domingo, 31 de mayo de 2015

«Las traquinias» de Sófocles.

El conflicto sofocleo entre divinidad ultrajada y mortalidad castigada es complementado en esta breve tragedia por una descollante Deyanira que de la más humana esperanza desencadena involuntariamente la fatalidad

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de reseña literaria. 

El análisis repasa la obra como medio imprescindible de sonsacar sus características, ya que a diferencia de «Edipo Rey» aquí hay menos material psicológico del que tirar. Por ello, puede ser recomendable para el lector que prefiera la novedad total de la lectura acudir directamente a la conclusión antes señalada, si bien en el mismo prólogo de mi edición se desvela sin miramientos hasta el último pormenor de la trama: todos sabemos como acaban las tragedias y, por otra parte, estas obras forman parte de nuestra referencia cultural más obvia. Así pues, no creo que la lectura del análisis malogre el interés por la lectura.

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

Tanto los primeros dos párrafos introductorios como la conclusión final son prácticamente idénticos a los que he expuesto en «Antígona»«Edipo Rey» y «Áyax» dadas sus mismas estructuras e intencionalidad subyacente del autor.

La primera imagen corresponde a la versión del libro que yo mismo he leído.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:


«No sé, pero siento angustia al pensar si habré de aparecer pronto autora de una gran desgracia a partir de una hermosa esperanza.»


Ya deduje en la comparación entre las traducciones de «La Odisea» a cargo de las editoriales Alianza y Gredos un cambio omnipresente en las expresiones usadas que, a veces, alteran de manera esencial la interpretación que recogemos del texto. Esto mismo se ha repetido al comparar mi lectura de Alianza con los textos dados en el resumen de la obra en la enciclopedia de literatura universal que poseo; lo que deja en relieve las enormes –a veces insalvables– diferencias que deben subyacer entre las dos lenguas, castellano y griego antiguo.


Edición 2013 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).


Tras una innecesariamente larga introducción de 56 páginas, con todos esos datos que nunca están de más hasta que te retrasan un día en la lectura de la obra, nos enfrentamos a «Las traquinias». La traducción pretende mantenerse fiel al estilo griego, de tal manera que las proposiciones se retuercen, se “descolocan”, lo que provoca que para hallarlas significado muchas veces haya que encajar un breve pero molesto rompecabezas, esencialmente en los cantos. Y es precisamente en estos cantos donde la información se vuelve impresionantemente densa, críptica, a veces ininteligible. El traductor, José María Lucas de Dios, dice que en el original griego la impresión es la misma, y esto ayuda a que mi ignorancia no le señale a él como culpable directo de los galimatías que Sófocles nos llega a plantear en determinadas partes. Hasta tal punto, que en ocasiones deberemos fiarnos de nuestro instinto para sacar más sensaciones que conclusiones.

La obra nos sitúa en Traquis, donde Deyanira, esposa del hijo de Zeus, Heracles (para los romanos y para la mayoría de nosotros más conocido como Hércules), se lamenta hondamente por la permanente ausencia de su esposo, sumido en constantes fatigas, deberes, combates y demás pugnas inevitables. El pesar es más desesperado en la medida en que los oráculos expusieron el siguiente presagio: en un lapso de tiempo –el que ya lleva fuera el héroe– concluirá por siempre su azaroso e inestable ritmo de vida; pero de esto no puede deducirse si descansará por fin victorioso en su hogar o si morirá de cualquier forma. Es preciso destacar el hecho de que, al contrario de lo que ocurre en las otras tres tragedias que he leído del autor griego, aquí la escena del mensajero se complica un poco, pues son dos los que dan mensajes contradictorios hasta que, tras una discusión que pone en evidencia el ecuánime juicio de Deyanira, sale a luz la verdad objetiva de los hechos. Y esto es –inevitable es decirlo– que en la batalla que Heracles ha mantenido contra el soberano Eurito y que ha resultado con la destrucción total de la ciudad de éste, Heracles ha secuestrado a la hija de su enemigo, Yola, y se ha enamorado de ella sin remedio. Así, Deyanira, no vengativa pero sí esperanzada de poder recuperar a su marido, pone en marcha un precipitado plan como último y desesperado recurso para volver a enamorar a Heracles, lo que a su vez pone en marcha la tragedia. Tragedia, por cierto, que resulta curiosa en el sentido de que incluso el dolor de la mutilación es concluido, al contrario de lo que podemos encontrar por ejemplo en el caso de Creonte en «Antígona» o de Edipo en «Edipo rey». En «Las traquinias» solo los inocentes quedan como testigos de la ira divina, instigada por las injustas acciones que en su día inspiró el ánimo de Heracles.

A pesar de que la presencia de Deyanira es claramente protagónica frente a la de Heracles (que sólo sale al final), cabe reconocer el fuerte componente protagónico que, asimismo, posee él, dado que a fin de cuentas es el que dirige con sus acciones casi todos los eventos, aún estando ausente durante la mayor parte de ellos. Teniendo esto en cuenta, es perfectamente lícito afirmar que son coprotagonistas. En ella, tenemos una arrebatadora historia de desesperación y melancolía, que, rápidamente, ante la irrupción de Yola –la cual, por cierto, permanece siempre en silencio, lo cual es un acierto literario y escénico– y la toma de consciencia de lo que ello significa, virar su estado interno hacia una desesperación ahora enmarcada en los celos. Pero no son los celos paranoicos y hostiles de un Otelo (o la Medea o Fedra de Eurípides), sino los celos de una mujer recta, resignada y siempre bienintencionada a pesar de su profunda angustia. En él, en cambio, tenemos la historia de un héroe legendario que enfrenta su decadencia, su perdición, y que se encuentra con la horma de su propio zapato, por primera vez vulnerable, sufriente, sometido, sin escapatoria.

«(...) Ah, manos, manos, ah, espalda y pecho, ah, queridos brazos míos, en esto os habéis quedado quienes en otro tiempo al habitante de Nemea, torneo de vaqueros, al león, inabordable ser e inaccesible, por la fuerza lo domeñasteis, y la hidra de Lena, y al insaciable ejército de fieras de doble naturaleza de pies de caballo, insolente, sin ley, superior en fuerza, y a la fiera de Erimanto, y al subterráneo cachorro de tres cabezas del Hades, prodigio invencible, retoño de la terrorífica Equidna, y a la serpiente guardiana de las manzanas de oro en el país más lejano! Y otras mil fatigas gusté, y nadie erigió trofeos de una victoria sobre mis manos. Mas ahora así, sin fuerza y desgarrado, por obra de una ciega locura abatido me encuentro, desgraciado, el llamado hijo de la más noble madre, el proclamado bajo las estrellas retoño de Zeus (...)»
Por supuesto la personalidad de ambos no puede ser más diferente. Él es impetuoso, autoritario, soberbio, lujurioso, violento. Ella, como ya describía arriba, sumisa, bienintencionada, humilde, que tiene en cuenta la opinión de sus sirvientas («Hijo mío, también de la boca de los de bajo origen veo que brotan palabras oportunas. Esta mujer es esclava, pero acaba de hacer una afirmación propia de una persona libre»). De hecho, sus propias sirvientas contribuyen en cierto modo a su error, pues la terminan de persuadir –también bienintencionadamente– con su apoyo en su decisión de entregar la fatídica prenda a Heracles a través de Licas, el heraldo de éste.

Podemos hablar también del hijo de ambos, Hilo, sobre el que se clavan coyunturalmente ambas tragedias –la de la madre y la del padre–, en cierto modo tiene que cargar con ambas, y en cierto modo es también responsable a pesar paradójicamente de la ausencia de malas intenciones por su parte. Y digo esto porque, cuando vuelve a su madre después de haber visto los terribles efectos de la prenda que Deyanira confía a Licas para retener en base a la sangre mezclada con veneno del centauro a su marido (es decir, "mágicamente", en base a la falsa promesa que, tramposamente, le comunica el centauro Neso con su último estertor, tras ser atravesado por la flecha de Heracles), le dirige a ésta palabras extremadamente duras. No se contenta con decirle lo que ha sucedido (confirmando los peores temores de Deyanira, que casual, pero tardíamente, deduce que puede estar equivocada respecto a los efectos beneficiosos de la prenda), sino que abjura de ella sin contemplaciones, quedando Deyanira con la sensación de, ahora sí, haberlo perdido absolutamente todo sin remedio. Luego, cuando a través de los sirvientes se entera de la verdad –a saber, que su madre era inocente–, ya es demasiado tarde: su madre se ha suicidado en el lecho conyugal, atravesándose un costado con una espada. Eso, naturalmente, le hace sentir culpable. Pero entonces es cuando, tras hacer aparición Heracles –y quedarse éste también apaciguado en cuanto a su mujer, al conocer también la verdad de boca de su hijo–, ha de cargar también con el destino de su padre, pues éste le hace jurar a ciegas que hará su última voluntad paterna, so pena de toda clase de maldiciones, y luego ésta no es otra que se encargue de poner fin a su agonía procurando el fin de su vida, a través de indicaciones concretas (una pira). 
HILO. ¡Desdichado de mí, en cuán gran medida me encuentro indeciso!
HERACLES. Porque no tienes por justo escuchar al que te engendró.
HILO. Pero ¿he de aprender, entonces, a ser impío, padre?
HERACLES. No hay impiedad, si das gusto a mi corazón.

«Muerte de Hércules» de Zurbarán.

En pasajes como estos, uno ve la gran diferencia que hay entre la noción griega de la moral –podríamos extender lazos razonables con paganismos de otras índoles– y la noción judeocristiana de la moral (donde matar a un padre, por mucho que fuese su voluntad, sería impensable).

No me gustaría concluir sin hacer alusión a esas curiosas y retorcidas fórmulas que emplea el autor de vez en vez, en la que se forman construcciones mitad de perogrullo, mitad originales:

DEYANIRA. ¡Ay de mí! ¿Qué noticia me has traído, hijo?
HILO. La que no es posible que no se cumpla, puesto que ¿lo manifiesto quién podría hacerlo increado?

Así pues y en definitiva, Sófocles nos traslada nuevamente una obra en la que siempre se impone la voluntad divina, al margen de los deseos o tejemanejes de los mortales, por muy destacados que éstos sean. Deyanira no es más que el instrumento que acciona la profecía: Heracles habrá de descansar en paz a causa de alguien que habita en el Hades (el centauro Neso, el cual halla su venganza después de muerto). Heracles, conocedor de dicha profecía, asume que Deyanira no era más que, como decía, el resorte de su cumplimiento. De hecho, no deja de tener su ironía que ambas salidas de la profecía (bien morir en su guerra en Eubea, bien hallar la paz en caso de victoria allí), lleven al mismo punto: la muerte de Heracles. Una muerte en la que se paga la impiedad –la de Heracles– con la impiedad –la del centauro–; arrastrando a los inocentes: Hilo, el voluntarioso hijo, y, sobre todo, la pobre Deyanira, personaje sutil y difícil de olvidar, que ya da comienzo la obra diciendo:

«Un dicho hay de antiguo manifiesto entre los hombres: que no llegarás a conocer el destino de los mortales antes de que uno muera, ni si es bueno como si es malo. Pero yo del mío, incluso antes de encaminarme al Hades, sé perfectamente que lo tengo desdichado y penoso (...)»


Sófocles (496 a. C.– 406 a. C.).




Termino señalando el carácter de la obra, una defensa de los valores antiguos (las leyes y la consideración hacia el designio natural o divino), pero siempre abiertos –eso sí, hasta ciertos puntos– a los planteamientos racionales propiamente humanos. Concuerda, por lo demás, con el contexto histórico del propio Sófocles, plena progresión de oligarquía aristocrática a la democracia de Pericles y la sucesiva guerra perdida contra Esparta con los consiguientes desastres. Así, Sófocles adquiere una postura tolerante con lo nuevo pero sin dejar de mirar a lo que observa valioso en el pasado: está de acuerdo con la democracia de Pericles pero no con los demócratas o racionalistas radicales, él no sitúa al hombre como centro del universo, sino que destaca unas fuerzas ajenas que rigen su destino.


Conclusiones:

El lenguaje en los diálogos en prosa poseen una estructura muy similar a La Odisea. Otra cosa son los típicos cantos contenidos en la tragedia griega, que son densos y lentos de digerir, aunque por fortuna no alcanzan la extensión e importancia que en Esquilo a favor de los personajes principales que, por otra parte, nunca aparecen más de tres simultáneamente sin contar, por supuesto, el coro.

«Las traquinias» transmite la crisis –que desemboca en fatalidad– generada cuando, según Sófocles, el ser humano pasa los límites que le han sido asignados con criterios erróneos y fuera del respeto a la ley divina. Se inspira, pues, en el contexto social de la Atenas de mediados del siglo V a. C., donde se están confrontando los poderes tradicionales oligárquicos con los movimientos de las clases bajas y medias a favor de la democracia, buscando una síntesis que acomode a las dos partes. Así pues, Sófocles recoge esa síntesis –que alcanzaría su máxima representación en el gobierno de Pericles– en el que contempla y defiende la antigua tradición pero manteniéndose abierto y de acuerdo con la democracia; eso sí, como hemos dicho, la tragedia la dispara precisamente en el momento en el que los hombres se sitúan en el centro del universo desdeñando a los dioses, llevándolos de tal forma su errado juicio personal a la fatalidad.

La obra nos sitúa en Traquis, donde Deyanira, esposa del hijo de Zeus, Heracles (para los romanos y para la mayoría de nosotros más conocido como Hércules), se lamenta hondamente por la permanente ausencia de su esposo, sumido en constantes fatigas, deberes, combates y demás pugnas inevitables. El pesar es más desesperado en la medida en que los oráculos expusieron el siguiente presagio: en un lapso de tiempo –el que ya lleva fuera el héroe– concluirá por siempre su azaroso e inestable ritmo de vida; pero de esto no puede deducirse si descansará por fin victorioso en su hogar o si morirá de cualquier forma. Si a la larga angustia de Deyanira –personaje destacable por su ecuánime juicio y por su remarcable presencia en la obra– se le suma un conflicto amoroso de resolución ceñida a la llegada inminente de su esposo, se hace inevitable la puesta en marcha por parte de ésta de un precipitado plan que desencadenará la tragedia desvelando lo imperturbable de la decisión divina ante unos mortales siempre limitados y ciegos frente a su propio destino. Pero, además, Sófocles expone con efectividad la universal y desgarradora imagen de la más cálida esperanza humana enfrentada con un futuro incierto que a veces la convierte en un arma, ingenua pero a fin de cuentas letal.

La estructura de las tragedias de Sófocles –que se basan en las sagas heroicas– se componen de un prólogo en el que las escenas ya están abiertas antes de pronunciarse el coro, que no es ya el protagonista de la obra como sí sucedía con Esquilo, y dentro del cual se enmarca la orientación de la obra. Después viene la párodos, que está siempre a cargo del coro y que da comienzo a la verdadera acción de la obra. Lo siguiente que tiene lugar es la entrada del mensajero, que va a traer una noticia de fuera mediante la cual se disparará la tragedia en sí. El punto central de la obra es el agón (enfrentamiento entre los actores), en el que se debate la problemática de la obra. Sucede luego el estásimo, característica típicamente sofoclea, en la que para crear tensión parece que todo se arregla –y se celebra este hecho–, pero no a tiempo, de forma que la tragedia se consuma. Finalmente, se cierra con las conclusiones de los supervivientes, terriblemente afectados, y las secuelas de la atrocidad quedan patentes, y rezuman en la mente del lector aún después de terminar.

La belleza y la particularidad de la escenificación de las más cruentas desgracias de las tragedias de Sófocles pertenecen a nuestro elenco cultural y poseen ese carácter universal que hace de una obra literaria un clásico. 
Gustará al que le sea afin el estilo griego y el género dramático en general, sobre todo por el añadido de ese espíritu exaltadamente desgarrador de la tragedia; si bien a algunos lectores pueden no atraerle este tipo de textos, conviene darles una oportunidad, téngase en cuenta también –si sirve de impulso– que son muy cortos. Mi valoración general es positiva a pesar de que su estilo arcaico pese en algunos momentos.

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