sábado, 27 de diciembre de 2014

«Áyax» de Sófocles.

Áyax, el guerrero más poderoso del bando griego en guerra contra Troya tras Aquiles, sufre desesperado la desintegración de su imagen regia y orgullosa por una voluntad divina que castiga su altanería

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de reseña literaria. 

El análisis repasa la obra como medio imprescindible de sonsacar sus características, ya que a diferencia de «Edipo Rey» aquí hay menos material psicológico del que tirar. Por ello, puede ser recomendable para el lector que prefiera la novedad total de la lectura acudir directamente a la conclusión antes señalada, si bien en el mismo prólogo de mi edición se desvela sin miramientos hasta el último pormenor de la trama: todos sabemos como acaban las tragedias y, por otra parte, estas obras forman parte de nuestra referencia cultural más obvia. Así pues, no creo que la lectura del análisis malogre el interés por la lectura.

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

Tanto los primeros dos párrafos introductorios como la conclusión final son prácticamente idénticos a los que he expuesto en «Las traquinias»; «Antígona» y «Edipo Rey», dadas sus mismas estructuras e intencionalidad subyacente del autor.

La primera imagen corresponde a la versión del libro que yo mismo he leído.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:

Ya deduje en la comparación entre las traducciones de «La Odisea» a cargo de las editoriales Alianza y Gredos un cambio omnipresente en las expresiones usadas que, a veces, alteran de manera esencial la interpretación que recogemos del texto. Esto mismo se ha repetido al comparar mi lectura de Alianza con los textos dados en el resumen de la obra en la enciclopedia de literatura universal que poseo; lo que deja en relieve las enormes –a veces insalvables– diferencias que deben subyacer entre las dos lenguas, castellano y griego antiguo.





Edición 2013 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).



Tras una innecesariamente larga introducción de 56 páginas, con todos esos datos que nunca están de más hasta que te retrasan un día en la lectura de la obra, nos enfrentamos a «Áyax». La traducción pretende mantenerse fiel al estilo griego, de tal manera que las frases se retuercen, se “descolocan”, lo que provoca que para hallarlas significado muchas veces haya que encajar un breve pero molesto rompecabezas, esencialmente en los cantos. Y es precisamente en estos cantos donde la información se vuelve impresionantemente densa, críptica, a veces ininteligible. El traductor, José María Lucas de Dios, dice que en el original griego la impresión es la misma, y esto ayuda a que mi ignorancia no le señale a él como culpable directo de los galimatías que Sófocles nos llega a plantear en determinadas partes. Hasta tal punto, que en ocasiones deberemos fiarnos de nuestro instinto para sacar más sensaciones que conclusiones.

«Áyax» es uno de los primeros trabajos dramáticos de Sófocles, y ello denota un poder más modesto que en «Antígona» y, sobre todo, «Edipo Rey». El lenguaje empleado es similar al de «La Odisea», pero con esos tintes trágicos inherentes en la obra sofoclea.

La obra nos sitúa justo en los hechos bélicos acontecidos en Troya. Tras la muerte de Aquiles, se celebra un certamen para elegir al guerrero entre los griegos más digno de heredar sus armas, resultando elegido Odiseo frente a Áyax, el más poderoso guerrero del bando griego tras el propio Aquiles. Profundamente herido en su orgullo y convencido de que él era el justo merecedor de las armas, no tarda en interpretar un insoportable insulto a su honor y decide esperar a la noche para ejecutar una brutal venganza que lo restituya. A punto de entrar en la tienda con sus funestos planes hirviendo en su cabeza, la diosa Atenea, protectora de los argivos, le enturbia el discernimiento haciéndole confundir a un conjunto de animales capturados como botín con sus enemigos, liberando erróneamente contra ellos toda su sed de venganza. Todavía cegado por el hechizo de la hija de Zeus, ata a algunos de esos animales y los arrastra hasta su tienda, con el fin de prolongar la agonía de sus "enemigos" más odiados, entre ellos Odiseo, al que confunde con una res que ha colgado al techo de la tienda y al que aplica cruel castigo con un látigo.

La escena comienza con el verdadero Odiseo cerca de la tienda del nublado guerrero, siguiendo su rastro a tenor de las fuertes sospechas que señalan a Áyax culpable de la incomprensible locura. Palas Atenea le detiene y le refiere la verdad. Haciendo salir a Áyax, y ocultando a Odiseo de su vista con su magia divina, conversa siguiéndole la corriente para que el otro sea testigo y traslade la esperpéntica verdad a los demás jefes griegos. Después Áyax retorna a su tienda para proseguir sus menesteres, pero los de su tropa no tardan en enterarse de los terribles rumores que de su líder se extienden, y acuden incrédulos a las cercanías de la tienda. Sin que Áyax salga –Sófocles lo reserva para mejor ocasión–, su mujer Tecmesa, capturada como botín, confirma a los suyos, los salaminos, la locura en la que se sumió desde la noche anterior su esposo, hundiéndose todos en la desesperación y la vergüenza.


TECMESA. ¿Qué preferirias si se te permitiese una elección: disfrutar tú placeres mientras a los amigos los afliges, o compañero entre compañeros sufrir en común?

CORIFEO. Verdad es que la que es doble, mujer, es una desgracia mayor.

TECMESA. En efecto, nosotros, aunque no sufrimos, somos ahora desgraciados.

CORIFEO. ¿Cómo has dicho eso? No comprendo cómo dices.

TECMESA. Ese hombre, cuando estaba en la enfermedad, él disfrutaba con la desgracia en la que se encontraba, pero a nosotros, cuerdos, nos apesadumbraba a nuestro lado. Pero ahora, cuando ha cesado y ha vuelto en sí de la enfermedad, todo él de funesto pesar está acosado, y nosotros también no menos que antes. ¿No son, entonces, estos males dobles en lugar de sencillos?


Áyax, libre ya de su ceguera, ha contemplado mitad horrorizado mitad furioso su ridícula obra, y ahora consciente de su deshonra yace sumido en una desesperación que rompe su imagen regia en un batiburrillo de afligidos lamentos. El gran héroe ha sido destruido por su soberbia, aquella que le impulsó a no respetar a los dioses, que a partir de ahí predispusieron su caída como castigo. Pero, pese a todo, no abandona su postura altanera y su odio acérrimo hacia sus enemigos, pero ahora acompañado de una aguda agonía –expresada primero en verso y luego en prosa– y de la firme resolución de suicidio como único medio de restaurar, aunque sea mínimamente, su honor, al estilo Sepukku de los samurái. Los suyos, naturalmente, tratan de convencerle por todos los medios de que ceje en tal unilateral y perjudicial empresa, pero esa visión taimada de la realidad es incompatible con la perspectiva guerrera de Áyax, en la que semejante deshonor es absolutamente incompatible con la vida, tal y como deja lucir esta larga intervención:


ÁYAX. ¡Ay, ay! ¿Quién en otro tiempo habría creído que mi nombre iba a coincidir tan sonoramente con mis males? Ahora posible me es dos y tres veces decir  ¡ay!, pues en desgracias tales me encuentro. Mi padre desde esta tierra del Ida, tras haber conseguido por su valor los primeros premios del ejército, a casa volvió llevando toda clase de gloria. Mientras que yo, hijo suyo, después de venir a este mismo lugar de Troya con una fuerza no inferior, y sin haber cumplido por mi mano empresas inferiores, deshonrado entre los argivos así perezco. Sin embargo, esto al menos creo saber con certeza: si en vida Aquiles con motivo de sus armas hubiera tenido que decidir la supremacía del valor a favor de alguno, ningún otro que yo de ellas se habría hecho dueño. Ahora por el contrario los Atridas a favor de un hombre capaz de todo actuaron, relegando los méritos de este hombre. Y si estos ojos y mi entendimiento, extraviados, no se hubieran apartado de mi plan, nunca justicia tal habrían votado contra hombre alguno. Pero ahora la hija de Zeus, la indomable diosa de mirada cual Gorgona, cuando ya contra ellos dirigía yo mi mano, me hizo fracasar arrojándome un arrebato de locura, de manera que en empresas tales ensangrenté mis manos. Y ellos ríen encima una vez a salvo, aunque bien a pesar mío. Pero si alguno de los dioses entorpece, incluso el débil huirá el más fuerte. Y ahora, ¿qué es preciso hacer? Yo, que abiertamente soy aborrecido por los dioses, me odia el ejército de los griegos, y me aborrece Troya entera y estas llanuras. ¿Acaso camino de casa, tras dejar los fondeaderos y a los Atridas en solitario, atravesaré el mar Egeo? Y ¿qué semblante mostraré cuando me presente a mi padre Telamón? ¿Cómo podrá soportar verme aparecer desnudo, sin los premios con los que él obtuvo una gran corona de gloria? Insoportable es la cosa. ¿Acaso, entonces, ir contra la muralla de los troyanos y, tras lanzarme yo solo en combates singulares, hacer algo valioso, y luego por fin morir? Pero no, de esta manera a los Atridas les daría gusto sin duda. Imposible esto. Hay que buscar una empresa tal por la que demuestre a mi anciano padre que no he nacido de él cobarde en lo que respecta a mi natural al menos. Vergonzoso es que desee larga vida el hombre que no experimenta cambio alguno en sus desgracias. ¿En qué puede agradar un día tras otro arrimando y separando de la muerte? No compraría a ningún precio mortal que se inflama en esperanzas vanas. Sino que o hermosamente vivir o hermosamente morir es preciso que haga el bien nacido. Todo el asunto acabas de oír.


Todas las sensatas razones que le extiende su círculo –los viejos padres se desvanecerían del disgusto, la mujer quedaría desamparada, el hijo sin tutela, sus tropas si rumbo– no parecen provocarle efecto alguno, y se mete en su tienda. Sin embargo, al salir de nuevo, su ánimo ha cambiado por completo de manera casi milagrosa, repleto de juicio, arrepentimiento, respeto a los dioses y dispuesto a perdonar a sus ofensores. Como en todas las obras de Sófocles, este es un hecho engañoso denominado estásimo, una falsa esperanza que asciende para contribuir al sentimiento trágico en la percepción del público. Pues es todo engaño de Áyax para que nadie le siga ni moleste su verdadero objetivo: el mencionado suicidio. Diciendo que va a purificarse de su errónea actitud en las aguas –ironías de por medio–, desaparece dejando la felicidad tras él.

Luego de que el coro entone un espíritu festivo y gozoso, aparece el mensajero, otro hecho típicamente sofocleo que se repite en todas sus tragedias, que va a truncar las falsas expectativas de armonía creadas. Dice que un adivino llamado Calcante ha profetizado que si Áyax saliera de su tienda, perecería en fatal acción, por lo menos a lo largo de ese mismo día. Espantados –particularmente la sufrida Tecmesa–, corren a buscar a Áyax. Éste, por su parte, solo en medio de su escena final, en una soledad terrible, ejecuta su último diálogo tras haber clavado en la tierra la espada que le regaló su enemigo, el príncipe troyano Héctor, tras un feroz duelo sin vencedor, de manera que al arrojarse de lado sobre ella ésta le atraviese mortalmente el costillar (la visceral imagen, por cierto, produjo en mí un desagradable cosquilleo en el costado en lo que restó de obra). Es un soliloquio muy amargo que condensa excelentemente las angustias psicológicas del protagonista de la tragedia, en la que pide fatalidades a sus enemigos –alguna está cumplida según Homero, como en el caso de Agamenón al volver de Troya– pero sin olvidarse de su familia, y que no transcribiré aquí para dejarlo a la sorpresa del lector.




[La imagen de este jarrón griego no requiere mayor elucidación dicho lo dicho].



A continuación será Tecmesa la que halle al inerte Áyax, y sus alaridos atraerán rápidamente al fiel hermanastro de éste, Teucro, y al Corifeo seguido del coro. Después de los lamentos llega la determinación de darle sepultura, pero Menelao acude y les interrumpe, prohibiéndoles tal empresa: a un enemigo de los Atridas hay que dejarlo al aire libre como pasto de las aves y los elementos. Teucro se niega con firmeza, hasta el punto de que Menelao se retira en busca de su hermano Agamenón, gran jefe de la expedición griega. No obstante su terquedad, Menelao genera alguna que otra máxima digna de transcribir:


MENELAO. (...) Pero donde sea posible ser insolente y hacer lo que apetece, ten presente que esa ciudad, aunque avance con viento propicio, con el tiempo caerá al fondo. Asiéntese también en mí un cierto temor oportuno, y no pensemos que al hacer lo que nos plazca que no vamos a dar satisfacción a su vez con lo que nos duela. Estas cosas avanzan alternativamente. (...)


Entonces aparece Agamenón con la intención de hacer cumplir su voluntad, que es la misma que la de Menelao. Se traba igual que éste en un intercambio dialéctico con el valiente Teucro, que lo arriesga todo por la dignidad de su hermanastro. Del tenso rifirrafe me gustaría destacar un juicio del último que resume bien esa mezquina "memoria selectiva" del ser humano:


TEUCRO. ¡Ay, el agradecimiento al que está muerto qué raudo para los mortales se diluye y es tomado como causante de traición, si de ti al menos, Áyax, este hombre ni aun con parcas palabras conserva ya el recuerdo, en defensa del cual tú muchas veces te esforzaste con la lanza exponiendo tu vida! Pero la verdad es que todo esto desaparece abandonado. ¡Ah, muchas necias palabras acabas de decir ahora mismo! ¿No te acuerdas ya de nada, cuando en una ocasión vosotros estabais encerrados dentro de las empalizadas, no siendo ya nada, y éste en la desbandada del ejército fue el único que se lanzó a atacar, en un momento en que a uno y a otro lado a lo largo de los puentes de popa de las naves ardía ya el fuego, y en dirección a las embarcaciones saltaba Héctor por encima de las trincheras? ¿Quién impidió esto? ¿No fue éste el que llevó a cabo estas cosas, del cual dices que no llegó con su pie a sitio alguno donde tú no lo hicieras? ¿Acaso no llevó éste a cabo estas empresas bien vistas por vosotros? (...)


Justo cuando parece que la disputa va a derivar a mayores, surge propicio Odiseo atraído por el griterío, y se pone de parte de Teucro de manera muy diplomática y cuidando de ser respetuoso con Agamenón, invocando a la amistad que comparten para que le haga caso.


AGAMENÓN. ¿No hemos estado oyendo hace un momento las palabras más vergonzosas, soberano Odiseo, por boca de este hombre?

ODISEO. ¿Cuáles?, porque yo tengo comprensión para con el hombre que escuchando cosas vanas a su vez lanza palabras malévolas.


Conciliador, Odiseo da muestras de su famoso don de gentes y de su magnanimidad, zanjando el problema e incluso ofreciéndose a ayudar en el entierro –amabilidad que, aunque agradecida, Teucro no observa pertinente teniendo en cuenta el rencor del muerto cuando vivía–.


ODISEO. Escucha, entonces. A este hombre, por los dioses, no te atrevas a arrojarlo tan despiadadamente sin enterrar. De ningún modo la violencia te lleve victoriosa a odiar hasta el punto de pisotear la justicia. También para mí éste era en otro tiempo el mayor adversario en el ejército, desde que conseguí las armas de Aquiles; sin embargo, a él, a pesar de ser tal para conmigo, yo a mi vez no podría devolverle sus injurias, de forma que negara que veo en él al mejor con mucho de los argivos  cuantos llegamos a Troya, con excepción de Aquiles. En consecuencia, no le deshonrarías con justicia al menos, puesto que no a éste sino a las leyes de los dioses destruirías. No es justo hacer daño al valiente, si ha muerto, ni aunque se le odie.




Sófocles (496 a. C.– 406 a. C.).




Termino señalando el carácter de la obra, una defensa de los valores antiguos (las leyes y la consideración hacia el designio natural o divino), pero siempre abiertos –eso sí, hasta ciertos puntos– a los planteamientos racionales propiamente humanos. Concuerda, por lo demás, con el contexto histórico del propio Sófocles, plena progresión de oligarquía aristocrática a la democracia de Pericles y la sucesiva guerra perdida contra Esparta con los consiguientes desastres. Así, Sófocles adquiere una postura tolerante con lo nuevo pero sin dejar de mirar a lo que observa valioso en el pasado: está de acuerdo con la democracia de Pericles pero no con los demócratas o racionalistas radicales, él no sitúa al hombre como centro del universo, sino que destaca unas fuerzas ajenas que rigen su destino.


Conclusiones:

El lenguaje en los diálogos en prosa poseen una estructura muy similar a La Odisea. Otra cosa son los típicos cantos contenidos en la tragedia griega, que son densos y lentos de digerir, aunque por fortuna no alcanzan la extensión e importancia que en Esquilo a favor de los personajes principales que, por otra parte, nunca aparecen más de tres simultáneamente sin contar, por supuesto, el coro.

«Áyax», una de las primeras obras del autor, cuenta la crisis –que desemboca en fatalidad– generada cuando, según Sófocles, el ser humano pasa los límites que le han sido asignados con criterios erróneos y fuera del respeto a la ley divina. Se inspira, pues, en el contexto social de la Atenas de mediados del siglo V a. C., donde se están confrontando los poderes tradicionales oligárquicos con los movimientos de las clases bajas y medias a favor de la democracia, buscando una síntesis que acomode a las dos partes. Así pues, Sófocles recoge esa síntesis –que alcanzaría su máxima representación en el gobierno de Pericles– en el que contempla y defiende la antigua tradición pero manteniéndose abierto y de acuerdo con la democracia; eso sí, como hemos dicho, la tragedia la dispara precisamente en el momento en el que los hombres se sitúan en el centro del universo desdeñando a los dioses, llevándolos de tal forma su errado juicio personal a la fatalidad.

Áyax, el guerrero más poderoso del bando griego en guerra contra Troya tras Aquiles, se siente profundamente deshonrado cuando un certamen decide legar las armas de éste último, ya muerto, a Odiseo en vez de a él. Esto le impulsa a tratar de asesinar a los líderes Argivos por la noche, pero la diosa Atenea nubla su discernimiento y lo lleva a confundir a rebaños conquistados con sus ofensores; la divinidad está descontenta con su altanería y su actitud irrespetuosa hacia el panteón. Cuando recobra el juicio y advierte su enorme ridículo, del que se jactan ya tanto sus enemigos como sus grandes ejércitos, sufre un terrible pesar que le lleva a plantear la firme decisión del suicidio, ante la desesperación de su mujer, su hermanastro y su gente que le acompaña, que intentarán convencerle de que opte por la serena sensatez. De lo que resulta habrá hostil disputa con Menelao primero y con Agamenón después, hasta que surge Odiseo diplomático.

La estructura de las tragedias de Sófocles –que se basan en las sagas heroicas– se componen de un prólogo en el que las escenas ya están abiertas antes de pronunciarse el coro, que no es ya el protagonista de la obra como sí sucedía con Esquilo, y dentro del cual se enmarca la orientación de la obra. Después viene la párodos, que está siempre a cargo del coro y que da comienzo a la verdadera acción de la obra. Lo siguiente que tiene lugar es la entrada del mensajero, que va a traer una noticia de fuera mediante la cual se disparará la tragedia en sí. El punto central de la obra es el agón (enfrentamiento entre los actores), en el que se debate la problemática de la obra. Sucede luego el estásimo, característica típicamente sofoclea, en la que para crear tensión parece que todo se arregla –y se celebra este hecho–, pero no a tiempo, de forma que la tragedia se consuma. Finalmente, se cierra con las conclusiones de los supervivientes, terriblemente afectados, y las secuelas de la atrocidad quedan patentes, y rezuman en la mente del lector aún después de terminar.

La belleza y la particularidad de la escenificación de las más cruentas desgracias de las tragedias de Sófocles pertenecen a nuestro elenco cultural y poseen ese carácter universal que hace de una obra literaria un clásico. 
Gustará al que le sea afin el estilo griego y el género dramático en general, sobre todo por el añadido de ese espíritu exaltadamente desgarrador de la tragedia; si bien a algunos lectores pueden no atraerle este tipo de textos, conviene darles una oportunidad, téngase en cuenta también –si sirve de impulso– que son muy cortos. Mi valoración general es positiva a pesar de que su estilo arcaico pese en algunos momentos.

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