Pintoresca comedia en la que los jóvenes protagonistas son dirigidos por la mágica inconsistencia de lo onírico
Antes de nada...
El análisis no contiene spoilers, y trata de ceñirse a las características y personalidad de la obra además de los puntos relevantes en la psicología de los personajes y sus correspondientes interacciones. Aún con eso, se dejan entrever ciertos sucesos, hecho que en absoluto malogra la lectura (en el propio prólogo de mi edición se revela despreocupadamente bastante más como es habitual en muchos clásicos).
Si el lector no se encontrara dispuesto a leer el análisis entero, al final de la entrada se incluye una conclusión que puede tomarse perfectamente como reseña literaria.
También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.
La primera imagen corresponde a la edición de la obra que yo mismo he empleado para la lectura.
Agradezco cualquier impresión o corrección. Saludos.
Análisis:
Aunque, una ves más, me topo con el
inteligente, cultivado y efectivo buen hacer a cargo del prologuista de mi edición de la
obra, Vicente Molina Foix, inicio éste análisis con la intención de desmigar el tomo de
la mejor manera posible; eso sí, subrayo cada proposición de dicho prólogo.
«Sueño de una noche de verano» está
empapada de lo mejor del estilo del autor, pero con un tono e intención más
despreocupado, más lúdico; no en vano se trata de una de sus comedias más
famosas y adaptadas. Bien pudo ser en su época toda una impresión de sucesos prestos
y disparatados en público y críticos.
Para situar rápidamente al lector antes que nada, sucede en la obra que cuatro jóvenes se pierden en un bosque en mitad de una noche de verano. Comienzan siendo personas coherentes y con rencillas y preocupaciones típicas, hasta que los hechizos de los traviesos entes feéricos los alcanzan y da comienzo una serie de sucesivos episodios fantasiosos, enmarañados, un sinsentido maravilloso, que resultarán al lector tan entretenidos como exóticos. La locura no dura hasta el desenlace, sino que un final más armonioso y feliz del que se podía esperar en un principio se produce, eso sí, sin que se pueda olvidar del todo los centelleantes efectos de nuestro encantador sueño estival.
Tenemos una serie de grupos claramente
diferenciados como ejes maestros de la obra. En el lugar más alto, a unos
divinos Oberón y Titania (rey y reina de las hadas respectivamente), cuyo elevado poder para
influir a su antojo en la vida de los mortales contrasta con su infantil
personalidad y pueriles disputas entre ambos. Entre los mortales, gobiernan en
Atenas el duque Teseo y su prometida Hipólita, cuyos mayores deseos se reducen a
casarse en la mayor pompa posible y en ser alabados por sus súbditos; en su
pasmoso y despreocupado ánimo cabe un fuerte contraste con la agudeza en los
juicios de Teseo en particular –me llamó la atención, por ejemplo, su «el amor y la muda sencillez se entienden más cuando menos hablan»–. Más abajo están los burgueses atenienses de
cuya mano recorre lo más característico e interesante de la obra, las parejas
Hermia (hija del intransigente Egeo)/Lisandro y Elena/Demetrio. Al fondo del
todo se sitúan los torpes –pero nobles y entrañables– menestrales: Cartabón, Berbiquí, Lanzadera (Bottom),
Flauta, Hocico y Hambrón, que amplían el ya de por sí variado registro de la
obra con su tono claramente divergente al del resto.
Porque estos grupos interactúan entre sí
de una manera muy diferenciada, sus intenciones son incluso contrapuestas. Es
como si la clara noción del sueño (el bosque) se hallara habitado de imágenes
oníricas de diferente expresión pero
misma piel pintoresca; por tanto, se entiende rápido que el efecto «sueño» se
alcanza con excelencia. Asimismo, contribuye a esta noción de la obra tan bien
llevada por Shakespeare el hecho de que los protagonistas olviden todas las
chifladuras, ocurridas tan sólo unas horas antes, de tal manera que ellos mismos
quedan mitad extrañados, mitad despreocupados; mitad recelosos, mitad felices:
tal y como a nosotros nos habrá ocurrido con determinados sueños inconfesables
que nos espolean al levantarnos; que nos provocan mezcla de vergüenza recelosa y
turbador presagio –Titania, por ejemplo, despierta con la vaga noción de haberse, en efecto, enamorado de un mortal vulgar con cabeza de burro–.
Pero ahí no queda todo, pues el mejor
estilo de Shakespeare viene a nosotros engalanado de silvestres atavíos de lo
más fascinantes. Las descripciones son exquisitos artefactos compuestos de
brillantes composiciones sobre la naturaleza con esos tintes oníricos tan bien
llevados que conducen al resultado de una lectura preciosa, singular hasta lo
inolvidable. He aquí una clara muestra a manos de una de las hadas de Titania,
al comenzar el segundo acto:
«Sobre el llano y la colina, entre arbustos y rosales silvestres, sobre el parque y el cercado, por entre el agua y el fuego; por todas partes vago más rápida que la esfera de la luna, y sirvo a la reina de las hadas para empapar de rocío sobre el césped los círculos que dejan sus bailes. Las altas velloritas son sus pasionarias. Veréis manchas en sus mantos de oro: son los rubíes, ofrendas de hadas; en sus motas rojizas residen sus perfumes. Allí debo buscar algunas gotas de rocío y prender una perla en la oreja de cada prímula. ¡Adiós, tú, el más grave de los espíritus! Tengo que partir. Nuestra reina y todo su séquito vendrán en seguida.»
Por cierto, y desviándome un poco del análisis; de alguna manera, supuse el mismo
instinto del «Sueño de una noche de verano» a cargo de, por ejemplo, Goethe,
con una trama más prolongada y nutrida, en narrativa, y se me antojaba algo
absolutamente fascinante. Pero, al margen de eso, no nos defrauda algo llevado
por Shakespeare, que se delata siempre como genuino.
En esta misma línea de la suposición, me
ha parecido advertir en la obra algo ostensiblemente más complejo de lo que, en
primera instancia, podemos quizá traslucir. Vino a mí la sensación de que en
«Sueño de una noche de verano» acaso subyazcan algunos de los vanos anhelos
internos del autor, que los coloca en punto de mira y los calibra en un
escenario magnífico, del todo original. En éste sentido podemos apreciar, como
detalla Vicente Molina Foix en el prólogo de mi edición, una de las
disertaciones más agudas y útiles de la obra, a manos del duque Teseo al
principio del último acto:
«El loco, el amante y el poeta son todo imaginación; el uno, el loco, ve más demonios de lo que el infierno puede contener; el amante, no menos insensato, ve la belleza de Helena en la frente de una gitana; la mirada del ardiente poeta, en su hermoso delirio, va alternativamente de los cielos a la tierra y de la tierra a los cielos; y como la imaginación produce formas de objetos desconocidos, la pluma del poeta los metamorfosea y les asigna una morada etérea y un nombre.»
Tras la locura del sueño estival en el
hechizante bosque, llega el despertar. La función final representada en los
aposentos de Teseo, una vez todo ha sido renovado por la lógica y por enlaces
felices –propiciados por la benéfica voluntad de Oberón y Titania–, nos lleva
al culmen en la actuación de los menestrales, que acometen con torpeza e
incoherencia, bajo las agudas e hirientes críticas de los demás: espectadores.
Una señal conclusiva de que todo fue un desvarío con el cual no debemos enfadarnos,
pues no posee lógica alguna más allá de la zigzagueante imaginación del autor;
es sólo eso: un sueño en una noche de verano.
En definitiva, tenemos ante nosotros una
pieza única que hará las delicias de los que gusten lo extravagante, lo
fantástico abordado desde una frenética danza de equivocaciones, conjuros,
metamorfosis y enamoramientos repentinos.
Oberón y Titania a cargo del siempre magnífico Arthur Rackham.
Para terminar, quiero destacar lo que a
mi juicio son, sin duda, los dos personajes más interesantes de la obra.
Por un lado tenemos a Elena, que supone
una fascinante figura que aúna anhelo y desazón, decencia y humillación (y
auto-humillación), estoicidad y quebrantos, lealtad e indignación, pacifismo y
arrebato. Elena es una bella mujer –aunque ella se vea «fea como un oso» por
no ser correspondida por Demetrio– honda e irremediablemente enamorada, hasta
el más perdido y preclaro arrebato. Su honestidad, pureza y nobleza me han
inspirado y dejado transido a la par que encantado. Pocas veces se verá a una
joven poseída por una aflicción más atroz y, a su vez, sublime para el lector.
Las sutilezas psicológicas con las que Shakespeare la baña la convierten en,
probablemente, el alma más mágica y atractiva de la obra. ¡Cómo aprecia a su
amiga íntima, Hermia, a pesar de todo: a pesar que es la cuerda que tira
irresistiblemente de su amado y, por ende, la soga que a ella le estrangula la
trémula respiración!
Cabe destacar de Elena algunas de las
frases que expulsa de manera transparente su amor transido. Suponen unos cantos
inolvidables de estremecedora auto-humillación. Molina Foix las califica de la
misma manera, y resalta los mismos fragmentos que a mí me llamaron la atención,
a saber (téngase en cuenta que «lebrel» es una manera poética de decir
«perra»):
«Soy vuestro Lebrel, y cuanto más me peguéis, Demetrio, más os acariciaré. Tratadme como a vuestro lebrel: rechazadme. Golpeadme, olvidadme, perdedme; pero, por indigna que sea, permitidme que os siga.»
«(…) para mí no es de noche cuando contemplo vuestro rostro, y por tanto no pienso que estoy en la noche. Ni falta a este bosque un mundo de sociedad, pues para mí sois el mundo entero. ¿Cómo, entonces, puede decirse que estoy sola cuando todo el mundo está aquí para mirarme?»
«¡Qué vergüenza, Demetrio! Vuestras afrentas son un oprobio a mi sexo. Nosotras no disponemos de iguales armas que los hombres cuando luchamos por amor.»
«(…) soy tan fea como un oso, pues las fieras que me encuentran huyen atemorizadas. Por consiguiente, no es extraño que Demetrio huya de mi presencia como de la de un monstruo.»
Hay que subrayar la feliz vuelta de plato
que sucede cuando el hechizo –erróneamente aplicado por Puck– torna a los que
la despreciaban en enamorados acérrimos. Hasta tal punto se siente denigrada
Elena, que interpretará este repentino éxtasis de adoración en las palabras de
Lisandro y Demetrio como una burla colmo de la crueldad para su ya de por sí
holgada desdicha. Se pensará que Hermia está detrás y su hasta ese momento
ardorosa tenacidad se atenúa en la más conmovedora duda.
El segundo personaje a recalcar es el
presto sirviente de Oberón, el singular Puck, duendecillo que se destaca a base
de su sugestiva personalidad socarrona, perturbadora y maliciosa; que a su paso
siembra la discordia lunática y el posterior retorno a la normalidad, a lo establecido,
a lo “coherente”. Él mismo se convierte en la mano política de Shakespeare, que quiere "disculparse" en un es un sí o un no por su «tarambana» comedia; así lo hace:
«Si nosotros, vanas sombras, os hemos ofendido, /pensad sólo esto, y todo está arreglado: /que os habéis quedado aquí durmiendo /mientras han aparecido esas visiones. /Y esta débil y humilde ficción /no tendrá sino la inconsistencia de un sueño, /amables espectadores, no nos reprendáis; /si nos concedéis vuestro perdón, nos enmendaremos. /Y a fe de honrado Puck, /que, si hemos tenido la fortuna /de escaparnos ahora del silbido de la serpiente, /procuraremos corregirnos lo antes posible; /de lo contrario, llamad a Puck embustero. /Así, pues, buenas noches a todos. / Dadme vuestras manos, si es que somos amigos, /y Robín os restituirá con resarcimiento.»
Pero tampoco puedo acabar sin alabar la
elección por parte de Alianza de la ilustración de la portada, «Night» de
Edward Robert Hughes –véanse más trabajos suyos en el buscador–, como siempre excelentemente
seleccionada por el equipo de diseño gráfico de Manuel Estrada; la pintura
concuerda a la perfección con la esencia de la obra, es una bocanada fresca de
la misma. Me encantan tanto los tonos azules escogidos (que invaden la propia
cabeza de la mujer como si anhelaran fundirse a ella), como el rostro
melancólico y sensible de la chica, así como las estrellas que hacen relampagueante
corona sobre su cabello.
No os perdáis éste cálido efluvio de
naturaleza, juventud, hechizo, amor; estas corrientes de magia que nos susurran
despreocupada y sinceramente que, por una noche de verano, todo es posible.
Conclusiones:
Es, probablemente, la obra más divertida y "trepidante" del autor. Se ha exagerado calificándose de caótica y precipitada: se puede advertir la coherencia de la obra nítidamente; lo pintoresco que contiene lo interpreté como un grato distintivo de originalidad.
En el bosque cercano a Atenas en el que los cuatro jóvenes –protagonistas sólo hasta cierto punto– se pierden (primero con la coherencia en su ánimo y, poco después, singularmente trastornados por las fuerzas feéricas); asistiremos no sólo ha ciertas escenas cómicas sino a, sobre todo, excelsas descripciones de Shakespeare, que comprenden una serie de deliciosos artefactos lingüísticos que portan tanto preciosas alusiones a la naturaleza como excelentes tintes oníricos que nos deja como resultado una lectura única.
Destaco a la curiosa psicología de Elena, enamorada y despreciada, estoica, humillada y auto-humillada en terrible pero sublime aflicción.
También al travieso Puck, que junto a su atractiva esencia socarrona, perturbadora y maliciosa se coloca un matiz enigmático que eleva la obra misma.
En definitiva, tenemos ante nosotros una pieza única que hará las delicias de los que gusten lo extravagante, lo fantástico abordado desde una frenética danza de equivocaciones, conjuros, metamorfosis y enamoramientos repentinos.
¡No os lo perdáis! Y leer, por cierto, preferiblemente en estío.
Si bien de nuevo nos encontramos con unas formas narrativas que o se buscan con valentía y ganas o se encuentran con actitud valiente, la recompensa es una obra dulce, simpática y que resultó ser fuente, como el autor, de las aguas de otros.
ResponderEliminarDesde luego, muchísimo más amena que «Hamlet». Creo que para empezar con Shakespeare es perfecta.
EliminarGracias por su aportación. Saludos.