinante. Alguien que crea es un dios, pero aquí los dioses ignoran su divinidad. Cuando el protagonista hace realidad su compleja aspiración se da cuenta que, inevitablemente, él es a su vez una compleja aspiración ejecutada. El universo se divide en estadios quizá categorizados en los que pulsiones generativas transforman –que no destruyen– sus componentes (sabedores de lo que les corresponde moldear pero ignorantes en última instancia del origen en el cual han sido moldeados) constantemente a lo largo de un tiempo de configuración bastante discutible.



«(...) En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.»




«Golconda» de Magritte.

 «La lotería en Babilonia»:


«(...) El babilonio no es especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas, ni las esferas giratorias que lo revelan. (...) si la lotería es una intensificación del azar, una periódica infusión del caso en el cosmos ¿no convendría que el azar interviniera en todas las etapas del sorteo y no en una sola? (...) En realidad el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del Certamen con la Tortuga. (...)»

Mostrando de nuevo una predilección por una cultura de la incertidumbre pero inagotable en su capacidad creativa, Borges emplea una lotería con unas reglas de colosal complejidad para crear una metáfora sobre el azar y plantear un supuesto origen racional que se diluye en el tiempo. Los ciudadanos dan impulso a este acontecimiento que adquiere enorme importancia y que con el tiempo escapa a su escrutinio, pasa a ser prácticamente leyenda. Me ha parecido detectar también cierto paralelismo irónico respecto a la Iglesia.



«Examen de la obra de Herbert Quain»:



«"No hay europeo (razonaba) que no sea un escritor, en potencia o en acto". Afirmaba también que de las diversas felicidades que puede ministrar la literatura, la más alta era la invención. Ya que no todos son capaces de esa felicidad, muchos habrán de contentarse con simulacros.»

Usando la misma técnica de "comentar" el planteamiento de un libro sin ejecutarlo pero absorbiendo así rápidamente su significado y originalidad, tal y como he explicado en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», en este cuento se muestran y desmigan rápidamente cuatro a propósito de la muerte de su ficticio autor, Herbert Quain.


El primero de los libros, «God of the Labyrinth», se inicia con un asesinato inexplicable que se aclara al final, pero la enigmática frase que termina la obra eleva al lector por encima del detective.


El segundo libro, «April March», es una compleja trama regresiva cuyas ramificaciones lógicas –que se excluyen entre sí– van abriendo más y más posibilidades. Esto hace que la novela se componga de diferentes prismas o pequeñas novelas diferenciales.


El tercer libro (de idea muy interesante) es «The secret Mirror», y se divide en dos actos. El primero nos sitúa en el altivo romance entre personajes de elevada alcurnia. El segundo por su parte consta de los mismos personajes, pero resulta que son de clase media y que uno de ellos, el partícipe del romance, es autor del primero, morboso en medio del fracaso de sus aspiraciones.


El cuarto libro, «Statements», también muy original, está compuesto por relatos que insinúan un gran argumento pero que son frustrados adrede por el autor. Después «El lector, distraído por la vanidad, cree haberlos inventado».





«Subiendo y bajando escaleras» [detalle] de Escher.




«La Biblioteca de Babel»:



«El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo corolario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.»


Uno de los cuentos más complejos de «Ficciones», y de los que más interpretaciones puede cada cual dilucidar. Se describe minuciosamente la relación de una enorme comunidad de bibliotecarios –la humanidad– con una Biblioteca infinita (o, para ser más exactos, «ilimitada y periódica»), igual que lo son sus libros: no hay dos iguales, pero las combinaciones entre los caracteres son casi inagotables (habrá, por ejemplo, dos libros idénticos salvo por una letra; o libros que casualmente adivinen el futuro; o catálogos falsos; demostraciones de que esos catálogos son falsos; comentarios de comentarios; tratados escritos y lo que en ellos pudo haberse escrito; etcétera). La comunidad está necesariamente obsesionada con los libros, los suicidios están a la orden del día y se respira cierta desesperación por poner algo en claro donde es imposible ninguna salida definitiva a los problemas («Visiblemente, nadie espera descubrir nada»). ¿Podemos imaginar lo horrible que es saber que en algún recóndito rincón de una Biblioteca infinita está la solución a nuestra gran pregunta pero que jamás lo encontraremos aunque estemos toda la vida buscando y leyendo laboriosamente? Y ahí está la metáfora: el terrible y casi imposible enfrentamiento humano por alcanzar el sentido último el universo y de su presencia en él. Por eso Borges está convencido de que nada posee un solo significado.



«No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre –¡uno solo, aunque sea, hace miles de años!– lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique.»

Las interacciones que se practican explotan al máximo la creatividad humana, se prueban todas las combinaciones, pero todo se termina antojando inútil. Frente a la bastedad de la Biblioteca casi nada más allá de la futilidad puede hacer el limitado ser humano (además, una misma palabra, aunque en principio sea incluso un batiburrillo de letras sin sentido, puede significar algo muy poderoso en otro idioma remoto y olvidado o como principio de entonación divino fuera del alcance humano).




«Relatividad» de Escher.



«El jardín de senderos que se bifurcan»:



«(...) Después reflexioné que todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de siglos y sólo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, en la tierra y en el mar, y todo lo que realmente me pasa me pasa a mí...»

Como sintetiza perfectamente el propio Borges en el prólogo, este famoso cuento «es policial; sus lectores asistirán a la ejecución y a todos los preliminares de un crimen, cuyo propósito no ignoran pero que no comprenderán, me parece, hasta el último párrafo».


El protagonista, Yu Tsun, es un espía alemán de origen chino que, a pesar de haber descubierto la localización de un parque de artillería británico, ha sido descubierto por el capitán Richard Madden, pero antes de ser capturado se escabulle del cuartel y coge un ferrocarril con la intención de detenerse en la estación de Ashgrove en busca de un doctor llamado Stephen Albert (que no conoce previamente). La caracterización psicológica es fina, así como los temores y planteamientos acuciados del perseguido (la recomendación final tiene doble sentido una vez se ha leído el cuento).



«(...) Argüí que esa victoria mínima prefiguraba la victoria total. Argüí que no era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de trenes me deparaba, yo estaría en la cárcel, o muerto. Argüí (no menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el hombre se resignará cada día a empresas más atroces; pronto no habrá sino guerreros y dolores; les doy este consejo: "El ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como el pasado". (...)»

El protagonista tuvo un abuelo que se afanó durante trece años para elaborar un laberinto perfecto, pero nadie entendió lo que llevaba hecho cuando le asesinaron de improviso («su novela era insensata y nadie encontró el laberinto»). Le llegan recuerdos sobre el asunto, recuerdos que hacen que por momentos olvide su estado de busca y captura. Como un hecho prácticamente profético, llega a la verja de un jardín chino: el tal Stephen Albert es inglés pero está relacionado con la embajada china, es un erudito de la cultura y estudioso en particular de la obra del abuelo del protagonista. Éste, pasmado, se deja ilustrar (no preocuparse por los fragmentos transcritos: están muy lejos del spoiler).



«Crea, así, diversos porvenires, diversos tiempos, que también proliferan y se bifurcan. De ahí las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto; un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo. Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse, ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts´ui Pên, todos los desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto convergen: por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de los antepasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. (...)»


«A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. (...)»

Se aprecia con lo dicho que se experimentarán, en definitiva, dos tramas: la policial y la transcendental. La primera es ingeniosa y amena, la segunda es una increíble interpretación de la realidad, compleja, matemática, enriquecedora.






«Estados de la mente» de Boccioni.

«Funes el memorioso»:



«(...) No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. (...)»


Primer relato del segundo libro de «Ficciones», «Artificios», y como dice Borges: «de ejecución menos torpe» (la variación es casi imperceptible pero estoy de acuerdo), «Funes el memorioso» es presentada por el autor como "una larga metáfora del insomnio".


Se relata una conversación con Irineo Funes, poseedor fortuito de una memoria perfecta. La bastedad de datos que alberga su mente es incluso difícil de imaginar por el hombre común. Sin embargo, hundido en los puros detalles de la inmediatez, no posee una perspectiva general que le permita contrastar. Quizá por ello emplea el tiempo en la elaboración de catálogos absurdos (aunque poco más puede hacer).






«Corriente» de Bridget Riley.




«La forma de la espada»:



«–Le contaré la historia de mi herida bajo una condición: la de no mitigar ningún oprobio, ninguna circunstancia de infamia.»

De los relatos más sencillos de «Ficciones» y de los más encarados a amenizar. Un hombre conocido como el Inglés de La Colorada cuenta su historia, situada durante los acontecimientos de la guerra de independencia de Irlanda, a Borges, que en primera persona rememora el episodio.


El desenlace es inesperado y supone una agradable y ocurrente chispa para el lector. Podemos entender las enormes e interesantísimas diferencias con que un receptor acoge el mensaje según el modo en que el emisor cuente algo, según la posición que él mismo se dé en la historia de su relato.



«(...) Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vicent Moon.»


«Tema del traidor y del héroe»:



«(...) que la historia hubiera copiado a la historia ya era suficientemente pasmoso; que la historia copie a la literatura es inconcebible...»

Se indaga en el enigmático asesinato del líder conspirador Fergus Kilpatrick –insisto: todo ficción de Borges– sucedido en el día previo al estallido de la revolución en Irlanda. Como en «La forma de la espada», si bien en este caso hay más poder transcendental, hallamos un final que rompe nuestros esquemas, demasiado confiados en lo que nos iba extendiendo la trama, que nos invitaba a senderos desviados.


Un planteamiento que nos recuerda mucho al «Edipo Rey» de Sófocles –el sostén de la admirada antorcha es simultáneamente despliegue de las sombras fatídicas–, en el que además acabamos con la brillante (tal vez socarrona) idea de que la historia que conocemos puede haber sido cualquier cosa menos lo que ocurrió en realidad: puede ser deliberada ficción llevada a la realidad, como he comentado en el cuento «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius».





«La revuelta» de Russolo.



«La muerte y la brújula»:



«–Posible, pero no interesante –respondió Lönnrot–. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado, interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.»

Cuento policiaco –de los más largos de «Ficciones»– de entramado muy elaborado en el que su protagonista, el sagaz detective Erik Lönnrot, se sumerge ávidamente en la investigación de una serie de asesinatos interconectados –con la ayuda del comisario Treviranus, hombre más pragmático– y de los que él deduce hay una antigua organización de asesinos con parámetros lógicos y misteriosos para sus fechorías: investiga al respecto y trata de alcanzar el anhelado paso por delante. Nadie preverá un final que deja los ojos del lector tan sorprendidos como los del propio detective. Es un juego lógico perfectamente perpetrado, el titiritero es maestro (¡y qué irónicamente juega con el lector entre líneas, sin que éste perciba nada!).


Dicha lógica se basa en la equidistancia entre los lugares de los asesinatos, en la simetría del tiempo (siempre el día tres durante tres meses consecutivos), en la búsqueda por parte de los criminales de tres partes de un nombre (del verdadero nombre de Dios). El laberinto en forma de triángulo equilátero es muy ingenioso –con un "falso cuatro"–, pero me quedo también con el laberinto lineal que se propone en el último diálogo.



«El milagro secreto»:



«(...) Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que éste suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. (...)»

Es uno de los cuentos que más –sino el que más– me ha gustado de «Ficciones» (entre otras cosas por elogiables aciertos psicológicos como el expuesto arriba).  En él, el escritor frustrado Jaromir Hladík es arrestado por los nazis que recién han conquistado Praga por su condición de judío y sus protestas o estudios contrarios al ideario del régimen. Es irremisiblemente condenado a muerte. En su cautiverio, los días previos a su ejecución, lamenta no haber terminado su gran obra: un drama en verso («...porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte») con el título de «Los enemigos», configurada por una trama muy ingeniosa –sin duda habría dado para un libro interesantísimo si no fuera por la nula disposición de Borges a realizar obras largas– en la que su protagonista, un tal Roemerstadt, va recibiendo en su casa constantes visitas de aduladores desconocidos –que pese a todo le resultan extrañamente familiares– que cabalmente juzga de conspiradores, ignorando que todo es «un deliro circular que interminablemente vive y revive (...)».


Suplica a Dios un año para terminar su tragedia. Justo cuando es situado en el patíbulo, frente a los soldados con sus fusiles dispuestos, ocurre algo fascinante.





«La persistencia de la memoria» de Dalí.



«Tres versiones de Judas»:



«(...) Alguien observará que la conclusión precedió sin duda a las "pruebas". ¿Quién se resigna a buscar pruebas de algo no creído por él o cuya prédica no le importa?»

Nils Runeberg, sin dejar de ser profundamente cristiano, es el autor –o no puede evitar ser el autor– de «Kristus och Judas», en el que defiende que el objetivo de Judas Iscariote con su traición era en realidad elevado, y que por lo tanto la tradición e incluso los apóstoles le han malinterpretado con total injusticia. Así pues, su discusión teológica se basa por ejemplo en que «para identificar a un maestro que diariamente predicaba en la sinagoga y que obraba milagros ante concursos de miles de hombres, no se requiere de la traición de un apóstol. Ello, sin embargo, ocurrió». Por tanto, deduce que «la traición de Judas no fue casual; fue un hecho prefijado que tiene su lugar misterioso en la economía de la redención»; y prosigue: «El Verbo, cuando fue hecho carne, pasó de la ubicuidad al espacio, de la eternidad a la historia, de la dicha sin límites a la mutación y la muerte; para corresponder a tal sacrificio, era necesario que un hombre, en representación de todos los hombres, hiciera un sacrificio condigno. Judas Iscariote fue ese hombre». Como la divinidad se había rebajado a la mortandad –y, por tanto, había sido manchada con debilidades que eran indignas de ella–, Judas se rebaja a lo mínimo –un traidor sobornado y suicida–, para reflejar a Jesús (se juega con la recurrente metáfora borgiana de los espejos).


Ante el rechazo total de la escena teológica, Runeberg modifica su interpretación y acepta que poseía oscuridades insalvables. Así pues, ahora, recuerda que los apóstoles fueron elegidos por un Jesucristo «que disponía de los considerables recursos que la Omnipotencia puede ofrecer» y que los apóstoles, por su parte, son todos «elegidos para anunciar el reino de los cielos, para sanar a los enfermos, para limpiar a los leprosos, para resucitar muertos y para echar fuera demonios»; por tanto, un individuo «distinguido así por el Redentor merece de nosotros la mejor interpretación de sus actos». Esto le lleva a razonar que imputar su crimen a la codicia no posee sentido. Runeberg cree que Judas se sacrificó en pos de un ascetismo extremo: «se creyó indigno de ser bueno». Deduce que fue absolutamente humilde ya que «pensó que la felicidad, como bien, es un atributo divino y que no deben usurparlo los hombres».


En la tercera interpretación coge de la primera el hecho de que es una indiscutible contradicción afirmar que alguien sea a la vez hombre y libre de pecado. Runeberg interpreta que Dios se hizo totalmente hombre hasta la infamia y la reprobación, y que pudo, para salvarnos, haber escogido cualquier destino, pero que eligió el más ínfimo: Judas. Los teólogos rechazan nuevamente su teoría, pero Runeberg ve en esto una confirmación; entiende que es la mano de Dios la que veda los ojos del resto, que todavía no ha llegado el momento de la revelación; se siente compungido, atormentado, digno de gran castigo por su terrible descubrimiento.



«El fin»:



«Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música...»

Efímero cuento que, si bien más ligero que muchos de los otros, sigue aludiendo a esas ideas del destino, del enfrentamiento inevitable ("pactado", podríamos decir), de la restauración del equilibrio.


Recabarren, dueño de una pulpería, yace tullido en su cama, mientras un hombre de origen africano toca unas notas con la guitarra. A través de la ventana del cuarto, Recabarren alcanza a ver un jinete que se aproxima al galope primero y luego al trote. Frente a los vivaces acontecimientos externos, Recabarren, como dice Borges en el prólogo, genera un curioso efecto en cuanto a que su «inmovilidad y pasividad sirven de contraste».





«Encuentro» de Escher.


«La secta del Fénix»:



«Lo raro es que el Secreto no se haya perdido hace tiempo; a despecho de las vicisitudes del orbe, a despecho de las guerras y de los éxodos, llega, tremendamente, a todos los fieles. Alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instintivo.»

Como ocurre en el anterior caso, el presente cuento es corto y su encanto se basa en otro efecto interesante que juguetea con el lector: el hacer de lo ordinario algo extraordinario.


En él, se exponen los estudios realizados sobre una antiquísima secta conocida como «La secta del Fénix», aunque ellos se llaman a sí mismos como «Gente de la Costumbre» o bien «Gente del Secreto». La componen individuos de todas las culturas y naciones –no se identifican, pues, con bandos ni lenguas–, y de generación en generación van legándose un rito aparentemente sencillo y rápido de acometer, aunque ellos lo suelen ver como una decisión transcendental.


Quiero destacar lo que me ha parecido un claro dardo a Lorca, cuando se dice que «Los gitanos son pintorescos e inspiran a los malos poetas». Creo sonsacar también el siguiente sentido: que el cuento hace también de sátira sobre determinadas costumbres o corrientes culturales, particularmente la religión (el paso de los siglos como máximo argumento de algo que no se adapta; en este caso Borges juega con algo que no posee importancia).





«Ciclo» de Escher.


«El Sur»:



«A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a la Constitución. (...)»

Cuento que concluye «Ficciones» y por el cual Borges manifestó una clara predilección («De "El Sur", que es acaso mi mejor cuento…») –predilección que no comparto– y que expone una experiencia autobiográfica muy relevante: el accidente en el que se golpeó fuertemente con una ventana, llevándolo al borde de la muerte por septicemia. Al protagonista del cuento, Juan Dahlmann (que también es, como Borges, un ávido lector), le ocurre exactamente lo mismo.


Dahlmann exhibe orgulloso su nacionalidad y sus orígenes familiares. Transcurre un una vida apacible y solitaria, pero «Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones»; sufre el accidente contra la ventana según subía rápido y despistado las escaleras. A partir de ahí sufrirá un despiadado tormento primero en su casa y luego en el hospital.



«(...) en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. (...) En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. (...)»


Curado o no curado («...y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres»), el caso es que Dahlmann sorbe gratamente la esencia de Buenos Aires –en el primer caso– o de su Buenos Aires –segundo caso–. Interesante resaltar una reflexión que se cuelga a raíz del contacto con un gato (lo comentaría el autor en la segunda entrevista del programa «A fondo»):


«(...) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.»

Yendo en tren, surge un imprevisto que le lleva a ir andando hasta un almacén para lograr un vehículo, pero aprovecha para comer algo. Ahí es provocado por un trío de borrachos. En primera instancia Dahlmann muestra pasividad, pero parece que todo está dispuesto. En efecto: se enfrenta a su destino, y el destino para Borges es inevitable.


En este cuento, como ya he insinuado, se juega con las dos líneas paralelas que son la realidad y la ficción, la vida y la muerte. Borges se inspira no sólo en un hecho autobiográfico sino en los sueños que tuvo durante su sufrida convalecencia, lo que suma de manera crucial al componente onírico del cuento. Se dejan varias pistas que hacen entrever que la barrera entre los dos mundos es ambigua –podríamos decir equivalente o equidistante–, como cuando el protagonista cree reconocer al patrón del almacén y en realidad lo confunde con uno de los empleados del sanatorio. Se están aunando, en definitiva, los temas predilectos del autor.




Jorge Luis Borges (1899-1986).


Conclusiones:


Sobrios y muy precisos, los cuentos de Borges juegan casi siempre con los siguientes temas: la irrealidad de la realidad, la eternidad, los circuitos infinitos, los laberintos temporales, el lenguaje como supremo arte de los conceptos, el cosmos inescrutable, propuestas argumentales bajo direcciones matemáticas, el destino inevitable del hombre, la indagación sorprendente y sorprendida, oblicuas significaciones, complejísimas utopías, inspiraciones oníricas –instigadas por su grave accidente–, los espejos como metáfora de la libre interpretación de los irónicos y cambiantes juegos existenciales, la leyenda arcaica, lo pasmoso como rutinario y lo rutinario como pasmoso. Hay que repetirlo: no hay nadie como Borges; éste hecho hace que habituarse a su obra se ate casi ineludiblemente a la práctica de su lectura.

Creo suponer bien si digo que muchos lectores hallarán cierta pesadez en los cuentos de Borges, que se alejan obstinadamente de cualquier adorno innecesario, sentimentalismo o exaltación. El autor demuestra una gran inteligencia, erudición y amor por la literatura, pero sus enumeraciones de títulos y autores, sus criterios bajo el estilo de un riguroso académico, su preferencia por los detalles técnicos antes que humanos, pueden hacer de «Ficciones» una lectura lenta y parcialmente insípida; ahora, eso sí, es imposible que deje de ser interesante, sobre todo por el enorme ingenio que encierran sus concentradas piezas.

En base a esa enorme capacidad generativa, en base a ese ingenio único que le caracteriza, he podido leer alabanzas hacia determinadas "profundidades insondables" entre sus líneas. Creo que esos misterios van más a cargo de la subjetividad del lector que de la intencionalidad de Borges, a veces ambiguo adrede, aunque es una valoración muy personal y probablemente yerre.


Los cuentos –analizados uno por uno en el análisis– que más me han interesado son «Las ruinas circulares»; «El jardín de senderos que se bifurcan»; «Tema del traidor y del héroe» y, particularmente, «El milagro secreto». 


Por otro lado, Borges es un individuo modesto y muy cortés –a veces hasta lo exasperante– tanto en su obra –a la vez frío, sin embargo– como en persona, y en éste último estado se ganó mi simpatía (aunque hay algo en él que no me encaja), su sonrisa y humildad contrasta con la solemnidad de estatua de muchos otros autores célebres. Si se quiere un contacto directo con la personalidad de Borges,  recomiendo ver las dos entrevistas que Joaquín Soler Serrano le hace en el programa de finales de los setenta «A fondo»; aquí dejo la primera:





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