miércoles, 12 de noviembre de 2014

«Romeo y Julieta» de Shakespeare.

El amor juvenil contrariado más célebre de la literatura lleva consigo más de lo que su fama puede aparentar

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de reseña literaria.

Aviso que en el análisis se transcriben pequeños fragmentos de algunos de los diálogos más intensos de la obra, hecho que en principio no perjudica el interés por la trama. En cualquier caso, se observará que trato de ceñirme a la personalidad de la obra, lo que me transmitió la lectura, y no de resumir la trama en sí. Si a pesar de todo no deseara el lector se delataran hechos de la trama (aunque pocos seréis los que no la conozcáis a grandes rasgos), recomiendo que vaya directamente a la conclusión antes señalada.

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:

Estas últimas dos semanas he vuelto a abordar «Romeo y Julieta» para acometer el análisis con la esencia fresca en la mente. El impulso, como la primera vez, no fue sólo el de enfrentarme a una de las historias de amor –sino la más– célebres de la historia, sino por una especie de nostalgia hacia esa etapa entre los ocho y trece años en la que el romanticismo (no hablo del movimiento) me extasiaba. 

Después de releer el libro he visto la película «Romeo + Juliet» (también por segunda vez), a la que dedicaré una entrada que puede usarse como complemento de la presente. Y en este caso también hablamos de nostalgia (nos la proyectaron cuando iba al instituto).



Edición 2012 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).


¿Qué manera mejor de situar al lector en la historia que introduciendo al coro que prende su mecha?:

«En la bella Verona, donde situamos nuestra escena, dos familias, iguales una y otra en abolengo, impulsadas por antiguos rencores, desencadenan nuevos disturbios, en los que la sangre ciudadana tiñe ciudadanas manos. De la entraña fatal de estos dos enemigos cobraron vida bajo contraria estrella dos amantes, cuya desventura y lastimoso término entierra con su suerte la lucha de sus progenitores. Los trágicos pasajes de su amor, sellado con la muerte, y la constante saña de sus padres, que nada pudo aplacar sino el fin de sus hijos, va a ser durante dos horas el asunto de nuestra representación. Si la escucháis con atención benévola, procuraremos enmendar con nuestro celo las faltas que hubiere.»

Bien. «Romeo y Julieta» es una buena manera de introducirse a Shakespeare, sobre todo si esto sucede a una temprana edad, aunque a mí personalmente me ha parecido algo más amena y encantadora «Sueño de una noche de verano». Es bueno comentar en este sentido la palpable diferencia que hay entre las obras supremas de Shakespeare («El rey Lear», «Otelo», «Hamlet») y las que se sitúan en un plano, dentro de su maestría, menos destacado. El poder dialéctico del elenco mayor de la obra del autor es claramente superior al del presente «Romeo y Julieta» o el «Sueño de la noche de verano» citado.

Como dice Vicente Molina Foix en su excelente prólogo a mi edición, Shakespeare, como otros tantos dramaturgos ingleses de la puritana época isabelina, prefiere situar sus tragedias, repletas de alusiones y esencias morbosas, en Italia, «logrando que "la pecaminosidad del Renacimiento" se mostrase en los escenarios londinenses, a miles de kilómetros de distancia, "ataviada de una soberbia y terrible vestidura por la trágica imaginación de la Inglaterra isabelina" [Cita a una crítica inglesa en las comillas]». Y la presente tragedia tiene de todo menos puritanismo (aunque no haya perfidia ni en Romeo ni en Julieta). Por eso, por ejemplo, se dice que "Shakespeare mató a Mercucio, para que Mercucio no le matara a él", ya que sus dobles sentidos obscenos son constantes en sus participaciones, y tienen un punto de regodeo. Protagonista, por cierto, junto a Teobaldo y Capuleto, de algunas muestras de impresionante estupidez viril, circunstancia que curiosamente se vuelve radicalmente en su contra.




«Julieta y Fray Lorenzo».



«Romeo y Julieta» es, en las representaciones del desenfreno amoroso juvenil contrariado, el clásico por excelencia. Atenazados no sólo por la honda enemistad entre sus familias sino por las convenciones sociales de la época (los padres poseen una autoridad tiránica, existe un culto a la "virtud" y una obsesión por la buena imagen en sociedad), hallarán la forma, sin embargo, de dar rienda a su enorme pasión. Esto lo hacen en el abrigo nocturno, que sirve muy bien también para calcar tanto el espíritu de la obra en general como los anhelos de los protagonistas en particular: secreto, prohibición, delito, todo ello embarcado en marcos oníricos memorables.

Todo sucede muy rápido (apenas cuatro días), y que el amor alcance sus más desaforadas y desmandadas cotas de la noche a la mañana halla su certera explicación en la edad de los enamorados. Ella con sus trece años (casi catorce), y él, del que no se sabe la edad exacta pero se le presupone algunos años mayor, sufren un flechazo en mayúsculas en su efímero primer encuentro, en la fiesta de los Capuleto en la que se cuelan furtivamente Romeo, Benvolio, Mercucio y otros compinches de los Montesco. ¿A qué nos traslada esto? A las vicisitudes, bajo el impagable sello de Shakespeare, de las exacerbaciones adolescentes por las cuales, de una manera u otra, todos hemos pasado.

Pero hay una diferencia muy interesante entre Romeo y Julieta. Mientras que él se delata al principio como un inconstante –deja su "inquebrantable" amor por Rosalina en la estacada nada más vislumbra a Julieta en la mansión de los Capuleto–, probablemente más atolondrado de lo admisible, ella es más madura, constante, compleja en su sensibilidad, de carices expresivos quizá más ricos y sugestivos. Si bien, claro está, ambos comparten la misma intensidad en cuanto a su pasión, que por supuesto incluye la renuncia a la propia familia y a toda su protección –ahí están las tremendos ejemplos, macabros a todo punto, que Julieta se ve dispuesta a dar antes que casarse con Paris–, a toda opinión ajena (ellos sólo se deben a sí mismos, a su vínculo sagrado, lo que eleva la sensualidad a lo sublime).


«ROMEO: Señora, juro por esa luna bendita, que corona de plata las copas de esos árboles frutales...
JULIETA: ¡Oh! No jures por la luna, por la inconstante luna, que cada mes cambia al girar su órbita, no sea que tu resolución resulte tan variable.
ROMEO: ¿Por qué jurar, entonces?
JULIETA: ¡No jures en modo alguno; o si quieres, jura por tu graciosa persona, que es el dios de mi idolatría, y te creeré!
ROMEO: Si el profundo amor de mi pecho...
JULIETA: Bien; no jures. Aunque eres mi alegría, no me alegra el pacto de esta noche; es demasiado brusco, demasiado temerario, demasiado repentino, demasiado semejante al relámpago que se extingue antes que podamos decir: "¡El relámpago!...". ¡Cariño, buenas noches! Este capullo de amor, madurado por el hálito ardiente del estío, tal vez se haya convertido en flor galana cuando volvamos a vernos. ¡Buenas noches! ¡Buenas noches! ¡Tan dulce reposo y sosiego alcance tu corazón, como el que alienta dentro de mi pecho!»





«Julieta» de Dicksee.



Por eso «Romeo y Julieta» está muy bien para para rememorar (sensación parecida ocurre, salvando las evidentes distancias entre ambas obras, con «El guardián entre el centeno»). La adolescencia, que olvida la pertenencia a la familia, que se desentiende de razones que aten a sus instintos y pasiones, que deja de comprender el porqué dejarse guiar u obedecer a los progenitores, que lo cuestiona y es escéptica con todo, que en su búsqueda constante de identidad es capaz del mayor egoísmo y de la mayor entrega casi de manera consecutiva dependiendo a quien se dirija, queda muy bien detallada por el autor. 

El estilo para acometer dicha cuestión, como no podía ser de otra manera, está sujeto a un fuerte lirismo que produce una musicalidad de un cariz diferenciable al de las otras obras de Shakespeare que he leído hasta ahora; aunque por lo general a cargo de los protagonistas, ya que personajes vulgares como la nodriza y Capuleto, o razonables como Fray Lorenzo y Benvolio, o frívolos como Mercucio, Teobaldo, los sirvientes y músicos, rodean a los amantes de actitudes completamente opuestas al romanticismo del que hace gala la obra, y que por otra parte desvela la distancia que mantiene Shakespeare, en el sentido de que no se sabe si critica con ello a los amantes o al resto del mundo. Es frecuente, a raíz de esto, que veamos en Shakespeare una tendencia a aunar lo trágico con lo cómico, lo oscuro con lo diáfano, lo sublime con lo vulgar (provocando escenas pasmosamente extravagantes como cuando los enterradores en «Hamlet» o, en el presente caso, cuando los músicos lamentan la "muerte" de Julieta por conllevar pérdida económica).

Pero para mí fue mucho más intensa la obra representada en la adaptación cinematográfica mencionada al principio que leída (poco apremia hasta tal extremo ser visto en teatro como las escenas de amor), a pesar de que así he apreciado con total detenimiento la belleza en las composiciones del autor. Esto no significa que me haya aburrido, sobre todo gracias a diálogos tan memorables como los del balcón de la casa Capuleto y el que se mantiene al final entre la fatalidad de reminiscencias macabras, góticas, que desatan para sí y sus familias los enamorados (mejores diálogos, incluso, que los que suspende Goethe en el final del Werther).

«JULIETA: ¡Sólo tu nombre es mi enemigo! ¡Porque tú eres tú mismo, seas o no Montesco! ¿Qué es Montesco? No es ni mano, ni pie, ni brazo, ni rostro, ni parte alguna que pertenezca a un hombre. ¡Oh, sea otro tu nombre! ¡Qué hay en tu nombre? ¡Lo que llamamos rosa exhalaría el mismo grato perfume con cualquiera otra denominación! De igual modo Romeo, aunque Romeo no se llamara, conservaría sin este título las raras perfecciones que atesora. ¡Romeo, rechaza tu nombre; y, a cambio de ese nombre, que no forma parte de ti, tómame a mí toda entera!»




«Romeo y Julieta» [detalle] de Dicksee.



Es estremecedor. Supone toda una anticipación al espíritu del Romanticismo, ya que aparte de la idealización, de la rebeldía respecto a las normas y las convenciones, de la subjetividad, de la alusión onírica, tenemos escenarios muy reconocibles: jardines, criptas, el balcón y el baile, la noche, la luna, etcétera. 

Aunque está claro que son actitudes prácticamente impensables en un adulto, y que éstos las calificarían de infantiles, me gusta pensar en la belleza que suponen y en lo mucho que se sacrifica al enfriar el corazón. La juventud tiene un brillo genuino muy especial, y es lo que más gratamente suele recordarse, a colocar en un lugar de sagrado privilegio (y es frecuente desear volver a ser joven para vivir durante unos instantes momentos sublimes como el que Julieta siente y expresa en el texto transcrito arriba). Yo, siendo muy joven, dejo no obstante mi época de "Romeo-Julieta" detrás, de manera insalvable, y la pérdida se nota (y uno, como el Fausto de Goethe, no tiene claro si en última instancia compensa).

En ese afán de los protagonistas por agarrarse a lo imposible –probablemente la noción de eso, de que es imposible, sea un aliciente a tener en cuenta para el vigor de su pasión– queda de manifiesto en su bellísima rebeldía contra el mundo mismo, contra la naturaleza, contra todo lo que no sea ellos dos. Si es el alba el que molesta a su cercanía, entonces el alba es inmediatamente odiado, si es la nodriza –cuidadora durante tantos años– la que no da consuelo y se opone a la prolongación del amorío, entonces la nodriza es inmediatamente odiada («¡Vieja condenada! ¡Oh aborrecido demonio!...»); incluso los que parecen incuestionables en su ayuda como Fray Lorenzo («¿Y si esto fuera un veneno con que el monje quiere darme astutamente la muerte por temor a la deshonra que le causaría este matrimonio...?»), son puestos en duda en cuanto que no satisfacen los anhelos y las perspectivas de los amantes.



«JULIETA: ¿Quieres marcharte ya?... Aún no ha despuntado el día... Era el ruiseñor, y no la alondra, lo que hirió el fondo temeroso de tu oído... Todas las noches trina en aquel granero. ¡Créeme, amor mío, era el ruiseñor!
ROMEO: ¡Era la alondra la mensajera de la mañana, y no el ruiseñor!... Mira... amor mío, qué envidiosas franjas de luz ribetean las rasgadas nubes allá en el Oriente... Las candelas de la noche se han extinguido ya, y el día bullicioso asoma de puntillas en la brumosa cima de las montañas... ¡Es preciso que parta y viva, o que me quede y muera!
JULIETA: Aquella claridad lejana no es la luz del día, lo sé, lo sé yo... Es algún meteoro que exhala el Sol para que te sirva de portaantorcha y te alumbre esta noche en tu camino a Mantua... ¡Quédate, por tanto, aún!... No tienes necesidad de marcharte.
ROMEO: ¡Que me prendan!... ¡Que me hagan morir!... ¡Si tú lo quieres, estoy decidido! Diré que aquel resplandor grisáceo no es el semblante de la aurora, sino el pálido reflejo del rostro de Cintia, y que no son tampoco de la alondra esas notas vibrantes que rasgan la bóveda celeste tan alto por encima de nuestras cabezas. ¡Mi deseo de quedarme vence a mi voluntad de partir!... ¡Ven, muerte, y sé bien venida! Julieta lo quiere. Pero ¿qué te pasa, alma mía? ¡Charlemos; aún no es de día!
JULIETA: ¡Sí es, sí es; huye de aquí, vete, márchate! ¡Es la alondra, que canta de un modo desentonado, lanzando ásperas disonancias y desagradables chillidos! ¡Y dicen que la alondra produce al cantar una dulce armonía! ¡Cómo, si ella nos separa! ¡Y dicen que la alondra y el sapo inmundo cambian los ojos!... ¡Ay! ¡Ojalá hubieran ellos trocado ahora también la voz! ¡Porque esa voz nos llena de temor y te arranca de mis brazos, ahuyentándote de aquí con su canto de alborada! ¡Oh, parte ahora mismo! ¡Cada vez clarea más!
ROMEO: ¡Cada vez clarea más! ¡Cada vez se ennegrecen más nuestros infortunios!»


Es curiosa la mezcla a la que somete «Romeo y Julieta». Por un lado es irreal, pero lo hace real el dolor que nos produce su ineludible desgarro. La noche comprende dicha irrealidad deseada que ambos amantes insisten tozudamente en inaugurar como real. El día, en cambio, les devuelve a una realidad completamente ajena a ellos, que no comprenden, que les destroza el corazón, que les anuncia aciagos presagios (como ellos mismos dejan certeramente entrever).





«Romeo y Julieta» de Afremov.



Así pues y para concluir –me quedo con las ganas de transcribir las últimas palabras de los amantes para no perjudicar a la expectación de los que no hayan leído el libro–, «Romeo y Julieta» es una magnífica representación del amor juvenil más frenético y genuino, plasmado con un estilo lírico de lo más musical, que mezcla comentarios frívolos con confesiones arrebatadoras, impúdico humor –muy graciosos los juegos de palabras en la primera escena del primer acto– con tragedia casi macabra, personajes vulgares con otros sublimes. El marco onírico es muy especial. Es difícil que defraude a nadie (aunque, sí es cierto, la historia está muy trillada y esto puede afectar). Me quedo con Julieta mucho antes que con Romeo. 



Conclusiones:


«Romeo y Julieta», el clásico de amor juvenil desenfrenado y contrariado por fuerzas externas por excelencia, se sirve de la vieja discordia entre dos poderosas familias italianas, los Capuleto y los Montesco, para trazar la pasión que se acentúa fogosamente en su noción de imposibilidad, de irrealidad, que se encamina inexorablemente a la tragedia, que se presenta en una última escena fría, macabra, dolorosa. Y es por este dolor que impregna la obra que incluso su halo de irrealidad se torna real dentro del lector.


En la citada irracionalidad es fácil reconocer los rasgos juveniles que todos hemos sentido en su momento: la rebeldía, la tentación por lo prohibido, el idealismo, la inocencia, la tozudez, la abstracción respecto al mundo de los adultos en general y de los progenitores en particular; retornaremos durante la lectura a semejantes lares genuinos. Para Romeo sólo existe Julieta y para Julieta sólo existe Romeo, todo lo demás carece de sentido, y el no tenerse mutuamente, el estar alejados los somete a un estado de desolación tremebundo. Por ello, no es raro que elijan la noche («Qué dulce suena en medio de la noche la voz de los amantes») para mantener sus encuentros, sus diálogos teñidos de un lirismo muy musical y especial, sus confesiones arrebatadoras, sus jugueteos traviesos e inocentes, como si fuese la morada bendita, el paréntesis ansiado, el paraíso en la tierra, una ayuda celeste que duerme al mundo cruel para despertarlos a ellos dos, solos, dichosos, salvados en la mutua declaración de amor. El día, por otra parte, les provoca una enajenación, despertar en un mundo "real" que no entienden y que les espanta en cuanto a que precisamente les aleja de lo que más quieren («El amor corre hacia el amor, como los escolares huyen de sus libros; pero el amor se aleja del amor, como los niños se dirigen a la escuela, con ojos entristecidos»).


Pero sus personalidades no son idénticas. Mientras que Romeo es más inmaduro, precipitado y voluble (aunque, eso sí, exhiba una honrosa preferencia a la fraternidad frente a la violencia típica en los demás componentes de las familias enfrentadas), Julieta se nos presenta más precavida, compleja en sus emociones y de carices expresivos quizá más ricos y sugestivos (hay que recordar su enumeración de sacrificios que sería capaz de soportar antes que casarse con Paris); algunas de sus intervenciones se hacen inolvidables, como su soliloquio en la famosa escena del jardín de los Capuleto, sencillamente estremecedor. Por otro lado tenemos un personaje interesante en Mercucio, irónico, socarrón, pragmático y obsceno –crea un interesante contraste con su amigo Romeo–; y es que en «Romeo y Julieta» hay bastante hueco para el humor negro, para los comentarios vulgares que hacen chocantes paréntesis entre tanta adoración romántica y exaltada.


Así pues, «Romeo y Julieta» es una obra muy recomendable, que resucita fibras de nuestra juventud más virginal e íntima, en un estilo muy bello que no se termina de hacer empalagoso. Es como estar dentro de una burbuja que se mece suavemente en una noche etérea y que se agita de manera convulsa en el día, enemigo.

2 comentarios:

  1. yo le tengo tirria a esta obra y me da pena porque en el fondo supongo que me gusta, pero es lo que tienen las imposiciones, si llegas a clase y te dicen no solo que te lo vas a leer, lo vas a hacer en inglés y además te vas a examinar, pro breve que fuese la adaptación y por muy fácil que fuera el nivel de inglés a mi seme atravesó y no había manera, tal vez algún día vuelva a intentarlo.

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    Respuestas
    1. Entiendo perfectamente la animosidad que comentas. De entrada no es fácil acometer una lectura que requiere un relevante grado de implicación racional y sobre todo emocional, e imposible cuando además se impone.
      Si hubieras llegado de otra manera (y en otro momento) a la obra, probablemente habrías sentido mayor afinidad, sin que te provocara ese "efecto rebote" que comentas. Pero quizá todavía halle hueco en tu ánimo en un horizonte más conveniente.
      Un saludo.

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