martes, 4 de noviembre de 2014

«Al faro» de Virginia Woolf.

La autora se introduce con un estilo muy particular en la elaborada subjetividad de sus personajes, que transitan en dos días separados por diez años sin cejar en su búsqueda de una realidad más nítida, del significado del arte y del destino humano

Antes de nada...


Si el lector no se encontrara en la disposición de leer el análisis entero, recuerdo que existe una conclusión al final a modo de reseña literaria.

Aviso que en el análisis se citan muy de pasada algunos sucesos como medio imprescindible de extraer el sentido a la generalidad de la obra, pero ni mucho menos perjudican el interés por la trama. En cualquier caso, se observará que trato de ceñirme a la personalidad de la obra, lo que me transmitió la lectura, y no de resumir la trama en sí. Si a pesar de todo no deseara el lector se delataran hechos de la trama, recomiendo que vaya directamente a la conclusión antes señalada.

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.

La primera imagen corresponde a la versión del libro que yo mismo he leído.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Un saludo.


Análisis:

A ver cómo empezamos con este libro. Nunca he subrayado ni marcado ni anotado los fragmentos que me han llamado la atención de la obra que leyera en cada momento a no ser que dicho fragmento fuera claramente espectacular; mi ánimo siempre se centra enteramente en la lectura, no soporto los ruidos, y el tener un lápiz o un set de marcadores al lado (e interrumpir la lectura para usarlos) me saca de quicio. Casi siempre salgo satisfecho: acaparo razonablemente bien la esencia de la obra como una esponja colmada, y luego empapo de su agua la página de comentarios o análisis. Pero en algunos casos, como el presente, dices: «Verdaderamente ahora que he terminado me habría venido bien disponer de alguna de esas relucientes piezas, que ahora andan perdidas entre el río de páginas». Además, entre la presión de las obligaciones y la lentitud que exige la lectura, he tardado dos meses en leer «Al faro», por lo que el principio de la novela se difumina en mi mente. Pero, aún con eso, creo haber reunido lo suficiente.



Edición 2012 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel estrada).



«Al faro» es una novela singular, muy bella y útil para una mejor percepción del mundo, para un necesario afinamiento de la sensibilidad personal. En dicha singularidad halla parte de su destacado valor, ahora bien, no me parece que una renovación de la técnica merezca, por muy original que sea, más reconocimiento que el necesario. Si dejamos la particularidad "estética" de la obra a un lado, si analizamos su esencia y la maestría con que la autora la hace llegar al lector, nos encontramos con que, a pesar de ser una indiscutible obra maestra literaria, queda por debajo, en mi opinión, de grandes clásicos como Tolstói, Dostoievski, Cervantes, Shakespeare, Kafka, Mann, Joyce, o Proust (de estos dos últimos, por cierto, Woolf perpetúa la tendencia modernista). Esto es porque entre otras cuestiones sus escenarios están muy localizados y su elenco de personajes es reducido, comparten una misma "misión" existencial, y la pugna espiritual máxima se concreta en el ser subjetivo frente al paso del tiempo, todo ello plasmado muy artísticamente pero sin grandes alardes filosóficos.  Creo que el añadido de Woolf, su verdadero valor, lo que la hace sobresalir de los demás, no es ella en su conjunto –ya que como digo la falta un "algo" para rematar–, sino en una particularidad: su sensibilidad o, para ser más precisos, la extraordinaria habilidad que posee para adentrarse en la percepción humana y sacar hasta sus más abstractos carices a flote para el lector. No es una psicóloga, digamos, colosal, pero sí que es una maestra total en identificar las corrientes de subjetividad que embargan al ser, y cómo esto afecta a su relación con los demás, cómo modula su visión de la existencia y su comportamiento. Aborda un trabajo en prosa apoyándose para ello en ciertas técnicas eminentemente poéticas.

Comencé la lectura como sabiendo de antemano lo que me iba a encontrar a grandes rasgos, y acerté. Donde me equivoqué fue en la idea que tenía de la autora. Por los datos autobiográficos que había leído y algunas de sus propias críticas literarias o frases (con nimiedades inexplicablemente célebres como la de «Una mujer debe tener una habitación propia si va a escribir ficción»), me imaginaba a una Virginia que en su obra dejara traslucir feminismo, adorno, provocación estéril, bombas de humo y cierta personalidad pretenciosa al estilo Whitman. Pero, si bien es cierto que su juicio tiende a ridiculizar en exceso las faltas de sus personajes masculinos y a perdonar las de sus personajes femeninos, por lo demás, no hay nada de lo que erróneamente prejuzgaba; no hay arrogancia, muy al contrario: sinceridad, confesión, afán, arte.

Woolf explora con una delicadeza excelsa la subjetividad humana, y no la amplía ni la disminuye, sino que pausadamente, con mucho cuidado (como si manejara una valiosa pieza de cristal que se le pudiera resbalar y echar a perder en cualquier momento), con madurez y talento, la va pintando, pincelada a pincelada, color a color, no con una intención realista (que no sé si aborrece o sencillamente es incapaz de llevar a cabo), sino más bien en una maravillosa búsqueda de apartar lo que tomamos por "real"; ella quiere ir más allá, quiere hallar una realidad más pura, nítidamente humana. Y lo consigue. Ya lo creo que lo consigue.

La historia se sitúa en la isla escocesa de Skye, en una casa delante de la playa, frente al faro que está al otro lado del agua. La primera de las tres partes –«La ventana»– narra un día en la vida de la familia Ramsay, formada por un padre severo, posesivo, autoindulgente (pero culto, recto y honesto); por una madre dulce, muy sensible, conciliadora (aunque deja escapar cierta vanidad, y no me agrada su estado de confort); y ocho hijos, entre los que poseen mayor presencia: James, Cam, Prue y Andrew. Aparte tenemos a algunos amigos de la familia (el pedante y egocéntrico Charles Tansley, la voluble Minta Doyle, su prometido el bonachón Paul Rayley, el apacible y reservadísimo poeta Augustus Carmichael, el melancólico e inteligente William Bankes y, la más relevante, la insegura pintora Lily Briscoe). 

James pregunta si irán al faro, su madre contesta afirmativamente, pero enseguida aparece el señor Ramsay para vetar las expectativas creadas: no hará el tiempo idóneo. Esto crea cierta tensión (que se aviva cada vez que el señor Ramsay y Tansley lo recuerdan) que se palpa a lo largo de este primer día. El pequeño James ve a su padre como un maligno usurpador de la paz y de la felicidad, alguien que le humilla de manera bochornosa. Por el contrario, su madre es sinónimo de confort y dulzura, y disfruta sentado en sus rodillas mientras recorta imágenes de revistas. 


Por otro lado, la relación entre marido y mujer es un tanto ambigua. El señor Ramsay es autoritario, susceptible, en cierto modo está acomplejado (le tortura la noción cada vez más clara de que su obra no será recordada), lo que le impulsa a jactarse de los errores y la ignorancia de los que le rodean (y les corrige mitad enfadado mitad divertido y satisfecho). Su visión lógica e inflexiblemente racional de todo le hacen aburrido, metódico, incapaz de dar sorpresas conscientemente, incapaz de improvisar. Su carácter es agrio –sentí reminiscencias, por cierto, respecto al de mi propio padre–, y su atracción radica en su porte majestuosa, en su mirada profunda y escrutadora, en sus rasgos autoritarios y en sus gestos y palabras sabias (y como su marido sabe de muchas cosas, la señora Ramsay evita así la necesidad de realizar un mínimo esfuerzo por labrar su intelectualidad). Tiende a la soledad, se redime en el trabajo, ama novelas, poemas y ensayos. Sin embargo, al ser tan orgulloso, la noción inquietante de que no es tan importante y tan elevado como le gustaría ser le hacen sentir irremediablemente fracasado (y que todos sus esfuerzos, todas sus privaciones han sido en última instancia en vano), circunstancia que le torna sentimental, exagerado, autoindulgente: se muestra afectado para provocar compasión, y si no lo logra así ronda a la "víctima" hasta que se rinda. Woolf le trata con condescendencia y con cierto respeto a partes iguales: curiosa mezcla. Tan pronto nos lo muestra como hombre patético, tiránico y aguafiestas –creo que aquí aprovecha para saciar cierto resentimiento– para luego desvelarle como un hombre fuerte, inteligente e inspirador –aquí le perdona sus daños–, y luego retorna al primer estadio para llegar al segundo, y así consecutivamente. Está claro que el señor Ramsay es el reflejo del padre de Virginia (así como la señora Ramsay el de su madre).


La señora Ramsay no es dañina, muy al contrario, es todo un espíritu de conciliación. Es un personaje simple (Woolf trata de elevarla más de lo que es con un "no se qué" poco creíble), pero bastante interesante en cuanto a su manera de tratar al resto: dadivosa, una devota de la familia y sus amigos. Virginia demuestra de manera impecable (parecido a Whitman pero sin exaltación ni optimismo ni bombas de humo) cómo lo pequeño está a la altura de lo más grande. Woolf es una maestra de lo cotidiano, de los pequeños detalles que, en su conjunto, sostienen formas maravillosas, son un todo: son la vida. Es impresionante la manera en la que las cosas que están cerca llegan nítidamente al lector. Creo que –es una opinión personal– los hombres tienden a fijarse en lo que tienen lejos (siendo torpes e ignorantes en lo que tienen frente a las narices), y las mujeres justamente al revés. Woolf demuestra esto muy bien en sus personajes: un Ramsay o un Tansley que tratan de ocuparse de los "grandes asuntos" –teorías, predicciones, cálculos–, y pasando completamente por alto el disfrutar de la compañía, de la cena, de los hijos, de los amigos: muy al contrario, se muestran iracundos, susceptibles, soberbios, competitivos, indelicados. Sin embargo, en la señora Ramsay o en Lily Briscoe la mujer logra el protagonismo que quizá no hallara en los autores masculinos: la finura en la cercanía, en los asuntos que muchos hombres injustamente considerarían "intranscendentes", inútiles, nimios; y son ni más ni menos que la familia, las emociones (mucho más calibradas que en los personajes masculinos), el momento, lo que hacen tal o cual y si se encuentran bien o mal. Por todos estos motivos creo que «Al faro» es una novela que enseñaría mucho a los hombres, que aquí tienen lo indecible que aprender. Este libro puede rebajar esa clase de barbarie típicamente masculina, algo que considero muy necesario. Aunque esto no quita que, como he dicho al principio, Woolf perdone irresponsablemente los defectos de sus personajes femeninos (aunque por fortuna no de manera descarada ni insoportablemente ilícita). 


Y aprovecho con estos últimos comentarios para posicionarme en contra de los sectores feministas que han reclamado a la autora como "suya". Virginia Woolf no es una autora clásica ni por ser mujer ni por reclamar esto o lo otro para dicho género. No. Woolf significa lo que significa sencillamente por ser una escritora maestra, y por hallar en la amalgama de emociones que surcan el espíritu humano el sustento de su visión universal. Porque los clásicos son universales. Y una mujer ha de leer a Homero, Joyce, Dostoievski o Mann, y un hombre ha de leer también a Austen, Woolf, Ibsen, Henry James o a las hermanas Brontë.


Continuando la línea del análisis, como he dicho, la relación entre marido y mujer es ambigua. El señor Ramsay, a pesar de que en el fondo la quiere honestamente, no evita que su vanidad aflore, y usa a su mujer como desahogo, como un hogar cálido en el que poder lamentarse sin sentir vergüenza (similar al niño perdido que busca a su madre). El señor Ramsay poco tiene en cuenta a los demás, toma lo que considera le corresponde y no es precisamente, por tanto, empático. La señora Ramsay, que se redime de la manera contraria: complaciendo a los demás, encuentra en su marido un espíritu atormentado al que considera debe apaciguar (e incluso su generosidad tiene lapsos de hastío y rebeldía, tan pesado y egoísta es él).


Similar hasta cierto punto al señor Ramsay es Charles Tansley, con la divergencia de que es menos imponente, es aún más egocéntrico y está más acomplejado, con el añadido de que es impertinente y rencoroso. Woolf caricaturiza en este personaje lo que más le disgusta del comportamiento masculino, reunido en un cóctel que, si bien no del todo funcional, presenta rasgos claramente reconocibles (y lamentables).


En esta primera parte, con el argumento de no acudir al faro, Woolf discurre y analiza las motivaciones y los sentimientos de sus personajes, tal y como se puede observar en el siguiente fragmento:



«"Triste lugar", murmuró apasionado.
Lo oyó. Él decía siempre cosas muy melancólicas, pero ella se daba cuenta de que en cuanto las había dicho parecía más contento que de costumbre. Ella creía que todo eso de decir frases rotundas era un jueguito, porque si ella hubiera dicho la mitad de las cosas que decía él, a esas horas le habría estallado la cabeza.
La fastidiaba esto de las frases, y, de la forma más natural posible, le dijo que hacía una tarde espléndida. Y que no se quejara, le dijo, medio riéndose, medio quejándose, porque intuía en qué estaba pensando: habría escrito mejores libros si no se hubiera casado.
No se quejaba, dijo. Ella sabía que no se quejaba, sabía que no tenía de qué quejarse. Le cogió la mano, se la llevó a los labios con tal pasión que a ella se le llenaran los ojos de lágrimas y de repente la soltó.
Dieron la espalda a la vista, comenzaron a subir, cogidos del brazo, por el camino donde crecían unas plantas en forma de lanza, de color verde plateado. El brazo era casi como el de un joven, pensaba la señora Ramsay, flaco y furor, y pensó complacida en lo fuerte que era todavía, aunque tenía más de sesenta años, y qué indómito y optimista, y lo extraño que era que, sabiendo lo horroroso que era todo, no pareciera estar muy deprimido, sino, al contrario, alegre. ¿No era raro?, se dijo.»







«Paseo del acantilado en Pourville» de Monet.



Se aprecian proposiciones y párrafos muy prolongados (mucho más largos que los de arriba por lo general a lo largo de la obra), marcado uso de la yuxtaposición y de los paréntesis (que explota al máximo), subjetivismo tradicionalmente asignado al lirismo y cuya intención y forma se integra en perfecta sintonía en el cuerpo de la prosa. Su ritmo –y quizá la esencia entera de su obra y estilo– puede describirse a la perfección en el vaivén de las olas, en las extensas caricias del agua sobre la orilla, en el horizonte melancólico, en el cielo diáfano reflejado sobre el mar, en las noches igual de místicas y bellas que caóticas y terribles. Por estos motivos he podido leer en determinados espacios que Woolf es una escritora difícil de leer, que se hace de rogar, a causa de que sus libros tienen "una trama sin trama" que te prende para luego echarte, que te acoge en momentos puntuales para luego devolverte desconcertado a la orilla, sin saber cómo ni por qué estás allí. No he sentido lo mismo, y quizá una buena razón es que yo mismo acostumbro a expresar mi subjetividad, mis sensaciones y emociones de una manera muy parecida a la de Virginia –salvando, evidentemente, las grandes distancias en las capacidades de ambos–: según vengan, líricamente, tratando de juntar caos y orden en un mismo sentido porque ambos pensamos que la existencia conjuga estrechamente las dos corrientes (¿y no es un río una eterna visión de orden y de caos?). Así, subrayo que por esa afinidad no he percibido particular dificultad en la lectura, pero entiendo perfectamente que la gente que no tenga semejanzas con la percepción vital de la autora vea mermado su interés y, por tanto, su capacidad para sumergirse y empaparse de manera plena en la obra. Lo que sí palpé fue la monotonía, no de manera intensa ni costosa, sino, recurriendo a lo mismo de antes, como cuando observas largo rato el mar: los sentidos se adormecen y optan por canalizar sensaciones más que palabras; de ahí que anheles inconscientemente sacar agua de mar y graznidos de gaviotas de las páginas de manera directa, y no pasar por el filtro de interpretar signos gráficos (el mar, en efecto, induce a semejante "pereza"). Por otro lado, a esto influye la gran escasez de diálogos (que además se introducen directamente hilados en las reflexiones y reacciones de cada cual, como si una frase de otro fuera un estímulo igual que el de un cristal al romperse o una brisa que te absorbiera), que contribuye a que esta sensación tan particular se afiance, se fortalezca y se haga más elaborada.


La primera parte se compone en base los mencionados hilos, que se tejen de manera muy elaborada de acuerdo a la gran complejidad entre las relaciones humanas. Se respira un ambiente muy familiar que me ha gustado mucho (y que de hecho aporta a que le dé más importancia a la familia). Y termina con una cena en la que todo confluye, todo lo anterior es mostrado de manera concentrada e intensa: los personajes asisten a un escenario que contiene como una esfera de cristal sus emociones y sus configuraciones vitales, que van de allí para allá, que reaccionan de diversas maneras dependiendo del estímulo que reciban. Tiene un papel más destacado la señora Ramsay, que muestra en su apogeo su necesidad interior de que las cosas salgan bien, de crear un equilibrio que, si bien casi ninguno de los otros personajes reconocen verdaderamente, sí que existe un agradecimiento que les pasa a ellos mismos desapercibido, como lo que se puede sentir con el oxígeno o cuando hace un buen día y podemos hacer multitud de actividades que bajo la lluvia o el frío serían dificultosas o imposibles de acometer.


La segunda parte («Pasa el tiempo»), es una larga descripción que sirve para hilar la primera con la tercera, es decir, dos días separados por diez años. En dicha descripción, en la que queda especialmente patente el íntimo vínculo con el lirismo que posee «Al faro», observamos mediante una técnica original por parte de la autora el paso del tiempo, representado simbólicamente en los efectos que va produciendo en la casa vacía de los Ramsay, y cómo afectan también a los miembros de la familia, descritos en paréntesis en medio de tales descripciones, que muchas veces portan estéticas oníricas. También deja traslucir la filosofía de Virginia respecto a la existencia humana, a lo que representa el mundo y el universo, cuyas conclusiones, si bien no llegaría a calificarlas de pesimistas, sí son, digamos, "pasivas", como si se rindiera a sus fuertes e inevitables corrientes. Reconoce la fuerza del cosmos como algo enormemente bello a la par que terrorífico, que es un regalo resplandeciente a la vez que una amarga e inexplicable condena (lo explica muy bien cuando dice que las flores son hermosas a la par que ciegas, atrozmente indiferentes). Para ella el único consuelo parece ser el arte, y todo es mitad perfectamente hermoso y mitad perfectamente espantoso; qué puedo criticar, si pienso a grandes rasgos igual que ella. Se desvela aquí también las instigaciones de la forma bipolar de su personalidad (y, pensaba mientras leía, que si hubiera sido amigo suyo habría hallado sin problemas en su carácter muy loables probabilidades de suicidio). Dejo aquí una muestra del capítulo:



«Pero, ¿qué es una noche, después de todo? Un período muy breve, sobre todo cuando la oscuridad se difumina tan pronto, y enseguida canta un pájaro, cacarea un gallo, o en el fondo de una ola se aviva un verde casi imperceptible, semejante al de una hoja que nace. A una noche, sin embargo, le sigue otra noche. El invierno almacena una baraja y reparte las cartas equitativa, uniformemente, con dedos infatigables. Las noches se alargan y se oscurecen. Algunas sostienen en lo alto nítidos planetas, láminas de claridad. Los árboles otoñales, asolados como están, conocen el brillo que enciende a veces los estandartes hechos jirones en la penumbra fresca de los panteones catedralicios, donde letras doradas y páginas de mármol describen la muerte en combate y cómo los huesos se blanquean y arden muy lejos, en las arenas de la India. Los árboles otoñales relucen bajo el amarillo claro de luna, bajo lunas de la recolección, la luz que dulcifica la energía del trabajo y alisa los rastrojos y hace que la ola se vista de azul para lamer la orilla.
Era como si, conmovida por la penitencia humana y por todos sus esfuerzos, la bondad divina hubiera descorrido la cortina para presentar tras ella, únicas, inconfundibles, la liebre erguida, la ola al romperse, la embarcación balancean, realidades todas que, si las mereciéramos, serían nuestras para siempre. Pero, desgraciadamente, la bondad divina, tirando de la cuerda, cierra la cortina; la divinidad no está contenta; cubre sus tesoros con una lluvia de granizo, con lo que los destroza y los confunde hasta que parece imposible que puedan nunca recuperar su calma ni que podamos recomponer un todo perfecto ni leer en los fragmentos desperdigados las claras palabras de la verdad. Porque nuestra penitencia sólo merece una visión momentánea; nuestros esfuerzos tan sólo una tregua.
Las noches están llenas de viento y destrucción; los árboles se agachan y se inclinan y sus hojas vuelan atropelladamente hasta que cubren el césped, se amontonan en las cunetas, atascan los canalones y se desparraman por los senderos húmedos. También el mar se agita y se rompe y, en el caso de que algún durmiente, con la esperanza de encontrar en la playa respuesta para sus dudas, o un compañero para su soledad, aparte la ropa de la cama y descienda solo para pasear por la arena, ninguna imagen con apariencia de servicio ni de divina presteza acudirá de inmediato para poner orden en la noche ni para hacer que el mundo refleje los puntos cardinales del alma. La mano se acorta en su mano; la voz le ruge en el oído. Casi se diría que en medio de semejante confusión, es inútil hacerle a la noche esas preguntas sobre causas y motivos, sobre el cómo y el porqué que tientan al durmiente a abandonar su lecho en busca de respuesta.
(...) ni el suave hocico de los fríos y húmedos aires marinos, rozando, olfateando, repitiendo una y otra vez sus preguntas "¿Os desvaneceréis? ¿Pereceréis?"»



En la última parte («El faro»), como he comentado, un día diez años después del narrado en el primer capítulo, se reúnen determinados miembros de la familia Ramsay y también algunos de sus amigos que ya aparecieron en dicha primera parte. El protagonismo se lo lleva especialmente tanto el señor Ramsay como Lily Briscoe. 


Se perciben los estragos de la primera guerra mundial, que tintan determinadas bocanadas de la obra de un gris traumático muy sutil.


El señor Ramsay, ya bastante viejo pero con todo conservando su regio carácter, su pasión y fuerza, se ha propuesto llevar a sus hijos al faro, que están muy crecidos y que han perfilado sus personalidades, que apuntan ya, de manera primitiva pero perfectamente distinguible, lo que serán de mayores (en este sentido Woolf deja traslucir el ciclo de la vida, cómo los padres influyen definitivamente en los hijos, cómo éstos portan una semilla negra que florece en la madurez y los malogra).


Sus hijos están hondamente enfadados con él, no quieren ir al faro. El típico resentimiento del adolescente que adquiere conciencia, la rebeldía del ser que empieza a dejar de entender la causa y necesidad de su sumisión hacia sus progenitores. Pero también los rasgos heredados (como en el caso de James Ramsay). La personalidad de Cam Ramsay me llamó la atención, parece un trasunto de la autora a esa edad. 


El faro, omnipresente en la obra y que sirve precisamente para estructurarla, es un poderoso símbolo que Woolf aparta de un significado claro, lo deja a cargo de la subjetividad del lector, siendo un resultado lógico del proceso al que te somete la esencia entera del libro. Yo he representado el faro como una metáfora de las referencias a las que se sujeta cada ser humano a lo largo de toda su vida, y cómo va cambiando las interpretaciones que las conferimos con el transcurso del tiempo. Así, el faro es como la luz de las estrellas, que ponen en claro pero sin decir nada, que guían pero en última instancia hacia ningún sitio, que nos observan sin saber que existimos, que suscitan inspiración pero que normalmente nace y muere dentro, sin verdadera forma. Creo que el faro es un «¿Por qué?» y un «¿Para qué?» sin respuesta, y que lo único claro es que ahí está él y aquí estás tú, que tú te imaginas que representa esto cuando representa otra o quizá ninguna cosa, estar más lejos o más cerca del objeto modula la perspectiva de la percepción pero no produce ninguna respuesta definitiva, ningún significado clarividente e irreprochable. Que el tiempo pasa y nosotros morimos y nuestros faros también.

Mientras la expedición se encamina en una pequeña embarcación hacia el faro, Lily Briscoe los ve alejarse desde el patio de la casa, frente al mar, de la familia Ramsay. El poeta silencioso que nombré al principio, el señor Carmichael, yace tumbado a unos metros de ella, reposando apaciblemente. Lily se dispone a pintar. Esta escena ya se hubo repetido en el primer capítulo, y sus resultados, como de costumbre, no la convencieron. Lily Briscoe es un ángulo de la autora, y la usa principalmente para hacer presentes sus opiniones sobre el señor, y sobre todo, la señora Ramsay (es decir, sobre su padre y su madre), y para confesar su visión del arte, que plasma mientras su personaje acomete el lienzo.


Lily Briscoe mantiene una relación muy compleja con el señor y la señora Ramsay. Respecto a ellos está de acuerdo con algunas cosas y con otras no; a veces los encuentra muy admirables y otras muy ridículos. Representa a la nueva mujer, liberada e independiente, al borde de irrumpir en los puestos hasta ese momento tradicionalmente masculinos, con la opción de alejarse de la idea de la mujer casada y con hijos que cuida de la casa y de su familia, con capacidad intelectual.


A nivel personal, Lily es insegura, muy sensitiva, aunque posee también un tenue halo de frialdad. Es crítica y muestra un interés por la ironía. No puede decirse que sea valiente ni resoluta. Tiene gran inteligencia emocional, pero no espacial ni concreta. Por lo general es reservada y tremendamente pudorosa ante determinadas cuestiones; por ejemplo, se enerva cada vez que alguien carcome con su presencia el espacio vital que requiere para pintar.


Al fin tranquila para emplear el pincel (observa de vez en cuando la embarcación de los Ramsay alejarse en dirección al faro), ya que el señor Carmichael es de las pocas "excepciones" a las que puede tolerar en semejante estado de intimidad, se dispone a estudiar el lienzo. Le cuesta un gran trabajo elaborar las perspectivas y absorber los volúmenes, y cuando parece que lo consigue no es capaz de trasladarlo a la blanca tela. Es como si se jugara algo muy importante, como si el sentido de su vida entera rodara sobre la ruleta, en apuesta de todo o nada. Pero no puede permanecer en la irresolución, así que tras unos intensos y complejos rifirrafes internos termina produciendo la primera pincelada –prácticamente por instinto en vez de manera verdaderamente estudiada–, y así consecutivamente. La figura de la señora Ramsay la inspira en ello, de hecho sin ella no lo habría conseguido. Cuando termina, no estima su obra como muy transcendental, pero se siente a gusto consigo misma: es SU visión, nada más importa. El arte es inmortal y triunfa sobre la muerte, la única solución para dejar eternamente suspendida la belleza.


La tercera parte es sin duda la más profunda. Sentí algo muy especial, por ejemplo, en una de las explosiones sensoriales que Lily sufre en el proceso de pintado:


«De repente, tan de repente como una estrella se desliza por el cielo, le pareció que ardía en su mente una luz rojiza que cubría a Paul Rayley y que salía de él. Aquella luz se alzaba como un fuego que hubieran encendido los salvajes en alguna playa lejana para celebrar un acontecimiento. Lily oía el rugir y el crepitar de las llamas. Todo el mar, en muchos kilómetros a la redonda, se había vuelto rojo y oro. Con todo ello se mezcló algún aroma de vino que la emborrachó, porque sintió de nuevo el imperioso deseo de arrojarse desde el acantilado y ahogarse buscando un broche de perlas en la playa.»






Virginia Woolf en 1902.



Se podrían decir muchas cosas sobre «Al faro», pero creo que aquí se han recogido algunas de las más esenciales. He de decir que al poco de terminar ya echo de menos el libro, y no es algo que me ocurra precisamente con frecuencia desde hace años. No dejaré pasar gran lapso de tiempo sin retornar a las arrebatadoras orillas de Woolf; para esto probablemente escoja «La señora Dalloway».

Virginia Woolf se ha convertido en una de mis escritoras de referencia y en una interesante influencia. Su modo tan especial de entender la literatura, el arte, el ser humano, el universo, es tan necesario como gratificante. Es como si se hubiera hilado cierta conexión: me encuentro a gusto en sus olas y por ello tengo la decidida disposición de volver a hundir la cabeza en su mar, en el profundo significado de sus vaivenes, la delicadeza de su suave arena; en la espuma crepitando allá, el sol de oro fundiéndose en el limpio azul de septiembre.


Conclusiones:

«Al faro», una de las cumbres del modernismo literario del siglo XX, es una novela que se introduce en la elaborada subjetividad de sus personajes, explorando las complejas relaciones que hilan entre sí, a lo largo de dos días separados por un período de diez años, con los correspondientes efectos del tiempo.

Virginia Woolf emplea una técnica innovadora de narrar, en la que tira de recursos muy originales como el incluir elementos expresivos típicamente líricos en forma de prosa. La esencia es de búsqueda, de desenterrar con magnífica delicadeza una realidad más pura, de reflexionar sobre el arte y la vida, la belleza, el papel de la familia y la mujer, el paso del tiempo, la muerte, el enfrentamiento paradójicamente armónico entre orden y caos, lo sublime a la par que terrible de la naturaleza, la exploración de una percepción sensorial más nítida e íntegra, el ensalce de lo cotidiano. También incluyen multitud de elementos autobiográficos, y capta en cierto modo el espíritu gris que se impone en Inglaterra a causa de los estragos de la primera guerra mundial.

Situada en la isla escocesa de Skye, la casa de la familia Ramsay, frente al mar, bulle de sentimientos, estímulos, interrogantes humanas. Un faro, símbolo poderoso y omnipresente de la obra, pero sin un significado determinado más allá del que cada lector acoja, los alumbra a lo lejos, y cada personaje lo usa de tal o cual manera. El señor y la señora Ramsay, trasunto de los padres de la propia Virginia, poseen mayor presencia; él es celoso, autoritario y autoindulgente a la par que intelectual, recto y honesto, ella es dadivosa, amable y familiar. La autora se encarna en la insegura pintora Lily Briscoe, que precisamente posee una fuerte –casi mística– relación con los Ramsay, con los que coincidirá en algunas cosas –surge admiración– y en otras no –surge condescendencia–. Por otra parte, en los hijos de los Ramsay se plasma bien su progresión hacia la madurez, lo mucho que en ellos influyen los adultos; si bien Woolf no es ni una psicóloga ni una filósofa de máxima categoría, tampoco habrá mucho de lo que podamos quejarnos. En mi caso, no me convenció que tendiera a perdonar las faltas de sus personajes femeninos mientras traslucía caricaturización hacia sus personajes masculinos.

En el intenso y pudoroso enfrentamiento que Lily mantiene con su lienzo en blanco, Woolf plantea su visión del arte, y lo relaciona, tras su dificultad, con la forma de inmortalizar la belleza. Lily desvela a la nueva mujer, brotando progresivamente a principios del XX, que posee la libertad de no crear una familia y dedicarse a ella y al hogar, que es independiente, autosuficiente y posee capacidad intelectual.

Los párrafos, al igual que las proposiciones que contienen, son muy prolongados, se hace un gran uso de la yuxtaposición y son frecuentes las aclaraciones paralelas en paréntesis. Los diálogos obtienen una escasísima presencia, y muchas veces se integran de manera consecutiva a la conciencia de los personajes, como si interpretaran las palabras de otro cual un estímulo más, igual que un cristal al romperse o la sensación de la brisa sobre el rostro. La esencia de la obra podría compararse con el mar enlazado con un claro horizonte, el sol de oro descubriendo sus rojizos sobre el mecido líquido; el ritmo es similar al de las olas: te llevan y te traen de aquí para allá, igual de encantadoras y reveladoras que monótonas y fútiles, sin un orden aparente, sin una trama concretada o claramente reconocible. Es un suave navegar sobre las corrientes de la subjetividad humana, dista mucho de ser una novela corriente; ha de tenerse esto muy presente porque si se tienen las expectativas equivocadas podría defraudar a algún lector.

Me he llevado una buena impresión de la autora. Tengo ganas de sumergirme en sus olas en un futuro próximo, es imposible no salir de ellas más sereno, equilibrado, meditabundo y contemplativo; siempre se saca algún que otro rubí resplandeciente bajo la suave arena en las corrientes perfectamente melancólicas que conforman sus líneas.

4 comentarios:

  1. Me he sentido bastante reflejada en tu reseña, porque algunas de las cosas que comentas haber vivido leyendo a Virginia me han afectado a mi también, salvando las distancias. Como tú, no suelo usar lápiz o marcador alguno para señalar las partes que me gustan, más que por que no me gusta dibujar en un libro (que eso, al fin y al cabo, es solo un aspecto técnico), porque no me gusta distraerme cuando leo. También por eso suelo apagar el móvil o lo mantengo lejos de mi. Pero cuando leí Orlando, sentía que había ciertas partes que me llegaban tan hondo que me habría gustado inmortalizarlas y que, por falta de costumbre, no he sido capaz.

    Pero para mi Virginia es mucho más que una "cara bonita" en el sentido de que por muy bien que escriba, no solo es eso. Me parece tan abrumadora la humanidad con la que caracteriza los personajes y al menos a mi me llegaron tan dentro que me parecía estar respirando la obra, no solo sintiéndola, internalizándola. Quizá eso no tenga mucho sentido, pero es como me sentí.

    Me encantaría leer Al faro, y más por lo que me has contado. Justo hace poco leí un comentario sobre este libro y ella (la persona que lo había escrito), rescató exactamente el mismo fragmento. Creo que está un poco ahí la base del personaje femenino, el "medio riéndose, medio quejándose". Aunque hablo sin saber, claro, porque no he leído el libro.

    ¿Qué me costaría? Sí, Virginia me cuesta de leer. Pero es un placer muy grande, tanto que muero de ganas de volver a adentrarme a lo que tu dices "el oleaje de Virginia".

    ¡Un beso!

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    1. Creo que Woolf ha sido encasillada por su clara tendencia feminista de manera absurda; una cosa es pensamiento y otra es obra (y un libro no llega a clásico si no es universal). Por esta razón las mujeres leen masivamente «Una habitación propia» (cuya aportación palidece sobre todo respecto a «La señora Dalloway», «Al faro» o «Las olas»), y se olvidan con frecuencia de lo verdaderamente relevante. Por otra parte, todavía estoy esperando leer u oír entre mis círculos a un hombre que haya leído a Woolf.
      No dudes en acometer «Al faro» en cuanto obtengas un periodo de calma que permita que te deslices con la debida sensibilidad entre las íntimas conciencias de sus personajes; hay momentos en los que la vida realmente se respira, es como un viento sobre el acantilado.
      Y dado que te atrae esa «humanidad», recomiendo que te informes sobre «Humillados y ofendidos» de Dostoievski. Según, ni más ni menos, Nietzsche: "La obra más humana jamás escrita".
      Gracias por tu aportación. Un saludo.

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  2. Gran ayuda para mi trabajo sobre esta obra. Interesante análisis. Mis felicitaciones.

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    1. Me alegra que la entrada te haya resultado útil.

      ¡Un saludo!

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