lunes, 22 de septiembre de 2014

«Veinte poemas de amor y una canción desesperada» de Neruda.

Letras de una melancolía perfecta que remueven el tiempo en tierna búsqueda de los amores pasados

Antes de nada...

Si el lector no se encontrara dispuesto a leer el análisis entero, al final de la entrada se incluye una conclusión que puede tomarse perfectamente como reseña literaria. 

No voy a remarcar líneas como en el caso de otras entradas por lo concentrada que he creído exponer mi impresión sobre la obra.

La primera imagen corresponde a la edición de la obra que yo mismo he empleado para la lectura.

Agradezco cualquier impresión o corrección. Saludos.


Análisis:

Hace ya casi un año me dije: «Neruda, Neruda; todo el mundo alabando a Neruda. ¿Será para tanto?». Compré sus «Veinte poemas de amor y una canción desesperada» y lo dejé en la librería, en lista de espera.



Edición 2010 de Alianza (diseño de cubierta: Manuel Estrada).



En esto que surgen ratos muertos, me acordé de él y empecé a hojearlo. ¡Qué horror! Sin rima ni métrica –ni el más leve amago salvo en uno de los poemas– pero, lo verdaderamente grave: el contenido me parecía, a grandes rasgos, simplón. Me enfadé con Neruda. Estaba claro, pensé, que era un buen poeta, pero no podía creer que fuera un coloso de las letras hispanas. «¿Si éste es de lo mejor..., cómo será el peor?». Enseguida lo dejé de nuevo en la estantería, y mi enfado pasmado con el autor duró meses.

¿No me sucedió enfado semejante pero en menor magnitud con Whitman? Hay bastante, de hecho, de Whitman en Neruda. Pero, a pesar de lo poco que me gustó su estilo poético, su mensaje enriqueció significativamente mi visión de la vida. ¿O acaso simplemente me la «devolvió», recuperé con ese tomo una delicia de la niñez? Con el paso del tiempo y, quizá especialmente, por la lectura de clásicos, mi carácter se va relajando y se abre a la vida; no de manera estrepitosa y ansiosa, sino cautivada y reflexiva.

En esta inercia de melancolía, de echar prolongados vistazos a la niñez que se aleja nebulosa vino a mí nuevamente «Veinte poemas de amor y una canción desesperada», y los acogí de una manera muy distinta. Ya no le miraba burlón, desdeñoso y con el ánimo agriado. No es que me fuera al otro extremo, sino que simplemente había hallado en ese lapso de tiempo el estado espiritual preciso para absorber la obra.

No he sentido admiración hacia el autor, ni tampoco se han revuelto en mi pecho sentimientos, ni siquiera en aquellos poemas en los que mi propio recuerdo podía participar por afinidad. No. Serenamente he visto transformarse delante mío los cerros, los vientos, los mares, los bosques de pinos, los arroyos y las dulces muchachas de Neruda, como el que se sienta en una banqueta, en verano, vestido con camisa desabrochada y pantalones cortos, frente al mar coronado de halos crepusculares.

Las olas de Neruda mojaron mis pies, sentí la humedad de sus impresiones en mis articulaciones y la melancolía de su ánimo como un cielo gris de esos tan místicos: tan tristes a la par que sublimes. Está claro que su poesía posee una estética ostensiblemente menos exigente que la de un Lorca o un Machado, pero esta circunstancia no le resta singularidad y valor. Neruda es diferente. Más pausado, más de mirar hacia atrás, de detenerse en cada fibra de un instante muy muy preciso, fugaz. Como diría Holden, protagonista de «El guardián entre el centeno», hay que "estar en vena" para acometer con justicia este libro, lo contrario es malinterpretado y desperdiciar la lectura como yo mismo hice hace un año echándole aquel vistazo.

A un adolescente sensible le provocará seguramente un impulso de implicación. A un adulto –y en mayor proporción cuanto más "adulto" sea– tenderá a incitarle más bien recuerdo, guiño al pasado, melancolía ante el paso de la vida, el tiempo perdido, el joven mitad íntimo mitad ajeno a nosotros que observa desde lejos, cada vez más pequeño en la suave y fresca playa de la virginal mocedad. Yo, que a pesar de ser muy joven me siento frecuentemente emotivo y resignado como un anciano, he advertido las dos sensaciones a la vez pero en mucha mayor medida la segunda.

El tacto de Neruda es suave, caballeroso; romántico mucho más hacia el gris-azulado de la nostalgia que hacia el empalago decimonónico. No le culpo de distorsionar caprichosamente –como con total seguridad hiciera– a sus amores; la belleza de su sentir, la delicadeza de su percepción, su bonita preferencia por el silencio, la quietud y la contemplación transida, todo ello compensan a mi juicio cualquier objeción intelectual o moral hacia la psicología que pueda subyacer.

He creído detectar influencias simbolistas y modernistas. Muy ligeras, toques muy puntuales, pero ahí estaban con sus tintes característicos.

Al terminar tuve la impresión de cierta interpretación del amor que se desmorona. Ese amor fiel, ingenuo, tímido, tan poco propenso a aburrirse rápidamente de sí mismo, que nos relatan nuestros abuelos y que Neruda calca en sus poemas. Ese sentimiento tan magnífico se desvanece en nuestros días, días de frivolidades, de fútiles encaprichamientos, de esperpéntica superficialidad, de autoritario egoísmo que se disculpa desvergonzadamente a sí mismo. Cada vez es todo más rápido, más cambiante y, a su vez, menos maduro, justo y humano. Hoy todo parece querer caducar, incluso lo más importante; lo único que tiene su puesto asegurado es el obsesivo afán de acaparar y de aparentar lo que no se es. En este sentido, «Veinte poemas de amor y una canción desesperada» enseña a valorar la espiritualidad, la delicadeza, la serenidad, la pureza de sentimientos, cristalinos ánimos y preciosas vistas.

Tengo que referirme al famoso poema 20 para comentar que, curiosamente, fue de los que menos me gustó (a pesar de que hace años sentí truculento mecer muy similar).



Pablo Neruda en 1971.



He entendido a Neruda. Es preciso en verdad entenderle: «entenderlo». Tengo pendiente adquirir una antología poética suya. Qué sencillez. Actos que nos sobrepasaron en nuestra juventud, que los vivimos irreflexivamente para recordarlo muchos años después como destellos que suben y bajan, que se definen y se desdibujan en cuestión de instantes, que reconocemos como verdaderos tesoros de nuestra vida; los añoramos, los rescatamos un segundo en el aire desde nuestras suaves intimidades; casi olemos de nuevo aquella bendita fragancia de fuego y suspiros, pero de alguna manera ese olor no encaja en nuestra nariz y resbala entre nuestros dedos, se vuelve a alejar y el destello se hunde en la tierra nuevamente, quién sabe si durante un mes, si durante cinco años, si para el resto de la eternidad.

Amor, juventud, nostalgia, paisajes grises que envuelven como cuando hundimos la cabeza en la bañera caliente y sentimos el vaivén del agua en nuestros tímpanos, adormeciéndonos, o más bien situándonos en un plano muy especial, las manos flotando, la frente húmeda, los ojos cerrados. Así se me ha presentado Neruda –su playa, por cierto, me recordaba a las de Asturias– y no puedo más que recomendarlo; eso sí, reitero: hay que estar en un estado de ánimo adecuado.


Conclusiones:

Está claro que es muy preferible acometer esta lectura desde un estado de ánimo sereno, receptivo, sensible –y si esa sensibilidad se inclina hacia la melancolía mejor–. En caso contrario quizá el lector se halle incómodo y no asimile la esencia que subyace en cada verso.

Neruda nos transporta a una playa de cielos grises, de vientos fuertes que parecen querer arrastrar al tiempo mismo, a cerros ondulados, a la suave piel y perdida mirada de sus amores, a los que mira embelesado, medio triste medio ufano. El mundo gira a su alrededor como un caos arbitrario, de una grandeza sublime que estremece el corazón y electrocuta los sentidos.

No me han parecido todos los poemas buenos –el famoso nº 20 no me resultó el mejor–, pero en todos descansa la misma lágrima risueña, que cuelga en párpados abiertos de par en par, la mirada vuelta hacia dentro: encarando tiernos recuerdos que nos llegan, se nos aparecen muy reales.


El joven tenderá a implicarse en los suaves mimos de los veinte poemas y la canción desesperada, mientras que el adulto probablemente lo verá de manera muy distinta. En cualquier caso la nostalgia está asegurada.


Es importante que se tenga en cuenta lo señalado en el primer párrafo de esta conclusión. Yo hace un año solté el libro indignado y confundido, llegando a afirmar decididamente que había comprado una ñoñería sobrevalorada: y sólo hay que fijarse en la presente entrada para observar el cambio radical. De hecho, voy a comprarme la antología poética que acaba de renovar Alianza con la convicción de que apuesto sobre seguro.

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