sábado, 2 de agosto de 2014

«Rojo y negro» de Stendhal.

Un joven soberbio y apasionado sube los corruptos peldaños de la Francia del XIX en una novela de enorme precisión psicológica que transita entre Romanticismo y Realismo

Antes de nada…

Es posible que en ciertos puntos el análisis destile cierta falta de cohesión, esto es porque he arrancado las partes en las que se incluían spoilers y mis respectivas impresiones al respecto.

Si el lector no se encontrara dispuesto a leer el análisis entero –que trataré de acortar las próximas veces–, informo que al final de la entrada se incluye una breve conclusión que puede tomarse perfectamente como reseña literaria. De hecho, hay partes del análisis que sólo se entenderán bien una vez leída la obra –a pesar, subrayo, que no contiene spoilers–. 

También tenéis la opción de tirar de las líneas remarcadas para saltar directamente a las zonas que he considerado importantes.


La "conclusión" mencionada se incluirá en todos mis análisis similares.


Agradezco cualquier impresión o corrección. Saludos.


Análisis:

«¡Y la importancia, señor mío!, ¿no es nada? El respeto de los tontos, el pasmo de los niños, la envidia de los ricos, el desprecio del discreto.» [Prefacio Cap. II]

Analizar todas las vertientes que extiende ante sí un portento psicológico, sociológico y existencial como «Rojo y negro» resulta una tarea enorme de la cual no podría uno sentirse satisfecho con total seguridad.



Edición 2013 de Alianza (diseño de cubierta: Elsa Suárez Girard).



En primer lugar he de lamentar el estilo de Stendhal. Se trata de un río imperturbable compuesto por tres corrientes: ideas exteriorizadas, ideas interiorizadas, y la propia perspectiva “ajena” de Stendhal, escrita con elegancia pero también con un punto de ambigüedad que yo, particularmente, he percibido y no me agrada. De no ser por la enorme pasión y la característica impulsividad del protagonista, además de la profundidad psicológica descrita en los demás personajes, la sensación sería de monotonía; no por la historia en sí, sino por el modo en la que está escrita. La descripción brilla por su ausencia. La densidad plúmbea de Stendhal no es una sugestión: verdaderamente existe, es una lectura lenta y no apta para impacientes (no digamos para los que no compartan alguna afinidad hacia el protagonista). Hasta tal punto esto es así, que cada página resultaba un esfuerzo: tardaba unos cuarenta minutos –a veces más– en leerme diez míseras páginas. Muchos párrafos, pues, han debido ser leídos varias veces para absorber el 100% de su contenido. En ocasiones ocurre que es verdaderamente complicado drenar el significado de un pensamiento o diálogo en toda su sustancia. No se trata de una complejidad insalvable, sino que Stendhal complica a veces las cosas más de lo que deben o merecen. No hablamos de un adorno al estilo Shakespeare, sino una particularidad honesta del propio autor: es, dicho de manera poco sutil, un pesado. Pero su labor psicológica es magnánima, de unas alturas insuperables: escrupulosa, estable y sin fisuras. La agudeza de Stendhal en este sentido sólo la advierto comparable a la del propio Dostoievski. Prefiero la de este último, que con un lenguaje más sencillo y ligero transmite lo más transcendente del alma humana; que con menos hace, incluso, más. Pero Stendhal tiene a su favor inmortal lo dicho a principio del presente párrafo. Su uso masivo de la yuxtaposición ­–jamás vi tantos punto y coma–, aún más acentuado que el mío propio (no creía que mi pecado pudiera alcanzar mayor exponente, y más a esas alturas), no ayuda precisamente a acometer la lectura con concisión y rapidez. Digo más, es una causa capital de que el libro sea tan difícil de seguir, pues tienes que hilar la conclusión de la proposición con su lejano principio, y saber sacar lo útil y lo prescindible de ella, que molestan a su análisis; no digamos ya las propias precisiones del autor. Todo esto posee una ventaja, y es la de crear un libro de vigencia permanente a base de abarcar lo que otros sólo serían capaces de determinar en varias novelas. En «Rojo y negro» vemos la sociedad de principios XIX perfectamente retratada, de un modo muy similar –casi idéntico– al que nos ofrece Balzac en «El tío Goriot». De hecho, Rastignac (protagonista de la misma) posee varios puntos en común clave con Julián Sorel: los dos son arribistas firmes a sus principios y consumidos por una ciega y ardorosa ambición que, sin embargo, ceden al amor que en un principio ni calcularon tentar.


Pero «Rojo y negro» abarca más. Tenemos también el tema adulterio por un lado y el amor imposible y trágico por el otro. Se respira la confrontación política entre los liberales que añoran la revolución de Napoleón y la ilustración de Voltaire, y los conservadores que aseguran con mano de hierro la permanencia de la monarquía y de los privilegios aristocráticos y clericales. De ahí el título de la obra: el rojo por los primeros y el negro por los segundos. Porque Julián es un seguidor acérrimo hasta el fervor de Napoleón. Añora una época en la que las clases no lo determinaban todo, en la que el valor y destreza de un hombre le podían asegurar una posición proporcionalmente digna a su grandeza. A él le gustaría ser un general de Napoleón, y todo parece indicar que bien pudiere haberlo logrado en tal contexto. Pero sabe que para ascender en el suyo ha de trepar por las faldas de la Iglesia, que pasa de serle soportable en la medida en que le reporta sus primeros triunfos hasta que se torna en repugnancia tras sus experiencias en el seminario.


Julián es un alma de un orgullo sensible, o de una sensibilidad orgullosa: ambas a la vez. Julián roza la soberbia. Es un ser noble y honesto que, sin embargo, no tiembla al usar la hipocresía propia de su época para lograr ascender. Por otra parte hay que entender que no posee más opción y, sobre todo, que se advierte en seguida el cariz de burla con la que la dispara: es el reflejo de un espejo que él sostiene para con el interlocutor; para que éste se crea entre los de su condición. Si bien habrá muchos lectores que no terminen de comprender a Julián, o que incluso sientan cierto desagrado hacia él, para mí es un personaje que no posee misterio alguno, por la sencilla razón de que es un alma afín a mí. Y ésta es la causa principal que provocaba mi atracción previa hacia esta novela, razón que acentúo Nietzsche cuando declara lo mismo que yo…, y poniendo su nombre al lado, ni más ni menos, que al de Dostoievski. Y con razón, como casi siempre. ¿Cuál ha sido el problema fatal? Pues vuelvo al principio: el estilo de Stendhal, que parece obviar la “confortabilidad” del lector, tan necesaria para que se implique enteramente en la historia. Demasiadas veces deja el libro la “seca” sensación de las obras filosóficas: lentas y dificultosas mientras se leen pero, sin embargo, de una elogiable magnitud e impagable utilidad cuando se aúna todo en las breves o no tan breves meditaciones posteriores. ¡Qué necesaria, qué maravillosamente valiosa hubiera sido esa “implicación”! El estilo de Stendhal me ha agriado lo que podría haber sido un éxtasis irrepetible, algo que sí funcionó en «Crimen y castigo». Ni siquiera en el angustioso final de la novela.


Existen algunos puntos que me alejan de Sorel o, más exactamente, del realismo de la obra –entendamos también que es un periodo de transición de romanticismo a realismo–. A pesar de su gran belleza física, perfectamente posible y punto en común, por cierto, con el propio Raskolnikov (en este caso quizá menos acentuada), existe una exageración clara de sus capacidades intelectuales. ¿Ha existido alguna vez ser humano que aprenda a la velocidad del rayo una biblia entera en latín y que, por si fuera poco, no olvide ni transfigure una sola sílaba y sea capaz de recitarla desde cualquier punto requerido y pase el tiempo que pase sin que la vuelva a tocar ni tener presente en los pensamientos? Y esta “milagrosa” habilidad se repite con otros tantos volúmenes que, literalmente, graba de manera idéntica a un disco duro. Stendhal hace trampas en esto de las inteligencias, pero de una manera tan sutil que puede pasar desapercibido. Podemos citar el ejemplo más claro, a saber, el de Matilde, que parece disponer de un arsenal feroz e infranqueable, agudo y preciso como una mira telescópica, en las artes de la elocuencia, en la anticipación psicológica… Se llega a dar a entender por las descripciones a su carácter una especie de superdotada: Stendhal mismo la describe como “alma altiva” o “superior”, a sus 19 años. Pero, ¿dónde quedan las demostraciones de que esto es, efectivamente, de tal manera? Pues bien lo he advertido yo: en ninguna parte; estas habilidades son descritas pero no suceden ejemplos prácticos. Ocurre algo similar con Julián en numerosas circunstancias de idéntica índole. ¿Qué ejemplos prácticos se dan entonces en estos personajes? A un Julián que piensa mucho pero dice más bien poco –o nada– y acostumbra a mantenerse en el recinto de la hipocresía o el disimulo. Su mirada, claro, tiende a traicionarle. Las respuestas de Julián se basan, pues, en la actitud debida apuntada con una mirada que oscila entre el respeto forzado a la burla o la ira. Sus reflexiones internas responden, a grandes rasgos, a dichos sentimientos brillantes en los ojos; si bien existe una ocasional ambigüedad –la que ya he citado más arriba– que no me convence. La impresión genérica que se nos queda de Julián es el de un joven de ambición y orgullo desbocados, exigencia implacable hacia el resto y hacia sí mismo, una noción de la justicia omnipotente; noble y leal a sus principios, juicioso y a su vez con escapes de impulsividad apasionada. El que es inteligente es innegable, pero acaso Stendhal nos adorna esta capacidad más de lo que realmente es.




«El final de la cena» de Jules Alexandre.




Otro personaje capital de la obra, la mencionada Matilde, es, por otra parte, una especie de doble personalidad. Por un lado tenemos a la Mademoiselle arrogante –casi pretenciosa y a veces pedante–, hiriente, cínica, déspota, desdeñosa, escéptica, egocéntrica hasta lo despreciable y que estima demasiado sus propias capacidades; aburrida de la sociedad en la que transita (se la tacha de fría, pero es a manifestación y causa verdadera de esta última razón). Sin embargo, termina surgiendo –de manera intermitente al principio y en su máxima expresión al final– una Matilde entregada hasta el delirio, el recipiente humano desbordado de las más ardientes pasiones, que crepitan deleitosas y lo invaden todo en una euforia dichosa; su amor es frágil como la porcelana pero fogoso y, a su vez, abrasador hasta la tortura como la lava que corona el volcán majestuosamente mientras lo agita, quema y maltrata. Matilde halla en el amor la mayor gloria y la mayor autodestrucción. Es un ser de extremos. En este último estado de febril voluptuosidad muestra, sobre todo, un razonamiento mermado por los impulsos de sus sensibilidades, y una fantasía insostenible la otorgan matices lunáticos, aunque también con ese atractivo de lo pintoresco. Su frialdad –su aburrimiento– desaparecen, incluso, en último extremo, su inexpugnable orgullo. Cuando Matilde no se siente impresionada, es decir: siempre, se mantiene en el primer rol. Cuando algo la cautiva, sin embargo, avanza lentamente hacia el segundo, no sin antes sufrir ser el escenario de la encarnizada pugna que, necesariamente, ha de librarse entre estas dos personalidades tan incompatibles. A todo, veo en este carácter tan particular una causa de juventud: sus diecinueve años son un caldo de cultivo más que propicio, no digamos ya el tedio de su época; y más comparados con la rememoración –posible gracias a la biblioteca de su padre– de las exacerbaciones medievales. Por otra parte, tal y como señala el autor –en una aclaración que muestra una obstinación contra la malinterpretación de su obra–, la personalidad de Matilde es un supuesto y es prácticamente imposible suceda en el París del XIX; parece Stendhal querer calmar los ánimos de algunos lectores poco “flexibles”. «Sensibilidades frías», tal y como las designa él mismo.

Por supuesto, hay que analizar también el caso de la otra gran personalidad de la novela, Madame de Rênal. Frente a la complejidad rayana en la locura de Matilde, Madame de Rênal es sencilla, franca y virtuosa –aunque fría, elocuente y precavida cuando lo aprecia pertinente–. Pero sería injusto dejarlo ahí, bueno, reconozco que me dejó cautivado. Madame de Rênal posee también una pugna: la voluptuosidad del amor frente a la virtud, o sea, las convenciones sociales. Curiosamente, el temor por su marido nunca es demasiado acentuado –entiéndase también que el Marqués de Rênal es poco más que un zoquete entregado a la religión pecuniaria–, y no tarda en disolverse. Por cierto me pregunto: ¿habrá alguien más dulce que Madame de Rênal y más luchadora que Matilde? Además, se les añade el inevitable encanto de su ingenuidad respecto a su propio sentimiento: no hay premeditación, solo espontaneidad, un instrumento celestial a las órdenes de los estímulos. Esto contenido en un hombre que no sea un Werther roza lo imposible. Ambas transitan en el más mortificante aburrimiento… Les ha dado tiempo incluso a aburrirse de su propio bienestar, casi hasta de su propia buena imagen; sobre todo en el caso de Matilde: incluso de su futuro entero. Pero no podemos obviar –cambiando mi dirección– ese brillo de lo que aquí falla, como en el libro entero en general, es la falta de descripción: esto desgasta las sensaciones en el lector. Hay que dilucidar incluso en el momento en el que el adulterio descrito en la obra se consuma, tal es la ambigüedad de la escena, esa maldita anfibología ya mencionada que impregna el estilo del autor. Hay que destacar también al jansenista incorruptible, al abate Pirrard, ese tipo de personalidades con las que bien puedo estar en desacuerdo que habrá un lazo íntimo y pudoroso entre los dos si se da la ocasión, lo mismo que le sucede al nombrado con el propio Sorel. Son este tipo de almas puras, fuertes, fieles a sus principios, severos con todos pero sobre todo con ellos mismos, justas, honestas y de verdadera virtud, las que atraen a los individuos como yo o Julián a una singular relación. Así abrazaba yo al abate Pirrard al mismo tiempo que lo hacía Sorel con lágrimas en los ojos y con una franqueza total de corazón. Sorel siente lo propio hacia el cirujano castrense que fue su maestro inicial y el que más le influyó; consideremos también en este aspecto al viejo abate Chelan. También al inteligente, educado y razonable Marqués de la Mole, y ese sentimiento hacia su hija tan férreo y puro, que habría considerar lo que ya trascurriera en el de «El tío Goriot» también con sus hijas, pero a modo pulido y aristocrático.





Henri Beyle (Stendhal) en 1840.



El funcionamiento de las miserias sociales del XIX se basa en gran medida en la hipocresía de la convención de los gestos o de la inexpresividad abierta; hoy día esa hipocresía se basa, en cambio, en la ultra-expresividad. Queda una lectura inolvidable, de referencia valiosa hasta lo inestimable, una cita conmigo mismo, una expansión dichosa de la mente y las propias posibilidades sensibles. No descarto una relectura en un futuro, aunque he de posar mi mirada en la otra gran obra de Stendhal, «La cartuja de Parma», si bien su pesado estilo me desanima y me inclina en la inversión de esfuerzos hacia Dostoievski, como ya se ha comentado. No puedo terminar –si es que podría yo dignarme a terminar algo que da para tanto– sin alabar el retrato de Julián Sorel que aparece impreso en la cubierta de la edición del 2013 de la colección 13/20 –véase en la primera imagen de esta entrada– de la editorial Alianza, la que yo he empleado para la lectura. Cualquiera que mire ese rostro se topará con la expresión exacta de Julián Sorel, el provinciano que sueña con música de sables y con cabalgar junto a Napoleón; que desprecia y desea, que repudia y ama en la máxima extensión que un ser humano puede albergar. Puede decirse que Julián vivió una historia magnífica entre sus 19 y 22 años que muchos otros no podrían ni soñar a los 75.  Se destaca la necesidad de Sorel de ser comprendido, «ser aceptado». Esto influye mucho en sus sentimientos positivos hacia determinadas personas, particularmente en su amor ardiente. Una vez más, un alma pura sola en mitad y contra de la mayor y más abrumadora mezquindad. Un diamante escupido, confundido por los idiotas por carboncillo o por cristal. Una vez más y como siempre. Uno perfecto contra un millón de medias cosas. Julián es para mí sinónimo de la perfecta juventud.


Conclusiones:

Se trata de una obra monumental, elegantísima, en la que se concentra de manera impecable tal cantidad de giros en la vida del protagonista que nos deja la sensación de estar leyendo varias novelas en una sola. Racionalidad y cálculo se hallan en total sintonía con irracionalidad y pasión (la novela de hecho se sitúa en un período de transición entre Romanticismo y Realismo). El estilo del autor  puede llegar a hacerse extenuante por su propia perfección meticulosa, y requiere una concentración superior. El análisis psicológico es tan profundo, minucioso y matizado que provoca en el lector la necesidad de implicarse y de ponerse en entera situación.

En la sociedad francesa de principios del XIX, perfectamente retratada por Stendhal, Julián Sorel, un joven provinciano seminarista de procedencia humilde, se sirve en primera instancia de su gran memoria para tomar contacto con la clase pudiente, la familia del alcalde; y a partir de ahí ascenderá no sin algunas dificultades hasta llegar a París, sirviendo al influyente Marqué de la Mole, gracias a su hipocresía, su frialdad, su talento... pero también por la suerte que posee al desahogar su gran pasión con las personas acertadas. Soberbio y susceptible, portador de un altivo fuego en la mirada, admirador de Napoleón y de las grandes proezas, logra sus objetivos de alcanzar privilegio social a base de convivir e imitar precisamente a aquello que tanto detesta desde sus entrañas: la nobleza y el clero. Pero no todo es táctica, tramas y premeditación, como he dicho hay un importantísimo hueco para el romance apasionado, incluso delirante. Al estar en las cabezas de los personajes (de hecho transcurrimos mucho más entre pensamientos que entre palabras pronunciadas) y ser tan magistral el talento de Stendhal para elaborar y plasmar las configuraciones psicológicas de sus creaciones, asistiremos a una experiencia única, en la que vibraremos con las ideas –justificadas o infundadas– que cada personaje se hace de tal o cual situación, gesto, palabra, rumor, y cómo ello lo transforma todo.

«Rojo y negro» es en definitiva, al margen de lo lenta o no que se nos pueda presentar la lectura, un monumento de la literatura universal intachable, que es imposible te deje indiferente. Las perspectivas que se consiguen son valiosas. Ocurre algo similar que con algunos filósofos: tras una lectura exasperante y su posterior meditación adquieres consciencia de los regalos que te han conferido sus páginas.


Y, para los que ya hayan leído «Rojo y negro», pido un +1 si ellos también creen que Madame de Rênal podría jugar al squash con los omoplatos.

2 comentarios:

  1. L-i-b-r-a-z-o, con todas las letras.

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    Respuestas
    1. El problema fue que cuando lo leí no tenía la cabeza suficientemente entrenada para digerir dinámicamente una prosa que a mí me resulta bastante densa. Me parece mejor psicólogo Dostoievski. Aun con eso, un verdadero monumento, el esfuerzo está claro que mereció la pena.
      Espero que cuando lea «La cartuja de Parma» logre una inmersión más ágil.
      Gracias por su aportación. Un saludo

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